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– Ya se apeló, y se confirmó el fallo, lo mismo que la decisión de enviarlo a San Servolo.

Brunetti asumió una expresión de desconcierto.

– Entonces no se me ocurre cómo va a poder obtenerse ahora una revocación del fallo ni quién pueda desearla.

La mirada que ella le lanzó le borró de la cara su expresión de falso candor, y Brunetti se sintió violento por haber tratado de inducirla a revelar el nombre de aquella abuela que deseaba obtener un perdón, intento que él sabía que obedecía a simple curiosidad.

Ella abrió la boca para contestar, se contuvo, lo miró como recordando que había tratado de sonsacarla con hipocresía y finalmente dijo con una aspereza impropia de sus pocos años:

– Lo siento, pero no estoy autorizada a decirle eso. Lo único que le pido -prosiguió, impresionándolo por la dignidad con que se atribuía el derecho de hablarle como a un igual, basándose en la complicidad que se había establecido entre ellos durante su conversación acerca de los libros- es que me diga si es posible rehabilitar su nombre. -Y, antes de que Brunetti pudiera preguntar, ella zanjó la cuestión-: Nada más.

– Comprendo -dijo él levantándose. Dudaba de poder ayudarla, pero su juventud y su sinceridad hacían que deseara intentarlo.

Ella también se levantó. Él dio la vuelta a la mesa, pero fue ella la primera en extender la mano. Después del saludo, la muchacha rápidamente dio media vuelta y salió del despacho, dejando a Brunetti con la mortificante sensación de que se había comportado torpemente, pero también con el deseo de averiguar cuál era el recuerdo que había despertado el nombre de Guzzardi.

CAPITULO 6

Cuando la muchacha se fue, Brunetti se acercó el montón de papeles que tenía a su derecha, puso sus iniciales en cada uno de ellos sin molestarse en leer ni una palabra y los pasó al lado izquierdo de la mesa, desde donde seguirían deambulando por la questura. No tenía ningún reparo en despacharlos de ese modo y pensó que quizá fuera una medida inteligente la de llegar a un acuerdo con alguno de los otros comisarios a fin de establecer turnos semanales para la lectura de los informes. Durante un momento, consideró la posibilidad de incluir en el plan a todos los colegas de confianza con objeto de reducir al mínimo esa estúpida pérdida de tiempo, pero desistió, al descubrir cuán pocos serían los nombres que podría poner en la lista: Vianello, la signorina Elettra, Pucetti y Sara Marino, una comisaria nueva.

En un principio, la circunstancia de que Marino fuera siciliana, hizo que la mirara con prevención y, después, la revelación de que su padre, juez, había sido asesinado por la Mafia, lo indujo a temer que fuera una fanática. Pero la mujer había demostrado honradez y entusiasmo por el trabajo. Además, el que tanto Patta como el teniente Scarpa la mirasen con antipatía era también un punto a su favor. Aparte de estas cuatro personas -y si el nombre de Sara estaba en la lista era porque el instinto le decía que era una persona honrada-, no había en la questura nadie en quien Brunetti pudiera tener confianza ciega. Antes que poner su seguridad en manos de sus colegas, todos los cuales habían jurado defender la ley, confiaría su vida, carrera y fortuna en las de alguien como Marco Erizzo, el hombre al que acababa de aconsejar que cometiera un delito.

Brunetti decidió no perder más tiempo allí sentado haciendo listas estúpidas. Sería preferible ir a ver a su suegro, otro hombre en el que había llegado a confiar, aunque aquélla era una confianza que no dejaba de producirle cierta intranquilidad. A veces, Brunetti veía en el conde Orazio Falier a una especie de oráculo, porque estaba seguro de que la miríada de relaciones que el conde había formado a lo largo de su vida había de permitirle dar respuesta a cualquier pregunta que Brunetti pudiera hacer sobre los habitantes y los entresijos de la ciudad. El conde había contado a Brunetti secretos acerca de los grandes de este mundo que ponían en tela de juicio tal grandeza. Pero nunca le revelaba sus fuentes, lo que no impedía a Brunetti creer implícitamente todo lo que decía el conde.

Llamó a su suegro al despacho y le preguntó si podía ir a verlo. El conde respondió que, como tenía una cita para almorzar e inmediatamente después salía de la ciudad, lo mejor sería que Brunetti fuera enseguida a campo San Barnaba, donde podrían hablar de lo que Brunetti deseara saber, sin que nadie los estorbara. Al colgar el teléfono, Brunetti descubrió que la intuición del conde lo ponía nervioso. Había dado por descontado que el deseo de Brunetti de hablar con él no tenía otro motivo que el de obtener información, aunque la alusión estaba hecha con tanta naturalidad que, en rigor, Brunetti no podía sentirse ofendido.

Tras dejar una nota en la puerta que decía que había salido a interrogar a una persona y que regresaría después del almuerzo, Brunetti se marchó. El día estaba más gris y más frío, por lo que decidió tomar el vaporetto en lugar de ir andando. El Uno, procedente de San Zaccaria, venía cargado de turistas, un grupo inmenso, rodeado por una muralla de equipajes, seguramente, camino de la estación del tren o de piazzale Roma y el aeropuerto. Brunetti subió a bordo y fue hacia las puertas de la cabina, pero le cerró el paso una mochila enorme, colgada de los hombros de una mujer más enorme todavía. Le parecía que, durante los últimos años, los turistas norteamericanos habían duplicado su tamaño. Grandes siempre lo habían sido, pero antes eran grandes como los escandinavos: altos y musculosos, mientras que ahora, además de grandes, eran pesados y fofos, conglomerados de miembros rollizos que le daban la impresión de que, si los tocaba, le dejarían la mano pringosa.

Aunque él sabía que la fisiología humana no cambia sino al ritmo de las glaciaciones, sospechaba que debían de haberse producido profundas transformaciones en las condiciones esenciales para el mantenimiento de la vida humana: aquella gente parecía no poder sobrevivir sin una frecuente absorción de agua o de bebidas carbónicas, pues todos asían su botella de litro y medio como si fuera un salvavidas.

Brunetti, reincidente, desplegó el Gazzettino, fue a la segunda sección y estuvo deleitándose con sus muchas perlas hasta que el vaporetto paró en Ca' Rezzonico.

Al llegar al final de la larga y estrecha calle, torció a la derecha por delante de la iglesia y se metió por un callejón que lo condujo hasta el enorme portone del palazzo Falier. Llamó al timbre y se acercó al lado derecho del portal, situándose delante del micrófono para anunciarse, pero la puerta se abrió casi al instante, accionada por Luciana, la más antigua de los servidores del palazzo que, por méritos de devoción y veteranía, había llegado a ser como una prolongación de la familia.

– Ah, dottor Guido -dijo la mujer sonriendo y poniéndole la mano en el brazo para hacerlo entrar, expresando, con ese ademán instintivo, alegría de verlo, interés por su salud y vivo afecto-. ¿Y Paola? ¿Y los niños?

Brunetti recordó entonces que, para esa mujer menuda, sus hijos habían sido «los chiquitines» hasta hacía sólo un par de años, cuando ellos le sacaban ya toda la cabeza.

– Todos están bien, Luciana, y esperando la miel de este año. -El hijo de Luciana tenía una granja cerca de Bolzano y todos los años, en Navidad, ella obsequiaba a la familia con cuatro tarros de un kilo, de las distintas variedades de miel que él producía.

– ¿Ya se ha terminado? -preguntó ella rápidamente con inquietud en la voz-. ¿Quieren un poco más?

Si le decía que sí, él ya la veía tomando el primer tren de la mañana siguiente, camino de Bolzano.

– No, Luciana, aún no hemos abierto la de acacia. Y de castaño queda la mitad. Nos alcanzará hasta Navidad. Eso, suponiendo que Chiara no la encuentre.