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Los presentes en la sala de guerra se recuestan en sus asientos. Lo único que les preocupa es: ¿Qué consecuencias tendrá destruir a la señora Mao cuando no hace ni veintisiete días de la muerte de Mao? ¿Estará de acuerdo la nación con tal medida? ¿Tendrá un efecto contraproducente?

Es el 6 de octubre. Hua Guo-feng llama a Jiang Qing para que se reúna con él por la tarde en el Salón de la Clemencia. La secretaria de Jiang Qing, Pequeña Luna, pregunta el motivo de la reunión.

La publicación del quinto volumen de las obras del difunto presidente, responde él con tranquilidad.

La camarada Jiang Qing estará ausente, responde Pequeña Luna con voz suave pero clara. Por supuesto, le daré el recado lo antes posible.

La señora Mao, Jiang Qing, aparece junto a la puerta. Lleva un traje con un pañuelo alrededor del cuello. Voy a cumplir sesenta y tres, dice. Nunca he celebrado mis cumpleaños. No había gran cosa que celebrar. Pero mi vida está cambiando y la gente vendrá a celebrar mi cumpleaños. Confío en su juicio.

«Como una mala hierba se abre paso a través de las aceras.» Extiende los brazos y empieza a cantar como la heroína de su ópera. «¡Resquebraja el suelo del patio y perfora la esquina más desierta en busca de aire y luz!»

La noche envuelve la habitación. Pequeña Luna está sentada junto al teléfono.

¿Seguimos sin tener noticias de la oficina de Chun-qiao?, pregunta la señora Mao.

No.

¿Y qué hay de Yao?

Tampoco ha devuelto la llamada. Por cierto, señora, también hemos perdido el contacto con Wang.

Se produce una repentina colisión de pensamientos en la que el miedo se materializa. La señora Mao advierte que le cuesta cada vez más respirar. Por su mente desfilan secuencias como de película, que más tarde resulta que coinciden con lo que ha ocurrido en realidad.

La primera es el reloj que cuelga de la pared de la Sala de la Clemencia. Marca las siete cincuenta y cinco de la tarde. Chun-qiao entra con paso rápido en la sala. Lleva una chaqueta Mao, y se le ve menudo y delgado, como a través de un gran angular. De pronto aparecen detrás de él dos guardias que saltan sobre su espalda y lo arrojan al suelo. Le quitan las gafas. No opone resistencia y se lo llevan. Son las ocho y quince.

El escenario cambia. Ahora es la Sala del Ala Este. Entra el discípulo Yao. Salen dos guardias y le cortan el paso. El mira alrededor y cae de rodillas. Luego llega Wang Hong-wen. Cuando Wang ve acercarse a los guardias, da media vuelta y echa a correr, pero no llega a la puerta. Forcejea, pero acaban inmovilizándolo.

Un guardia se acerca a la cámara. En su cara hay euforia. Extiende el brazo y la apaga.

Nadie contesta a sus llamadas de socorro. Nadie está en casa. Todos se han «hospitalizado» a fin de evitarla.

De pronto se apodera de ella la sensación de que no vale para nada. Acuden a su memoria recuerdos de la infancia. La cara de su padre. Las lágrimas de su madre. El dolor aflora. El terror. El agua sube y ya le llega a la garganta. Oye a su padre gritar: ¡Ríndete!

¿Por qué está tan silencioso aquí? ¿Por qué, Pequeña Luna, me miras como si acabaras de despertarte? ¿Han resultado ciertas mis suposiciones? ¿Han terminado invadiendo los lobos mis tierras? ¡Basta! ¡Deja de temblar como una cobarde!… Supongo que no hay… nada que yo pueda hacer. El ejército siempre ha sido mi punto flaco. El presidente no me dejó suficiente tiempo para controlar a los señores de la guerra. Los señores de la guerra… tal vez… No estoy segura de que no me haya tendido la trampa el mismo Mao… Ven aquí, Pequeña Luna.

Pequeña Luna se levanta. Su cuerpo flaco como un palillo está rígido, y la mirada fija.

Ven aquí, niña, siéntate a mi lado. Charlemos. Anímame. Deja que te cuente anécdotas de mi vida. Porque dentro de unos minutos será otro cantar. Me llamarán el Demonio de los Huesos Blancos. Vamos, Pequeña Luna, abre tu boca fruncida. No es atractivo que aprietes con tanta fuerza las mandíbulas. Y eres atractiva. ¿Por qué no me dejas que te arregle las cejas? Tráeme mis tijeras pequeñas, ¿quieres? O lo hago ahora o nunca. ¿No quieres? ¿Qué te pasa? No me mires como si te acabaras de comer un huevo podrido. ¡Vamos, ten coraje!

Pequeña Luna tuerce la boca y respira entrecortadamente.

Me estoy cansando de oír el sonido de mi voz. ¿Dónde están los lobos?

Come en silencio su última comida como señora Mao. Pequeña Luna tiene órdenes de acompañarla. Pero no es capaz de comer. Abre almejas con sus palillos y pone la carne en el platito de acompañamiento de Jiang Qing.

Gracias. Agradezco tu lealtad y me gustaría que fueras Nah. La tontería de una madre. Ahora parece… que no era tan necia… Al desierto de Ningxia ha huido… El reino de la laxitud… En fin, para coronar mi vida. Ha llegado el momento de ser mártir, de meterme un palillo en la garganta; estoy preparándome. Una buena actriz es capaz de representar cualquier escena… ¿Dónde está Yu Hui-yong? Necesito oír mis óperas. Yu es un cobarde. No me sorprendería que acabara matándose. Es demasiado delicado y vive con sentimientos y miedo. Es el problema del artista. Somos artistas. Por eso Yu se matará. Y yo también, me temo. ¿Por qué hablo de esto? ¿Por qué hablo de ser artista? La música de Yu me hace llorar. Ya lo echo de menos. Chun-qiao es el más duro de nosotros, tiene esta suerte.

El frufrú de su falda de seda ha cesado,

en el suelo de mármol se acumula polvo,

su habitación vacía está fría y silenciosa,

las hojas caídas se amontonan en el felpudo.

Es el 6 de octubre a medianoche. En el Jardín del Silencio. A través de los gruesos muros llegan sonidos. Se oyen ruidos de pasos detrás de las verjas. Susurros. Alguien hablando con el guardia. Sí, señor, responde el guardia. Una sombra alta se acerca. Un hombre salta. Es Zhang Yiao-ci, el número dos de la Guarnición 8341. Un momento después sigue andando y entra en la mansión. Aporrea la puerta. Le tiemblan las manos.

Está abierto, llega la voz de la primera dama.

Zhang Yiao-ci se precipita dentro. Tiene la mano derecha en el arma que lleva a la espalda.

La señora Mao está sentada en el sofá con un tazón de té. Su calma paraliza al hombre.

El hombre mira alrededor. Suda profusamente.

Un pájaro de patas largas lo mira desde un cuadro de la pared.

La señora Mao dice algo, seguido de una carcajada estridente. ¡Llevo tanto esperando este día! He esparcido flores desde mi dormitorio hasta la verja.

El hombre jadea y las sílabas brotan forzadas de sus labios: Jiang Qing, enemiga de la república, el Politburó ha ordenado tu detención.

Cuando se levanta el telón imaginario, la actriz se obliga a salir. Visualiza los mil millones de espectadores aclamando a viva voz y agitando banderas. Un mar rojo. El color le hiere la vista. Huele el cálido sol. Camina a grandes zancadas al son de la música de su ópera. En su cabeza se juntan los tambores y las trompetas. Recuerda que una vez Yu describió lo que sentía cuando componía siguiendo sus órdenes: Es como el ruido de cientos de locomotoras arrojando humo y con los pistones subiendo y bajando. Las notas se tensan y retuercen hasta romperse. Es como si las garras de la locura lo asfixiaran y descolgara una por una las notas de los ganchos de su mente, las arrojara todas juntas a un cubo gigante y empezara a revolver.

Luego hay una pausa y oye llorar a Yu. Sigue un silencio tan absoluto que oye el crujido del tiempo. Cae una estrella fugaz.

Una vez más ve su vida como si fuera una película. Y una vez más es una joven en lo alto de un tejado dominando la ciudad de Shanghai y soñando con su futuro. Ve al chico de las nueces ging-ko y oye su pregón: Xtang-u-xiang-lai-nu-u-nu! El tono del chico es monótono y mecánico, aunque claro. El viento de medianoche barre la oscura y larga calle. El chico se acuclilla frente a su wok con una brazada de luz.

Ella se ve a sí misma sentada en la celda de la prisión nacional Qin-Cheng, donde la esposa del vicepresidente Liu, Wang Guang-mei, ha pasado una docena de años antes que ella. La señora Mao se sienta de cara a la pared. Le ordenan que haga muñecas para exportar. Tiene que cumplir el objetivo de producción diario. Las muñecas se venderán en almacenes de todo el mundo. Ve los vestiditos de colores en los pequeños cuerpos de plástico. Decenas, cientos, miles de muñecas entre 1976 y 1991. Borda en los vestidos flores de su invención. Cuando los celadores no miran, borda a escondidas su nombre, «Jiang Qing», dentro de los dobladillos de los vestidos. Luego la descubren y la detienen. Pero es demasiado tarde para localizar las que ya han sido enviadas. Cestas de muñecas con su firma. Salen de China al mundo. ¿Dónde aterrizarán? ¿En el cajón olvidado de un niño? ¿O en un escaparate?

Es hora de dejar vacío el escenario. Recuerda, siempre te cruzarás conmigo en los libros que traten de China. No te sorprendas si ves mi nombre difamado. Ya no pueden hacerme nada más. Y no olvides que yo era actriz, una gran actriz. Actué con pasión. Por los que están fascinados conmigo me debes un aplauso, y por los que están indignados puedes escupir.

Gracias a todos por venir.