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Ella sonrió, recordando el voraz apetito de Chiara. No del todo convencida, dijo:

– Si se les acaba, dígamelo, y Giovanni les mandará más. No hay inconveniente. -Con otra palmada en el antebrazo de Brunetti, la mujer agregó-: Il signor conte está en su despacho. -Brunetti asintió y Luciana se volvió hacia la escalera que conducía al primer piso y a la cocina, donde ella reinaba desde tiempo inmemorial.

La puerta del despacho estaba abierta, y Brunetti entró con sólo un formal golpecito en el marco. El conde levantó la cabeza y lo saludó con una sonrisa tan cordial que hizo sospechar a Brunetti si su suegro no desearía alguna información a cambio de la que pudiera darle él.

Brunetti no sabía qué edad podía tener el conde, ni era fácil adivinarla por su aspecto. Aunque el pelo, que llevaba muy corto, era completamente blanco, el contraste con su cara curtida por el sol producía una impresión de vitalidad y vigor que disipaba la idea de que aquellas canas fueran indicio de vejez. El día en que Brunetti preguntó a Paola qué edad tenía su padre, ella le contestó que, si le interesaba averiguarlo, mirara el pasaporte del conde, y añadió riendo que su padre tenía cuatro pasaportes, de cuatro países diferentes, con cuatro fechas y cuatro lugares de nacimiento distintos.

Brunetti estaba seguro de que en los cuatro aparecería la misma nariz ganchuda y la misma mirada azul y penetrante, pero Paola no le dijo si el nombre era el mismo en todos los pasaportes y él no se atrevió a preguntarlo.

El conde cruzó el despacho y saludó a su yerno con una sonrisa y un firme apretón de manos.

– Me alegro de verte. Siéntate. ¿Qué quieres tomar? ¿Un café? ¿Un’ombra?

– Nada, gracias -dijo Brunetti sentándose-. Sé que tienes una cita, de modo que iré directamente al grano y procuraré terminar cuanto antes.

Sin mirar el reloj, el conde dijo:

– Aún dispongo de media hora, hay tiempo de sobra para tomar una copa.

– No, de verdad -insistió Brunetti-. Cuando terminemos, si hay tiempo.

El conde volvió a su mesa y se sentó.

– ¿De quién se trata? -preguntó, demostrando conocer bien a Brunetti.

– De un italiano, Luca Guzzardi, procesado después de la guerra, no sé por qué delito, pero que, en lugar de ir a la cárcel, fue enviado a San Servolo, donde murió. -Brunetti optó por no mencionar a Claudia Leonardo ni expuso las razones de su consulta. De todos modos, el conde nunca le pedía explicaciones; el que Brunetti estuviera casado con su hija era razón suficiente para brindarle toda la ayuda posible.

El conde escuchaba impasible y, cuando Brunetti terminó de hablar, frunció los labios y ladeó la cabeza, como atento a un sonido que llegara de uno de los palazzi del otro lado del Gran Canal. Luego, mirando a Brunetti, dijo:

– Ah, realmente, la vida es larga.

Brunetti sabía que el conde, al igual que su hija, no resistiría la tentación de explayarse con el relato. Al cabo de un momento, empezó:

– Luca Guzzardi era hijo de un hombre con el que mi padre había tenido tratos comerciales. Se consideraba pintor. -Al advertir la confusión de Brunetti, explicó-: El hijo, no el padre.

Al parecer, el conde estaba ordenando los hechos en su memoria, a fin de contar la historia con claridad.

– En realidad, Luca no tenía nada de artista, si acaso, cierto talento como ilustrador. Eso le fue muy útil, porque el partido que estaba en el poder antes y durante la guerra le encargaba murales y carteles. -Había momentos en los que Brunetti no podía por menos de admirar la arrogancia del conde: del mismo modo en que un gran señor nunca llamaba a los criados por el nombre de pila, así también el conde se negaba a pronunciar el nombre del partido político que había llevado a la ruina a su país.

Brunetti, que conocía bien i fascisti, recordó entonces de qué le sonaba el nombre de Guzzardi. Lo había leído en un libro sobre arte fascista: una tediosa sucesión de páginas y más páginas de obreros bien alimentados y muchachas de ojos brillantes y largas trenzas que, dibujados en vivos colores, laboraban por el triunfo de un pueblo que era como ellos.

– Luca Guzzardi estuvo muy activo durante toda la guerra -prosiguió el conde-, tanto en Ferrara, de donde procedía su familia… tengo entendido que trataban en productos textiles… como aquí, donde tanto él como su padre ocupaban cargos de cierta importancia.

Hacía mucho tiempo que Brunetti había renunciado a preguntar a su suegro cómo conseguía la información que le daba, pero esta vez el conde no se calló ese detalle:

– Como te habrá contado Paola, en 1939 tuvimos que marcharnos, por lo que ninguno de nosotros estaba aquí durante los primeros años de la guerra. Yo era casi un niño, pero mi padre tenía muchos amigos que se quedaron, y cuando la familia regresó a Venecia, después de la guerra, él se enteró, lo mismo que yo, de lo que había ocurrido mientras estábamos fuera. Y poco era bueno.

Después de esa breve explicación, el conde prosiguió:

– Guzzardi padre suministraba al ejército tejidos para uniformes y, según creo, tiendas de campaña. Con ello hizo una fortuna. El hijo, por sus dotes artísticas, hacía trabajos de propaganda, dibujaba carteles con escenas edificantes de la vida de nuestra gran nación. También era una de las personas a las que se encomendó la tarea de decidir qué obras de arte decadente debían ser eliminadas de galerías y museos.

– ¿Eliminadas? -preguntó Brunetti.

– Fue una de las epidemias que nos llegaron del norte -dijo el conde secamente, y prosiguió-: Había una larga lista de pintores que fueron declarados perniciosos: Goya, Matisse, Chagall y los expresionistas alemanes. Y otros muchos: bastaba con que fueran judíos. O que sus temas no fueran bonitos o que no reflejaran los mitos del partido. Todas estas obras debían retirarse de las paredes de los museos, y también muchos particulares, por precaución, descolgaban los cuadros de las paredes de sus casas.

– ¿Y adonde iban a parar esas obras?

– Buena pregunta -dijo el conde-. Con frecuencia, los cuadros eran lo primero que vendía la gente que necesitaba el dinero para sobrevivir o quería marcharse al extranjero, aunque era muy poco lo que conseguían por ellos.

– ¿Y los de los museos?

El conde sonrió apretando los labios en aquel rictus cínico que su hija había heredado.

– Guzzardi figlio era la persona a la que se encargó la tarea de decidir qué obras debían retirarse.

– ¿Y también la tarea de decidir adonde se enviaban y la de llevar el registro de donde se encontraban? -preguntó Brunetti, que empezaba a tener una visión de conjunto.

– Me alegra comprobar que todos esos años en la policía no han afectado al funcionamiento de tu cerebro, Guido -dijo el conde con cordial ironía.

Brunetti hizo caso omiso del comentario, y el conde continuó:

– En el caos desaparecieron muchas cosas, desde luego. Pero, al parecer, él llegó demasiado lejos. Creo que fue en 1942. Una familia suiza vivía en una vieja casa del Gran Canal que les pertenecía desde hacía varias generaciones. El padre, que tenía no sé qué título -dijo el conde, desechando con indiferencia cualquier supuesta aristocracia que no tuviera mil años de antigüedad-, era el cónsul honorario, y el hijo siempre estaba buscándose problemas con sus críticas contra el Gobierno, pero nunca lo arrestaban porque su padre tenía amistades influyentes. Hasta el día en que encontraron al hijo en la buhardilla con dos aviadores ingleses que tenía escondidos. El caso no estaba claro, pero parece ser que los Guzzardi se enteraron y uno de ellos lo delató a la policía.

El conde calló y Brunetti le vio tratar de evocar recuerdos de más de medio siglo atrás.

– La policía se llevó a los tres -prosiguió-. Aquella misma noche, los dos Guzzardi hicieron una visita al palazzo del padre durante la que se acordó que el chico volvería a su casa y no habría cargos.