Poirot colocó cuidadosamente en fila todos aquellos objetos y se quedó contemplándolos.
—¿Qué consecuencias sacar de esta colección? —murmuró—. C’est fantastique!
Cogió luego el alfiler y su mirada pareció hacerse más viva y penetrante.
—Pour l’amour de Dieu! —exclamó—. ¿Es posible?
Se levantó de donde se había arrodillado junto a la parrilla. Paseó lentamente la mirada por la habitación y esta vez apareció una expresión completamente nueva en su rostro, una expresión grave, casi dura.
A la izquierda de la chimenea había un estante con unas hileras de libros. Hércules Poirot leyó los títulos, pensativo.
Una Biblia, un manoseado ejemplar de las obras de Shakespeare. «El casamiento de William Ashe», por mistress Humphry Ward. «La madrastra joven», por Charlotte Yonge. «Asesinato en la catedral», por Eliot. «Saint Joan», de Bernard Shaw. «El viento se lo llevó», de Margaret Mitchell. «El patio en llamas», por Dickson Carr.
Poirot eligió dos libros: «La madrastra joven» y «William Ashe», y examinó el borroso sello estampado en la portada. Iba ya a volverlos a su sitio, cuando tropezó su mirada con un libro colocado forzadamente detrás de los otros. Era un pequeño volumen encuadernado lujosamente en piel color castaña.
Lo sacó y lo abrió.
—Tenía yo razón —murmuró lentamente mientras lo examinaba—. Tenía yo razón. Pero en cuanto a lo demás... ¿será posible? No, no es posible... a menos que...
Quedó perplejo, acariciándose el bigote mientras su imaginación repasaba el problema.
Y volvió a repetir lentamente:
—A menos que...
2
El coronel Weston se asomó a la puerta.
—Hola, Poirot, ¿pero todavía aquí?
—Ya voy, ya voy —contestó el detective.
Salió apresuradamente al pasillo.
La habitación inmediata a la de Linda era la de los Redfern.
Poirot la recorrió, observando automáticamente las huellas de dos individualidades diferentes: una pulcritud y delicadeza, que asoció con Cristina, y un pintoresco desorden, que era la característica de Patrick. Aparte de aquellos indicios delatores de la personalidad, la habitación no le interesó.
Seguía a continuación la habitación de Rosamund Darnley, y en ella se detuvo unos momentos gozando el vivo placer de observar la personalidad de su dueña.
Observó los libros colocados sobre la mesa junto a la cama y la refinada sencillez de los adminículos esparcidos por el tocador. Y allí percibió su olfato el elegante perfume usado por Rosamund Darnley.
A continuación de la habitación de Rosamund Darnley, en el extremo Norte del pasillo, se abría una puerta vidriera desde la que una escalera exterior conducía a las rocas de abajo.
—Por aquí baja la gente a bailarse antes de desayunar —explicó Weston.
La mirada de Hércules Poirot mostró repentino interés. El detective se asomó al balcón y miró hacia abajo.
Un sendero cortaba en zigzag las locas hasta llegar al mar. Había también otro que rodeaba el hotel hacia la izquierda.
—Se puede bajar por estas escaleras —dijo Poirot—, rodear el hotel por la izquierda y salir al camino principal que arranca de la calzada.
—Y también se puede atravesar la isla por la derecha sin necesidad de cruzar por delante del hotel —añadió Weston—. Pero así y todo, le verían a uno desde una ventana.
—¿Desde qué ventana?
—Dos de los cuartos de baño tienen vistas hacia esa parte, así como las salas de tertulia de la planta baja y el salón de billar.
—Cierto —dijo Poirot—, pero los primeros tienen cristales deslustrados, y no se pone uno a jugar al billar en una hermosa mañana de sol.
—Exacto —convino Weston—. Pero, contando con ello, ése fue el camino que tomó él.
—¿Se refiere usted al capitán Marshall?
—Sí. Todos los indicios apuntan hacia él. Por otra parte, su conducta no puede ser más sospechosa y desdichada.
—Es posible —dijo Poirot—, pelo las rarezas de un hombre no bastan para convertirle en asesino.
—Entonces ¿cree usted que debemos descartarle? —inquirió Weston.
—No me atrevería a decir tanto —contestó Poirot.
—Veremos lo que Colgate ha averiguado de la coartada de la máquina de escribir —dijo Weston—. Entretanto, la camarera de este piso nos está esperando para ser interrogada. Su declaración puede aclararnos muchas cosas.
La camarera era una mujer de treinta años, vivaracha e inteligente. Sus respuestas fueron claras y terminantes.
El capitán Marshall había subido a su habitación no mucho después de las diez y media. Ella estaba entonces terminando de arreglar el cuarto. Él le pidió que terminase lo antes posible. La camarera no le había visto volver, pero había oído poco después el ruido de su máquina de escribir. Serían entonces las once y cinco aproximadamente. Ella se encontraba en aquel momento en la habitación de los señores Redfern. Cuando terminó de arreglarla, se trasladó a la de miss Darnley, situada al final del pasillo. Desde allí no podía oír la máquina de escribir. Fue a la habitación de miss Darnley poco después de las once. Recordaba haber oído la campana de la iglesia de Leathercombe dar la hora al entrar. A las once y cuarto había bajado a tomar un piscolabis. Después había ido a arreglar las habitaciones de la otra ala del hotel. A una pregunta del coronel Weston, la camarera explicó que había hecho las habitaciones de aquel pasillo en el orden siguiente:
La de miss Linda Marshall, los dos cual tos de baño públicos, la habitación de mistress Marshall y su cuarto de baño privado, y la del capitán Marshall La habitación de los señores Redfern con su cuarto de baño y la de miss Darnley, también con su cuarto de baño. En cuanto a las habitaciones del capitán Marshall y de miss Marshall carecían de cuarto de baño privado.
Durante el tiempo que permaneció en la habitación de miss Darnley no había oído pasar a nadie por delante de la puerta o visto salir por la escalera exterior a las locas, pero era muy probable que no lo hubiera oído de haber salido alguien silenciosamente.
Weston orientó luego sus preguntas hacia el tema de mistress Marshall. No, la señora Marshall no se levantaba temprano por lo general. Ella, la camarera Gladys Narracott, se había sorprendido al encontrar la puerta abierta y que mistress Marshall había bajado poco después de las diez. Aquello era algo completamente desacostumbrado.
—¿Desayunaba mistress Marshall siempre en la cama?
—Oh, sí, señor, siempre. Pero desayunaba muy poco. Solamente té y jugo de naranja y una tostada. Esto lo hacen muchas señoras para adelgazar.
No; no había notado nada desacostumbrado en mistress Marshall aquella mañana. Tenía el humor de costumbre.
—¿Que opinión tenía usted de mistress Marshall, mademoiselle? —preguntó Poirot.
—Eso no está bien que yo lo diga, señor —se excusó Gladys Narracott.
—Por el contrario, estará muy bien —replicó Poirot—. Estamos ansiosos, muy ansiosos de escuchar su opinión, que será muy valiosa para nosotros.
Gladys dirigió una temerosa mirada al coronel, quien se esforzaba por poner gesto de aprobación, aunque realmente se sentía ligeramente desconcertado por los extraños métodos de su colega extranjero.