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Sigo al hombre con el corazón en un puño. Nos dirigimos a paso rápido a un pequeño parque de arbustos tupidos. El hombre se mete por el callejón. Antes de doblar la esquina mira hacia atrás. No nos sigue nadie.

Media hora después me nombran miembro del Partido Comunista. Acabo de hacer mi juramento y formalizar mi ingreso.

Cuando Yunhe levanta el puño derecho a la altura de la cabeza, frente a una bandera roja del tamaño de un paquete de tabaco con un dibujo de una hoz y un martillo cruzados, piensa en Yu Qiwei. Cree que ahora son almas gemelas y ella es su compañera. Tendrá derecho y acceso a todas sus actividades. Tendrá que salir sin él a reuniones y lugares secretos. Arriesgarán sus vidas por China juntos. Ella aún no sabe lo suficiente del comunismo, pero no le preocupa. Cree en Yu Qiwei y eso basta. Cree en el Partido Comunista del mismo modo que cree en el amor. En Yu Qiwei descubre su propia identidad. Si Yu Qiwei representa la conciencia de China, ella también. Es así como se ve en 1931. Coincide con la imagen que tiene de sí misma, de heroína, de primera actriz. Más adelante se repite el mismo patrón. Cuando se convierte en la señora Mao cree, lógicamente, que si Mao es el alma de China, ella también lo es.

3

Apenas llevamos juntos unos meses cuando sucede. Una semana Yu Qiwei se va de viaje y de pronto desaparece. Nadie logra dar con su paradero. Lo siguiente que sabemos es que lo han arrestado y encarcelado, y dicen que van a matarlo. Yu Shan viene a darme la noticia.

Tengo miedo de abrir la puerta. Por el modo en que Yu Shan llama sé que ha ocurrido algo terrible. Miro fijamente la cara bañada en lágrimas de Yu Shan. Me quedo en blanco; no comprendo.

Quiero hacer algo, pero Yu Shan dice que no puedo hacer otra cosa que esperar. ¿Qué hay del Partido Comunista?, pregunto. ¿Puede salvarlo el Partido? Ella hace un gesto de negación, dice que el Partido se halla en una situación difícil. Los miembros han pasado a la clandestinidad y han cortado la comunicación por motivos de seguridad. El señor de la guerra convertido en jefe de Estado, Chang Kai-shek, ha traicionado su compromiso de unirse a los comunistas. Ha ordenado hacer una redada para arrestarlos. Los ha declarado su mayor enemigo. La orden es la siguiente: «Si es preciso matar a mil inocentes para capturar a un comunista, que así sea».

¿No sabía Yu Qiwei cuándo iban a empezar las redadas?, pregunto.

Sí, responde Yu Shan. Sabía que estaba en la lista de buscados. Había indicios. Por ejemplo, la universidad se vio obligada a expulsar a los alumnos que eran miembros bien conocidos del Partido Comunista. Pero mi hermano no podía claudicar. Cuando empezaron los arrestos trató de movilizar a la gente de la ciudad al campo. Daba un mitin en un autobús público cuando lo localizaron y se lo llevaron.

Durante los primeros años Yunhe flirteó con el peligro. El peligro le parecía emocionante. Disfrutó la noche que entró en el templo abandonado y arrancó el pañuelo de la cabeza de la estatua de Confucio. Disfrutó cantando Soltad el látigo por las calles, donde plantó cara a la policía. Le pareció que la vida tenía mucho sentido cuando interrogó a los agentes delante de la multitud: ¿Sois chinos? ¿Cómo podéis soportar ver a vuestra madre y a vuestra hermana violadas y a vuestro padre y a vuestro hermano asesinados por los japoneses?

El peligro le ha dado oportunidades para demostrar su carácter. Eres demasiado débil, dice más tarde a su tercer marido, Tang Nah. Huyes de la realidad, vives en un mundo imaginario y te dejas regir por el miedo. Nunca te has enfrentado al peligro.

Sin embargo en 1931, después del arresto de Yu Qiwei, hay un momento en que se aparta de su papel de heroína. De pronto se siente enormemente asustada. Va a ver a Yu Shan cada día para preguntar por él. Espera con impaciencia. Cada día pierde más esperanzas. Al final se convence de que Yu Qiwei está muerto. Empieza a hablar con amigos de su desesperación. Se deshace en lágrimas. Va vestida de blanco y lleva una margarita blanca en el pelo. Lo llora. Luego deja de ir a casa de Yu Shan.

Se lava la cara, y se quita el vestido blanco y la margarita. Sigue yendo a clases y se apunta a un curso llamado «Las grandes tragedias del siglo XVIII». Encuentra un nuevo empleo en la cafetería de la universidad. Cuando sale de las clases y del trabajo se aburre. Va sola a la playa y se sienta en la orilla a la luz de la luna. Al principio desvía la mirada pero luego devuelve la sonrisa de los hombres. No tarda en volver a estar ocupada.

Han transcurrido meses cuando Yu Shan viene a darle la noticia: han puesto en libertad a Yu Qiwei con la ayuda de su tío, David Yu, una figura influyente en el congreso de Chang Kai-shek. Yu Shan va a verla sin anunciarse. Cree que la noticia la alegrará. Pero se lleva algo más que un chasco. Yunhe sólo deja abierta una rendija, parece incómoda y avergonzada como una niña a la que se le sorprende robando. Está en pijama, y tiene el pelo enmarañado y el pintalabios corrido.

¿Por qué no abres la puerta?, pregunta Yu Shan. Dentro es el caos. ¿Qué tal si te veo en la cafetería dentro de una hora?, propone Yunhe sin dejar de bloquear la puerta. Pero Yu Shan ya lo ha visto.

Detrás de la puerta hay un joven, el nuevo novio de Yunhe, Chao.

La señora Mao no recuerda a Chao. Lo ha borrado de su memoria. Recuerda que se sintió muy sola sin Yu Qiwei, que no podía dormir. Estaba deprimida. No esperaba que volviera. Se dijo a sí misma que debía superar el dolor. El personaje de una heroína tiene que seguir adelante. No puede explicar la presencia de Chao.

Yu Qiwei no la interroga ni planta cara a Chao. Yunhe nunca tiene la oportunidad de saber cómo se siente. Un día Yu Shan viene a darle un recado de su hermano.

Mi hermano se ha ido a Pekín. El Partido lo necesita allí.

No menciona cómo se siente Yu Qiwei acerca de marcharse, su relación con ella o su futuro. Se lo calla.

Por primera vez la actriz se siente confundida por el papel que está representando: una heroína que traiciona como una mujerzuela.

Sigue viéndose con Chao, pero entretanto escribe a Yu Qiwei. Al no tener noticias de él, se marcha de la ciudad, deambula, regresa y vuelve a marcharse. Así transcurre un año. Luego llega un momento en que no puede seguir soportándolo, vende sus pertenencias y coge un tren para Pekín.

En el tren, lloro como una viuda. Los pasajeros me traen toallas calientes para calmarme. Al llegar a Pekín pierdo el coraje. No tengo la desfachatez de ir a ver a Yu Qiwei. Estoy avergonzada de mí misma.

Pero me obligo a seguir adelante y a verlo de nuevo. Antes de marcharme me he enterado por Yu Shan de que Yu Qiwei es el secretario general del Partido Comunista de China septentrional. Consigo localizar su cuartel general en la biblioteca de la Universidad de Pekín, donde a menudo celebra reuniones. Espero días hasta que por fin «me tropiezo» con él. Hola.

Está con sus camaradas y veo que no se alegra de verme. Le pregunto si podemos fijar una cita. Accede de mala gana.

Hace frío y llueve. Hace días que llevo las mismas sandalias húmedas, y tengo los pies empapados y los tobillos manchados de barro. Nos encontramos en un parque. El río está precioso, pero helado. No hay nadie. Cuando veo acercarse la conocida figura, trato de no romper a llorar.

Sigue siendo guapo y lleva mi traje favorito de dos piezas azul. Pero no me mira. En cuanto me ve desvía la mirada. Es una situación violenta, pero estoy decidida a no llorar. Me obligo a hablar, a pedir perdón. Ha habido un error, digo. Te esperé.

Él no quiere saber nada. Me pregunta qué hago aquí.

No lo sé ni yo, digo. ¿Qué otra cosa puedo decir? No soy de las que comprueban la profundidad del agua. Siempre creo que flotaré de alguna manera. Tengo diecinueve años. He estado trabajando para mantenerme. Doy clases de chino a adultos en una escuela nocturna, cuido niños y vendo entradas de teatro. Todo eso lo controlo, lo entiendo y sobrevivo. Pero no puedo entender qué nos ha pasado…