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La muchacha miró por encima de la barandilla a la puerta del edificio, abierta, casi como si la pregunta de Paola le hiciera pensar en la fuga. Se volvió hacia Paola y respondió:

– Porque el tribunal dijo que estaba loco.

Paola, absteniéndose escrupulosamente de indagar en la identidad de aquella persona, consideró esa respuesta antes de preguntar:

– ¿Adónde lo enviaron?

– A San Servolo. Allí murió.

Paola, al igual que todos los habitantes de Venecia, sabía que la isla de San Servolo había albergado el manicomio hasta que la legge Basaglia cerró esos establecimientos y liberó a los pacientes o los internó en centros menos siniestros.

Aun intuyendo una negativa, Paola preguntó:

– ¿No quiere decirme cuál fue el delito?

– No; me parece que no -respondió la muchacha, que entonces siguió bajando la escalera. Al llegar abajo, se volvió y gritó-: ¿Se lo preguntará?

– Claro que sí -respondió Paola, consciente de que lo haría tanto para complacer a aquella muchacha como para satisfacer su propia curiosidad.

– Gracias, professoressa. Hasta la próxima semana en clase. -Claudia fue hasta la puerta, se volvió y levantó la mirada hacia Paola-. Me han gustado las novelas. Me dio mucha pena que Lily tuviera que morir de aquel modo. Pero fue una muerte honorable, ¿verdad?

Paola asintió, contenta de que, al parecer, por lo menos uno de sus alumnos hubiera comprendido.

CAPÍTULO 2

Brunetti, por su parte, no pensaba mucho en el honor aquella mañana, ocupado en la tarea de llevar el control de los pequeños delitos en Venecia. A veces, parecía que eso era lo único que hacían: rellenar formularios, enviarlos al archivo, confeccionar listas y jugar con las cifras, para mantener las estadísticas del crimen en un nivel bajo y tranquilizador. Refunfuñaba al sentarse a la mesa, pero, pensando que conseguir cifras exactas exigiría aún más papeleo, alargó la mano hacia los impresos.

Poco antes de las doce, cuando ya empezaba a pensar en el almuerzo con apetito, sintió unos golpecitos en la puerta.

– Avanti -gritó y, al levantar la cabeza, vio a Alvise.

– Una persona pregunta por usted, comisario -anunció el agente con una sonrisa.

– ¿Quién es?

– Oh, ¿tenía que habérselo preguntado? -dijo el joven, sinceramente sorprendido de que pudiera esperarse de él semejante cosa.

– No, Alvise; hágalo pasar, por favor -dijo Brunetti con voz neutra.

Alvise dio un paso atrás y agitó el brazo, emulando el elegante movimiento de los enguantados agentes de tráfico de las películas italianas.

El ademán hizo pensar a Brunetti que en su despacho iba a entrar un personaje de la categoría del presidente de la República, por lo menos, y echó el sillón hacia atrás, disponiéndose a levantarse, a fin de mantener el alto nivel de urbanidad que había marcado Alvise. Al ver entrar a Marco Erizzo, Brunetti dio la vuelta a la mesa, estrechó la mano a su viejo amigo y luego lo abrazó dándole palmadas en la espalda. Al soltarlo miró aquel rostro familiar.

– Marco, qué alegría. ¡Dios, si hacía siglos! ¿Dónde estabas? -Llevaban, ¿cuánto?, un año, quizá dos, sin verse, pero Marco no había cambiado. El cabello conservaba su tono castaño, libre de canas, y aquella abundancia que tanto trabajo daba al peluquero, y la risa seguía marcando una miríada de pliegues en torno a los ojos.

– ¿Dónde crees tú que he estado, Guido? -preguntó Marco, que hablaba veneciano con el cerrado acento giudecchino que, hacía casi cuarenta años, cuando él y Guido estaban en primaria, le valía las burlas de sus compañeros de clase-. Aquí, en casa, trabajando.

– ¿Estáis bien? -se interesó Brunetti, incluyendo en la pregunta a la ex esposa de Erizzo y sus dos hijos, además de su actual compañera y la hija de ambos.

– Todos bien, felices y contentos -dijo Marco, con su respuesta habitual. Todo bien, todos contentos. Entonces, ¿qué lo traía a la questura esta hermosa mañana de octubre, en la que seguramente tendría cosas más importantes que hacer en sus muchas empresas? Marco miró su reloj-. ¿Es hora para un’ombra?

A la mayoría de los venecianos, a partir de las once de la mañana, cualquier hora les parece buena para un’ombra, por lo que Brunetti asintió sin vacilar.

Camino del bar de Ponte dei Greci, hablaban de todo y de nada: de la familia, de los viejos amigos, de lo estúpido que era no verse casi nunca, excepto cuando se cruzaban en la calle y apenas cambiaban unas frases antes de seguir corriendo hacia lo que reclamaba su tiempo y su atención.

Al entrar en el bar, Brunetti iba hacia la barra, pero Marco lo asió del codo y lo llevó a la mesa de un rincón, al lado de una ventana. Brunetti se sentó frente a su amigo, seguro de que ahora descubriría qué lo había llevado a la questura. Ninguno de los dos había pedido nada, pero el camarero, que hacía años que tenía de cliente a Brunetti, les llevó dos copas de vino blanco y volvió a la barra.

– Cin cin -dijeron ambos, y tomaron pequeños sorbos. Marco movió la cabeza de arriba abajo con satisfacción-. Mejor que lo que te dan en la mayoría de los bares. -Bebió otro trago y dejó la copa en la mesa.

Brunetti no decía nada, sabedor de que ésa era la mejor táctica para hacer hablar a un testigo remiso.

– No voy a hacernos perder tiempo, Guido -dijo Marco con una voz distinta, más grave. Tomó la corta pata de la copa entre el índice y el pulgar de la mano derecha y le imprimió una pequeña rotación, gesto que inmediatamente resultó familiar a Brunetti. Siempre, desde que era niño, las manos de Marco delataban su nerviosismo, ya fuera rompiendo la punta del lápiz durante un examen o manoseando el botón del cuello de la camisa mientras hablaba con una muchacha que le gustara-. ¿Vosotros, chicos, sois algo así como los curas? -preguntó Marco levantando los ojos un instante y volviendo a mirar la copa.

– ¿Qué chicos? -preguntó Brunetti, desconcertado.

– Los polis. Aunque seas comisario. Me refiero a que, si te cuento algo, ¿será como cuando éramos chicos y nos confesábamos, y el cura no podía decir nada a nadie?

Brunetti disimuló una sonrisa bebiendo un sorbo de vino.

– Me parece que no es lo mismo, Marco. Los curas tenían la obligación de callar, por gordo que fuera el pecado. Pero, si tú me hablas de un delito, probablemente, yo tenga que hacer algo al respecto.

– ¿Un delito como cuál? -En vista de que Brunetti no respondía, Marco prosiguió-: Quiero decir: ¿cómo tendría que ser de grave el delito para que tuvieras que actuar?

La perentoriedad del tono de Marco denotaba que no se trataba de una especulación gratuita, Brunetti meditó la respuesta:

– No sabría decirte. No puedo hacerte una lista de todo. Veamos, cualquier cosa grave o violenta, imagino.

– ¿Y si aún no hubiera ocurrido nada?

A Brunetti le sorprendió oír esa pregunta de labios de Marco, hombre realista, amigo de lo concreto. Era insólito que planteara una cuestión hipotética; Brunetti no recordaba haber oído a Marco utilizar una estructura gramatical compleja; lo suyo era la exposición clara y escueta.

– Marco, ¿por qué, sencillamente, no confías en mí, me cuentas lo que sea y dejas que vea qué se puede hacer?

– No es que no confíe en ti, Guido. Bien sabe Dios que sí, o no hubiera venido a verte. Es sólo que no quiero causarte problemas al decirte algo que quizá tú no quieras saber. -Miró a la barra, y Brunetti pensó que iba a pedir más vino, pero cuando su amigo se volvió otra vez hacia él comprendió que sólo quería comprobar si alguien podía oír lo que estaban hablando. En la barra había dos hombres, pero parecían enfrascados en su propia conversación-. De acuerdo, te lo contaré -dijo entonces-. Y luego tú decides.