—¿Y la cuestión de la pipa? —preguntó Weston.
—Fuman en pipa Blatt, Marshall y el clérigo —informó Colgate—. Redfern fuma cigarrillos, y el americano prefiere el cigarro. El mayor Barry no fuma en absoluto. Hay una pipa en la habitación de Marshall, dos en la de Blatt y una en la del pastor. La camarera dice que Marshall tiene dos pipas. La otra camarera no es muchacha muy despabilada. No sabe cuántas pipas tienen los otros dos. Dice vagamente que ha visto dos o tres en sus habitaciones.
—¿Algo más? —inquirió Weston.
—He investigado los antecedentes del personal del hotel. Todos parecen excelentes. Henry, el del bar, confirma la declaración de Marshall de que le vio a las once menos diez. William, el guarda de la playa, pasó la mayor parte de la mañana reparando la escalerilla de las rocas. George marcó la pista de tenis y luego preparó algunas plantas para el comedor. Ninguno de ellos vio a nadie que cruzase por la calzada hacia la isla.
—¿Cuándo quedó descubierta la calzada por la marea?
—A eso de las nueve y media, señor.
Weston comunicó a su. subordinad—» el hallazgo de la caja de emparedados en la cueva.
5
Se oyó un golpe en la puerta.
—Entre —dijo Weston.
Era el capitán Marshall.
—¿Puede usted decirme qué preparativos puedo hacer para el funeral? —preguntó.
—Creo que podremos celebrar la información judicial pasado mañana, capitán.
—Muchas gracias.
—Permítame que le devuelva esto —intervino el inspector Colgate, entregando a Marshall las tres cartas.
Kenneth Marshall sonrió sardónicamente.
—¿Ha estado comprobando el departamento de policía la velocidad de mi escritura? —preguntó—. Espero que mi testimonio habrá quedado justificado.
—Sí, capitán Marshall —dijo Weston amablemente—, creo que podemos darle a usted un certificado de sanidad. Se emplea una buena hora en escribir a máquina esas hojas. Además, la camarera le oyó a usted teclear hasta las doce menos cinco y otro testigo le vio a usted a las once y veinte.
—¿De veras? ¡Todo eso parece muy satisfactorio! ¡Me alegro!
—Sí. Miss Darnley se asomó a su habitación a las once y veinte. Usted estaba tan abstraído escribiendo, que no se dio cuenta de su presencia.
El rostro de Kenneth Marshall adoptó una expresión impasible.
—¿Dice eso miss Darnley? —preguntó—. Pues en realidad se equivoca. La vi, aunque ella quizá no se enterase. La vi por el espejo.
—¿Pero no interrumpió usted la escritura? —inquirió Poirot.
—No. Necesitaba terminar —contestó lacónicamente el capitán Marshall.
Guardó silencio unos momentos y preguntó bruscamente:
—Bien, ¿puedo servirles en algo más?
—No, gracias, capitán Marshall.
Kenneth se inclinó y abandonó la habitación.
—Se nos escapó nuestro mejor «sospechoso» —dijo Weston con un suspiro—. De ahora en adelante habrá que prescindir por completo de Marshall. ¡Caramba, aquí tenemos a Neasdon!
Entró el doctor. Parecía bastante emocionado.
—¡Bonitos polvos me envió usted para examinar! —exclamó.
—¿De qué se trata?
—¿De qué se trata? De hidrocloruro de diamorfina, llamado vulgarmente heroína.
El inspector Colgate lanzó un silbido de asombro.
—¡Ahora sí que vamos a alguna parte! —exclamó—. No sé por qué me parece que el hallazgo de esta droga constituye el fondo de todo este asunto.
Capítulo X
1
La pequeña multitud desalojó el edificio del Tribunal. La breve indagatoria había sido aplazada por quince días.
Rosamund Darnley se reunió con el capitán Marshall.
—Parece que no ha ido del todo mal, ¿eh, Kenn? —preguntó en voz baja.
El no contestó de momento. Quizá se daba cuenta de las miradas de los aldeanos fijas en él, de los dedos que casi le apuntaban como diciendo: «Ese, ése es». «¡El marido!» «Mira, allá va».
Los murmullos no eran lo suficientemente altos para llegar a su oído, pero no por eso dejaba de adivinar su significado. Aquélla era la comidilla del día. Los periodistas estaban presentes a escribir aquel «No tengo nada que decir» que se había repetido tantas veces durante la vista. Aun los cortos monosílabos pronunciados con la esperanza de que no pudieran interpretarse mal, habían reaparecido en los periódicos de la mañana en una forma completamente diferente. «Preguntado si estaba de acuerdo con que el misterio de la muerte de su esposa podía solamente explicarse en el supuesto de que un maniático homicida hubiese penetrado en la isla, el capitán Marshall declaró que...» y así por el estilo.
Las cámaras fotográficas habían funcionado incesantemente. Aun le pareció oír uno de sus chasquidos. Se volvió rápidamente, un joven fotógrafo le sonrió jovial, cumplido ya su propósito.
—El capitán Marshall y una amiga abandonando el edificio de la Audiencia después de la indagatoria —murmuró Rosamund.
Marshall hizo un gesto de mal humor.
—¡No te enfades, Kenn! —dijo ella—. Tienes que sufrirlo. ¡Y mucho más! Miradas curiosas, lenguas murmuradoras, fatuas entrevistas en los periódicos ¡Lo mejor es echarlo todo a broma! Fija una sardónica sonrisa en tus labios y procura salir así en todos esos imbéciles clisés.
—¿Lo harías tú así? —preguntó él.
—Sí —contestó ella—. Ya sé que tú no. A ti te gustaría perderte, esfumarte en el fondo del cuadro. Pero aquí no puedes hacer eso. Aquí no hay fondo donde esfumarse. Aquí destacarás como un tigre descuartizado sobre un paño blanco. ¡Eres el marido de la mujer asesinada!
—¡Por amor de Dios, Rosamund!
—¡Querido, sólo trato de animarte!
Dieron unos pasos en silencio. Luego Marshall dijo con voz acariciadora:
—Eres muy bondadosa para mí. No soy realmente ingrato, Rosamund.
Habían traspuesto los limites del pueblo. Les seguían unos ojos, pero no había nadie a la lista. La voz de Rosamund Darnley descendió de tono para repetir como una variante de su primera observación:
—La cosa no marchó del todo mal, ¿verdad?
—No lo sé —contestó él tías un momento de embarazoso silencio.
—¿Qué piensa la policía?
Por ahora se muestra muy poco comunicativa.
—Ese hombrecillo Poirot ¿se toma realmente un interés activo?
—El otro día me pareció que tenía en el bolsillo al jefe de policía —contestó Marshall.
—Lo sé... ¿Pero está haciendo algo?
—¿Cómo quieres que yo lo sepa, Rosamund?
Llegaron a la calzada. Frente a ellos, serena bajo el sol, se levantaba la isla.
—A veces todo me parece irreal —dijo de pronto Rosamund—. En este momento no puedo creer que haya sucedido...
—Creo comprenderte —dijo lentamente Marshall—. Nuestros sentidos nos engañan a veces. Imagínatelo así y no te preocupes más.
—Sí —murmuró Rosamund—, será mejor tomarlo de ese modo.
Él lanzó una rápida mirada. Luego repitió en voz baja:
—No te preocupes, querida. Todo marcha bien. Todo marcha bien.
2
Linda bajó al camino, a su encuentro. La joven se movía con la espasmódica inseguridad de un potrillo nervioso. Su joven rostro aparecía desfigurado por las profundas sombras que rodeaban sus ojos. Sus labios estaban secos y agrietados.
—¿Qué sucedió?... ¿Qué dijeron? —preguntó casi sin aliento.
—La investigación se ha aplazado por quince días —contestó el padre.
—¿Eso significa que... que no han decidido nada?
—Sí. Se necesitan más pruebas.
—Pero... pero, ¿qué piensan ellos?