Por primera vez abandonó Gladys Narracott su animosa serenidad. Sus dedos no hacían más que alisar la punta de su delantal.
—Verá usted —empezó diciendo—; a mí mistress Marshall no me parecía del todo una señora. Quiero decir que recordaba más a una actriz.
—Como que lo era —dijo el coronel Weston.
—Sí, señor; eso es lo que iba a decir. Era una señora que lo hacia todo como le venía en gana. No se molestaba en ser cortés si no se sentía con humor para serlo. Tan pronto era toda sonrisas y arrumacos como la trataba a una con la mayor grosería, sólo porque no había acudido en seguida a la llamada del timbre o no le había devuelto su ropa blanca. Ninguna de nosotras la queríamos. Pero sus vestidos eran bonitos y ella una mujer muy guapa, y era natural que se la admirase.
—Siento tener que dirigir a usted la pregunta que le voy a hacer —intervino el coronel—, pero es algo de vital importancia. ¿Puede usted decirme cómo se llevaba con su marido?
Gladys Narracott titubeó un momento.
—¿Es que sospecha usted de él? —preguntó.
—¿Qué le parecería a usted si sospechásemos? —preguntó a su vez Poirot.
—Oh, no quiero ni pensarlo. El capitán Marshall es todo un caballero y no pudo hacer eso.
—Pero usted no está muy segura... lo noto en su voz.
—¡Lee una tantas cosas en los periódicos! —exclamó Gladys—. Los celos son mala cosa. Además, todo el mundo habla de lo mismo... ¡de ella y de mister Redfern! ¡Lástima de señora! Mister Redfern también es un perfecto caballero, pero parece ser que los hombres pierden la cabeza con mujeres como mistress Marshall, tan bella y elegante... Yo no sé si el capitán Marshall llegaría a enterarse.
—Y si se enteró, ¿qué? —preguntó vivamente el coronel Weston.
—A veces llegué a pensar que mistress Marshall tenía miedo de que su marido se enterase.
—¿Qué le hacía a usted pensarlo?
—No era nada concreto, señor. Era solamente que a veces me parecía que le tenía miedo. Él es un caballero muy tranquilo... pero nunca se sabe lo que una persona lleva dentro.
—Hasta ahora no nos ha dicho usted nada concreto —dijo Weston—. ¿No escuchó usted nunca alguna conversación entre los dos?
Gladys Narracott negó con un lento movimiento de cabeza.
Weston lanzó un suspiro de resignación.
—Hablemos, entonces, de las cartas recibidas por mistress Marshall esta mañana. —dijo—. ¿Puede usted decirnos algo de ellas?
—Hubo seis o siete, señor. No puedo decirlo exactamente.
—¿Se las llevó usted a la señora?
—Sí, señor. Las recogí en el despacho, como de costumbre, y las puse en la bandeja del desayuno.
—¿Recuerda usted algo de su aspecto?
—Eran cartas de aspecto corriente. Algunas me parecieron facturas y circulares, porque la señora las rompió y echó los pedazos en la bandeja.
—¿Qué fue de ellos?
—Fueron a parar al cajón de la basura, señor. Un policía los está examinando ahora.
—¿Y el contenido del cesto de los papeles?
—Estará también en el cajón de la basura.
—Muy bien; nada más por ahora —dijo Weston, lanzando una interrogadora mirada a Poirot.
Poirot se inclinó hacia delante y formuló una última pregunta:
—Cuando arregló la habitación de miss Linda esta mañana, ¿limpió usted la chimenea?
—No tenía nada que limpiar, señor. No se había encendido fuego en ella.
—¿Y no había nada en el hogar?
—Nada absolutamente.
—¿A qué hora arregló usted la habitación?
—A las nueve y cuarto, cuando la señorita bajó a desayunar.
—¿Sabe usted si después de desayunar volvió a subir a su habitación?
—Sí, señor; subió a las diez menos cuarto.
—¿Se quedó en la habitación?
—No, señor. Salió, algo apresuradamente, poco antes de las diez y media.
—¿Usted no volvió a entrar en su habitación?
—No, señor. Había terminado con ella.
—Hay otra cosa que necesito saber —dijo Poirot—. ¿Qué personas se bañaron antes de desayunar esta mañana?
—No puedo saber lo que hicieron las que habitan en la otra ala o en el piso de arriba. Sólo estoy enterada de las que se alojan en éste.
—Es precisamente lo que me interesa saber.
—Pues me parece que el capitán Marshall y mister Redfern fueron los únicos que se bañaron esta mañana. Siempre bajan temprano a darse un chapuzón.
—¿Los vio usted?
—No, señor; pero sus ropas de baño estaban puestas a secar en la barandilla del balcón, como de costumbre.
—¿Miss Linda Marshall no se bañó esta mañana?
—No, señor. Su ropa de baño estaba seca.
—Es todo lo que quería saber —dijo Poirot.
—Pero la señorita se baña casi todas las mañanas —añadió espontáneamente Gladys Narracott.
—¿Y los otros tres, miss Darnley, mistress Redfern y mistress Marshall?
—La señora Marshall nunca se bañaba tan temprano, señor. Miss Darnley lo hizo una o dos veces. Mistress Redfern no se baña con frecuencia antes de desayunar... solamente cuando hace mucho calor, pero no se bañó esta mañana.
—¿Ha observado usted si falta un frasco de alguna de las habitaciones que limpió usted? —preguntó de pronto Poirot.
—¿Un frasco, señor? ¿Qué clase de frasco?
—Desgraciadamente, no lo sé. Pero, ¿lo ha notado usted... o lo hubiese notado si hubiese desaparecido alguno de ellos?
—Tratándose de la habitación de mistress Marshall, eso no sería posible, ¡Tiene tantos la señora!
—¿Y las otras habitaciones?
—De miss Darnley tampoco estoy segura. Tiene muchas cremas y lociones. En las otras habitaciones ya es más fácil notar la falta de algún frasco.
—¿Pero usted no los echó de menos realmente?
—No, porque no puse cuidado.
—Quizá sería otra cosa si lo mirase usted ahora, ¿verdad?
—Ciertamente, señor.
La camarera abandonó la habitación. Weston miró interrogadoramente a Poirot.
—¿A qué viene todo esto? —le preguntó.
—¡Es mi metódica imaginación que se preocupa de bagatelas! —contestó Poirot—. Miss Brewster estuvo esta mañana bañándose junto a las rocas antes de desayunar y dice que le arrojaron desde arriba un frasco que casi le dio. Y bien; quiero saber quién arrojó ese frasco y por qué.
—Mi querido amigo, cualquiera pudo arrojar ese frasco sin propósito alguno.
—No lo crea. Para empezar, sólo pudo ser arrojado desde una ventana de la parte Este del hotel, es decir, desde una de las ventanas de las habitaciones que acabamos de examinar. Y ahora pregunto yo: si usted tiene un frasco vacío en su tocador o en su cuarto de baño, ¿qué haría con él? Yo contestaría que arrojarlo al cesto de los papeles. ¡No se toma uno la molestia de salir al balcón para lanzarlo al mar! En primer lugar, se corre el riesgo de dar a alguien, y en segundo, seria tomarse demasiado trabajo. No; sólo se hace eso cuando se quiere que alguien no vea ese frasco particular.
Weston se le quedó mirando de hito en hito.
—Ya sé —dijo— que el inspector jefe Japp, a quien conocí no hace mucho tiempo, acostumbra a decir que tiene usted una imaginación tortuosa. ¿No me irá usted a decir ahora que Arlena Marshall no fue estrangulada, sino envenenada con un frasco misterioso que contenía una droga misteriosa?
—No; no creo que hubiese veneno en aquella botella.
—¿Qué había entonces?
—Lo ignoro. Eso es precisamente lo que me interesa.