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—El tercer ángulo —dijo el coronel Weston gruñendo.

Habían regresado al hotel.

El coronel Weston prosiguió:

—Si por casualidad se tratase de un estupefaciente, se nos abren varias posibilidades. La primera de todas es que la mujer muerta pudo estar en inteligencia con los mismos contrabandistas. ¿Le parece probable?

—Es posible —contestó Poirot.

—Quizá fue ella misma una morfinómana.

Poirot hizo un gesto negativo.

—Lo dudo —dijo—. Aquella mujer tenía los nervios muy firmes, salud radiante y no se observaban huellas de inyecciones hipodérmicas (aunque esto no indicaría nada, pues hay gente que aspira la droga). No, no creo que fuese morfinómana.

—En ese caso —repuso Weston— pudo verse complicada en el asunto accidentalmente, y la redujeron al silencio los que llevaban el negocio. Pronto sabremos de qué droga se trata. La he enviado a Neasdon. Si se comprueba que es morfina, los que trafican con ella no son gente que se detenga ante nada..

Se interrumpió al ver que se abría la puerta para dar paso a mister Horace Blatt.

Mister Blatt parecía muy excitado. Se limpió el sudor de la frente con un pañuelo. Su voz poderosa llenó la pequeña habitación.

—¡Acabo de regresar y me entero de la noticia! ¿Es usted el jefe de Policía? Me dijeron que estaba usted aquí. Mi nombre es Blatt... Horace Blatt. ¿Puedo ayudarle en algo? No lo creo. He estado en mi bote desde esta mañana temprano. Me he perdido un gran espectáculo. ¡El único día que ocurre aquí algo, se me antoja marcharme! Así es la vida, ¿no es cierto? Hola, Poirot, no le había visto. ¿También está usted metido en esto? ¡Oh, es muy natural! Sherlock Holmes ayuda a la policía local, ¿no es eso? ¡Ja, ja! Me divertirá verle a usted trabajar como sabueso.

Mister Blatt echó el ancla en un sillón, sacó una pitillera y la ofreció al coronel Weston, quien la rechazó con un movimiento de cabeza.

—Soy un inveterado fumador de pipa —dijo con ligera sonrisa.

—Lo mismo que yo. Fumo cigarrillos también... pero no hay nada como una pipa.

—Pues enciéndala —le animó el coronel con repentina jovialidad.

—No llevo la pipa en este momento —dijo Blatt—. Las noticias me han trastornado un poco. Me he enterado de que mistress Marshall fue encontrada asesinada en una de estas playas.

—En la Ensenada del Duende —aclaró Weston, observándole atentamente.

Pero mister Blatt se limitó a preguntar con cierta excitación:

—¿Y la estrangularon?

—Sí, mister Blatt.

—Mal asunto. ¿Y tienen ustedes idea de quién la asesinó, si es que puedo preguntarlo?

—Permita que le recuerde que somos nosotros los que hemos de hacer preguntas —dijo Weston, sonriendo levemente.

—Lo siento, perdone mi equivocación. Prosiga.

—Dice usted que salió al mar esta mañana. ¿A qué hora?

—Salí de aquí a las diez menos cuarto.

—¿Iba alguien con usted?

—Nadie. Amo a veces la soledad.

—¿Y adonde fue usted?

—A lo largo de la costa, en dirección a Plymouth. Me llevé la merienda. No sopló mucho viento y realmente no me alejé mucho.

—Hablemos de los Marshall —dijo Weston, después de dos o tres preguntas más—. ¿Sabe usted algo que pueda ayudarnos?

—Le voy a dar a usted mi opinión. Crime passionnel! Todo lo que puedo decirle es que no fui yo. La rubia Arlena estaba de más para mí. Nada hay de nuevo por ese lado. Ella tenía ya su muchacho de ojos azules. Y lo malo era que Marshall se iba ya enterando.

—¿Tiene usted pruebas de eso?

—Le vi una o dos veces lanzar una mirada atravesada al joven Redfern. Raro individuo ese Marshall. Parece cachazudo y como si estuviera siempre medio dormido... pero no tiene esa reputación en la City. He oído una o dos cosas de él. Cierta vez casi le procesaron por agresión. Un individuo, en quien Marshall había confiado, le hizo una mala jugada..., un asunto muy sucio, según creo; y Marshall fue a buscarle, y medio lo mató. El individuo no le denunció, temeroso de lo que pudiera sucederle, pero la gente se enteró del asunto. Le doy a usted este interesante detalle por lo que valga.

—¿Así es que cree usted posible que el capitán Marshall estrangulase a su mujer? —preguntó Poirot.

—Nada de eso. Nunca dije tal cosa. He querido indicarles que se trata de un individuo que en ocasiones puede abandonar su flema.

Mister Blatt —dijo Poirot—, hay razones para creer que la señora Marshall fue esta mañana a la Ensenada del Duende a reunirse con alguien. ¿Tiene usted idea de quién pueda ser?

Mister Blatt guiñó un ojo. El gesto era bien malicioso.

—No es una suposición. Es una certidumbre. ¡Redfern!

—No era mister Redfern.

—Entonces, no sé... —dijo Blatt titubeando—. No puedo imaginármelo.

Hizo una pausa y prosiguió, recobrando un poco el aplomo perdido:

—Como dije antes, ¡no fui yo! ¡No tuve tal suerte! Déjenme reflexionar. Gardener no pudo ser; su mujer no le quita el ojo de encima. ¿Y ese viejo asno de Barry? ¡Quiá! El párroco tampoco es probable. Aunque no lo querrán ustedes creer, pero he visto a su reverencia observándola sin pestañear. Mucha santa indignación, pero procuraba no perder detalle. Estos pastores de secta son un hatajo de hipócritas. ¿No le parece?

—¿No se le ocurre nada más que pueda ayudarnos? —preguntó Weston fríamente.

—No. No se me ocurre nada —contestó Blatt, y añadió tras una pausa—: Este asunto va a armar un poco de ruido, La Prensa se lanzará sobre él como chicos sobre pasteles calientes. El Jolly Roger no tendrá en lo futuro esa fama de remanso de paz... y de aburrimiento.

—¿No se ha divertido usted aquí? —preguntó Hércules Poirot con ironía.

El colorado rostro de mister Blatt enrojeció un poco más.

—No, no me he divertido —declaró—. El panorama, el servicio y los alimentos no tienen tacha... pero el lugar carece de emociones. ¡Ya saben lo que quiero decir! Mi dinero es tan bueno como el de cualquiera. Todos hemos venido a divertirnos. ¿Por qué no reunimos y tratar de pasarlo lo mejor posible? La gente se siente diseminada, y se limita a decir «buenos días», «buenas tardes». «Sí, hace un tiempo muy hermoso». ¡No hay alegría de vivir! ¡Todos son unas momias!

Mister Blatt se pasó el pañuelo por la frente una vez más y añadió en tono de disculpa:

—No me hagan ustedes caso. Estoy excitado.

3

—¿Qué pensar de mister Blatt? —murmuró Hércules Poirot.

—Eso digo yo —repuso el coronel Weston—. ¿Qué piensa usted de él? Usted le ha tratado más que yo.

—En su idioma inglés hay muchas frases que le describen. ¡Diamante en bruto! ¡Autodidacta! ¡Arribista! Según se le mire, es un hombre patético, ridículo, vocinglero. Todo es cuestión de opinión. Pero yo creo también que es algo más.

—¿Qué más?

Hércules Poirot levantó la mirada hacia el techo y murmuró:

—¡Creo que es... nervioso!

4

—He cronometrado aquellas distancias —informó el inspector Colgate—. Desde el hotel hasta el pie de la escalerilla de la Ensenada del Duende, tres minutos. Para ello hay que andar hasta perderse de vista el hotel y luego echar a correr como un endemoniado.

—Es menos tiempo del que yo pensé —dijo Weston, levantando las cejas.

—Desde el pie de la escalerilla hasta la playa, un minuto y tres cuartos. Subida, dos minutos. Esto, según Flint, que tiene algo de atleta. Caminando y tomando la escalerilla de un modo normal, se emplea cerca de un cuarto de hora.