—Sí. ¿Pero qué pretende usted, mister Poirot? ¿A qué viene todo esto?
Por toda contestación Poirot sacó un pequeño volumen encuadernado en cuero color castaño.
—¿Ha visto usted esto alguna vez? —preguntó.
—Pues... no estoy segura... ¡Ah, sí! Linda lo estaba examinando el otro día en la librería del pueblo. Pero lo cerró y lo volvió rápidamente al estante cuando me aproximé. Ello me hizo preguntarme de qué se trataba.
Poirot mostró silenciosamente el título:
«Historia de brujerías y sortilegios y breve tratado de preparación de venenos que no dejan rastro.»
—No comprendo —dijo Cristina—. ¿Qué significa este título tan extraño?
—Puede significar muchísimo, madame —contestó gravemente Poirot.
Ella le miró interrogadora, pero él no dio más explicación. En su lugar dijo:
—Una pregunta más, madame. ¿Tomó usted aquella mañana un baño antes de salir a jugar al tenis?
—¿Un baño? —repitió Cristina, extrañada—. No. No habría tenido tiempo y, de todos modos, no habría tomado un baño antes de jugar al tenis... lo habría tomado después.
—¿Utilizó usted su cuarto de baño cuando volvió?
—Me pasé una esponja por la cara y las manos; eso fue lo que hice.
—¿No abrió usted los grifos del baño?
—No; estoy segura de que no los abrí.
—Muy bien. Carece de importancia el detalle —terminó diciendo Poirot.
4
Hércules Poirot se aproximó a la mesa donde mistress Gardener luchaba con un rompecabezas. Ella levantó la mirada y se sobresaltó.
—¡Caramba, mister Poirot, qué silenciosamente se ha acercado usted! No le oí en absoluto. ¿Acaba usted de regresar de la investigación? Cada vez que me acuerdo de ese asunto me pongo nerviosa. No sé qué hacer. Por eso me he puesto a componer este rompecabezas. Sentía que no podría pasar el tiempo en la playa como de costumbre. Mister Gardener sabe muy bien que cuando se me alteran los nervios, no hay nada como uno de estos rompecabezas para calmarme. Por cierto que no sé dónde colocar esta pieza blanca. Debe de formar parte de la alfombrilla de piel, pero no me parece ver...
Poirot le quitó suavemente el trozo de madera de la mano.
—Encaja aquí, madame —dijo—; forma parte del gato.
—No puede ser. Es un gato negro —replicó la dama.
—Un gato negro, sí, pero ya sabe que la punta del rabo de los gatos negros suele ser blanca.
—¡Oh, es cierto! ¡Qué talento tiene usted! Pero yo creo que los que hacen los rompecabezas tienen que poner lo contrario de lo natural para engañarle a uno —mistress Gardener encajó otra pieza y siguió hablando—: Sabrá usted, mister Poirot, que le vengo observando desde hace un par de días. Quería verle trabajar como detective, cosa que me parecería un juego, de no haber una pobre criatura muerta. ¡Oh, Dios mío, cada vez que me acuerdo de ello me dan escalofríos! Esta mañana le dije a mister Gardener que deseaba marcharme cuanto antes de aquí, y ahora que la investigación ha terminado dice que cree que podremos salir mañana, cosa que sería una bendición. Pero volviendo al detectivismo, me gustaría conocer sus métodos... y me sentiría muy honrada si usted me los explicase.
—Es algo parecido a su rompecabezas, madame —dijo Poirot—. No se trata de otra cosa que de ensamblar las piezas Es como un mosaico; muchos colores y diseños, y cada piececita de forma extraña tiene que encajar perfectamente en su debido sitio.
—¡Oh!, ¿no es interesante? ¡Y qué bellamente lo ex plica usted!
—Y a veces —prosiguió Poirot— es como la pieza de que acabamos de hablar. Uno coloca metódicamente las piezas del rompecabezas, eligiendo los colores, pero no puede impedir que una pieza de un color que debiera al parecer encajar en una alfombrilla, encaje en su lugar en la cola de un gato negro.
—¡Oh, es fascinador! ¿Y hay muchas piezas, mister Poirot?
—Sí, madame. Casi todos los de este hotel me han dado una pieza para mi rompecabezas. Usted entre ellos.
—¿Yo?
—Sí; una observación suya, madame, me fue utilísima. Debiera decir que iluminadora.
—¡Oh!, ¿no es encantador? ¿No puede usted decirme algo más, mister Poirot?
—¡Ah, madame!, me reservo las explicaciones para el último capítulo.
—¿No es un fastidio? —murmuró mistress Gardener.
5
Hércules Poirot llamó suavemente a la puerta de la habitación del capitán Marshall. Se oía dentro el ruido de una máquina de escribir.
Un lacónico «entre» llegó a sus oídos, y Poirot entró.
El capitán Marshall estaba vuelto de espaldas. —Escribía con una máquina colocada sobre una mesa entre las ventanas. No volvió la cabeza; pero su mirada se encontró con la de Poirot en el espejo colgado directamente frente a él.
—Bien, mister Poirot, ¿qué desea? —preguntó en tono de mal humor.
—Mil perdones por interrumpirle —dijo Poirot rápidamente—. ¿Está usted ocupado?
—Bastante —contestó el capitán.
—Deseo solamente hacerle una pequeña pregunta —dijo Poirot.
—¡Pardiez! —exclamó Marshall—, estoy cansado de contestar preguntas. Ya he contestado las de la policía. No creo que esté obligado a contestar las de usted.
—La mía es sencillísima —dijo Poirot—. Se trata solamente de esto: la mañana en que murió su esposa, ¿tomó usted un baño después de escribir y antes de ir a jugar al tenis?
—¿Un baño? No, por supuesto que no. Me había bañado a primera hora.
—Muchas gracias Esto es todo —dijo Poirot.
—Pero espere un momento.
Poirot continuó retrocediendo y cerró la puerta tras él.
—¡Este individuo está loco! —murmuró Marshall.
6
Poirot encontró en la misma puerta del bar a mister Gardener. Llevaba dos combinados y se dirigía evidentemente al sitio en que mistress Gardener estaba entretenida con su rompecabezas.
Mister Gardener sonrió a Poirot de la manera más afectuosa.
—¿Quiere usted acompañarnos, mister Poirot?
Poirot hizo un gesto negativo y preguntó:
—¿Qué le pareció la investigación, mister Gardener?
Mister Gardener bajó la voz para contestar:
—Me pareció un poco indecisa. Creo que la policía se guarda algo en la manga.
—Es posible —dijo Hércules Poirot. Mister Gardener bajó la voz todavía más.
—Tengo ganas de llevarme de aquí a mistress Gardener. Es una mujer muy sensible y este asunto le ataca a los nervios. La encuentro muy afectada.
—¿Quiere usted permitirme, mister Gardener, que le haga una pregunta?
—No faltaba más, mister Poirot. Encantado de ayudarle en lo que pueda.
—Usted es un hombre de mundo... un hombre de mucha perspicacia. Dígame con franqueza, ¿qué opinión tenía usted de la difunta mistress Marshall?
Mister Gardener enarcó las cejas, sorprendido. Luego miró cautelosamente en torno y bajó la voz:
—Mire, mister Poirot, he oído unas cuantas cosas que circulan por ahí, especialmente entre las mujeres. —Poirot hizo un gesto de asentimiento—. Pero si quiere usted conocer mi humilde opinión, le diré que aquella mujer me parecía temible.