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Cuando Rosamund Darnley vino a acatarse a su lado, Hércules Poirot no intentó disimular su complacencia.

Como había dicho en diversas ocasiones, admiraba a Rosamund Darnley más que a ninguna de las mujeres que había conocido. Le gustaba su distinción, las graciosas líneas de su figura, el aire altivo de su cabeza. Le encantaban las suaves ondas de sus oscuros cabellos y la delicada ironía de su sonrisa.

Vestía un traje azul marino con adornos blancos. Parecía muy sencillo debido a la costosa severidad de su corte. Rosamund Darnley, con el nombre de «Rose Hond Ltda.», era una de las modistas más conocidas de Londres.

—No acaba de gustarme este lugar —dijo—. Yo no sé por qué he venido aquí.

—¿No había usted estado nunca?

—Sí, hace dos años, por las Pascuas. No había tanta gente entonces.

—Algo la preocupa a usted —dijo Poirot, mirándola atentamente—. ¿No es cierto?

Ella asintió. Se quedó mirando el balanceo de uno de sus pies.

—He encontrado un fantasma —dijo—. Eso es lo que me pasa.

—¿Un fantasma, señorita?

—Sí.

—¿El fantasma de qué... de quién?

—Oh, el fantasma de mí misma.

—¿Fue un fantasma doloroso? —preguntó suavemente Poirot.

—Inesperadamente doloroso. Figúrese que me hizo retroceder muchos años en mi vida —hizo una pausa, distraída. Luego continuó—: Imagínese mi infancia... ¡No, no puede usted! ¡No es usted inglés!

—¿Fue una infancia muy inglesa? —preguntó Poirot.

—¡Oh, increíblemente inglesa! El paisaje: una casona destartalada, caballos, perros, prados bajo la lluvia, fuego en la chimenea, manzanas en el huerto, falta de dinero, telas antiguas, trajes de noche que duraban años y años, un jardín descuidado, con margaritas y amapolas que semejaban grandes banderas en el otoño...

—¿Y usted deseaba retroceder a aquellos tiempos? —preguntó Poirot.

—No se puede retroceder. Eso nunca —contestó la joven. —Pero hubiera deseado recorrer ese camino de un modo muy diferente.

—Me interesa usted —dijo Poirot.

—¿De veras? —rió Rosamund Darnley.

—Cuando yo era joven (y desde entonces, señorita, ha pasado mucho tiempo) estaba de moda un juego titulado: «Si usted no fuese usted, ¿quién querría ser?» Nosotros, los jóvenes, escribíamos las respuestas en los álbumes de las muchachas. Los álbumes tenían cantos dorados y estaban encuadernados en cuero azul. La contestación, señorita, no era realmente muy fácil de encontrar.

—No... supongo que no —dijo Rosamund—. Ahora se correría un gran riesgo. A uno no le gustaría convertirse en Mussolini o en la Princesa Elizabeth. En cuanto a nuestros amigos, sabe uno demasiado de ellos. Recuerdo que en cierta ocasión conocí a un matrimonio encantador. Eran tan corteses y amables uno para el otro y parecían en tan buena inteligencia, después de algunos años de matrimonio, que yo envidiaba a la mujer. Me hubiera cambiado por ella de buena gana. ¡Alguien me dijo, pasado el tiempo, que, en privado, nunca se hablaban desde hacía once años! —se echó a reír—. Eso demuestra que nunca sabe uno a qué atenerse, ¿no es cierto?

—Pues a usted, señorita, tiene que envidiarla mucha gente —dijo Poirot tras una pausa.

—Oh, sí, naturalmente —confesó Rosamund Darnley sin gran entusiasmo. Quedó pensativa, curvados los labios en irónica sonrisa—. ¡Soy realmente el tipo perfecto de la mujer afortunada! Disfruto de la satisfacción del éxito de mis creaciones artísticas (realmente me agrada el dibujo de trajes) y la satisfacción financiera de los negocios fructíferos. Poseo una regular fortuna, tengo una buena figura, un rostro pasadero, y una lengua no demasiado maliciosa. —Hizo una pausa. Se acentuó su sonrisa y continuó—: ¡Claro que... no he conseguido un marido! En eso he fracasado, ¿no es cierto, mister Poirot?

—Señorita —dijo Poirot galantemente—, si no está usted casada es porque ninguno de mi sexo ha tenido la elocuencia suficiente. Es por elección, no por necesidad, por lo que permanece usted soltera.

—Y sin embargo —dijo Rosamund—, estoy segura de que usted cree, como todos los hombres, que ninguna mujer está contenta a menos que se case y tenga hijos.

Poirot se encogió de hombros.

—Casarse y tener hijos es la suerte común de las mujeres. Solamente una mujer entre mil puede crearse un nombre y una posición como usted lo ha hecho.

—¡Y, sin embargo, así y todo, no soy más que una infeliz solterona! —exclamó Rosamund—. Así es como me siento hoy. Yo hubiera sido más feliz con dos peniques al año, un marido muy bruto y un enjambra de mocosos a mi alrededor. ¿No es cierto?

Poirot volvió a encogerse de hombros.

—Puesto que usted lo dice, así será, señorita.

Rosamund se echó a reír, recobrado repentinamente su buen humor. Sacó un cigarrillo y lo encendió.

—No hay duda de que sabe usted cómo hay que tratar a las mujeres, mister Poirot —dijo—. Ahora me siento inclinada a aceptar el punto de vista opuesto y discutir con usted en favor de una profesión para las mujeres. Yo me encuentro maravillosamente bien como estoy ¡y no me arrepiento!

—Entonces, señorita, ¿todo es amable en el jardín... o mejor dicho, en la playa?

—Todo completamente.

Poirot a su vez sacó su pitillera y encendió uno de aquellos delgados cigarrillos que tenía a gala fumar.

Mientras contemplaba las voluntas del humo con burlona mirada, murmuró entre dientes:

—¿Así es que el señor... o mejor dicho el capitán Marshall, es un antiguo amigo suyo, mademoiselle?

Rosamund levantó vivamente la cabeza:

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó—. Oh, supongo que se lo diría Ken.

—No me lo ha dicho nadie. Después de todo, señorita, soy detective y me he limitado a extraer una conclusión obvia.

—No comprendo —dijo Rosamund.

—¡Reflexione y comprenderá usted! —Las manos del hombrecillo se hicieron elocuentes—. Usted lleva aquí una semana. Usted se mostró hasta ahora alegre, vivaracha, sin ningún cuidado. Hoy, de pronto, habla usted de fantasmas y de tiempos pasados. ¿Qué ha sucedido? Hace varios días que no teníamos nuevos huéspedes, hasta anoche, que llegó el capitán Marshall con su esposa y su hija. ¡Hoy el cambio es obvio!

—Bien, es cierto —confesó Rosamund—. Kenneth Marshall y yo fuimos amigos de niños. Los Marshall vivían en la casa inmediata a la nuestra. Ken fue siempre muy bondadoso para mí aunque condescendiente, claro está, puesto que es cuatro años más viejo. Hace mucho tiempo que no sabia de él. Quizá quince años, por lo menos.

—Mucho tiempo, en efecto —dijo Poirot, pensativo. Hubo una pausa y continuó—: Parece hombre simpático.

—¡Oh, ya lo creo! —afirmó Rosamund con entusiasmo. —uno de los hombres más simpáticos que he conocido, pero espantosamente tranquilo y reservado. Yo diría que su único defecto es cierta inclinación a contraer matrimonios desgraciados.

—Ah... —dijo Poirot en tono de gran comprensión.

Rosamund Darnley prosiguió:

—¡Kenneth es un necio un verdadero necio en lo que a las mujeres se refiere! ¿Recuerda usted el caso Martingdale?

Poirot frunció el ceño:

—¿Martingdale? ¿Martingdale? Arsénico, ¿no fue eso?

—Sí. Hace diecisiete o dieciocho años. La mujer fue juzgada por asesinato de su marido.

—¿Y fue absuelta porque se demostró que él era un comedor de arsénico?

—Así fue. Después de la absolución Ken se casó con ella. Así son las tonterías que hace.

—Pero, ¿y si ella era inocente? —murmuró Hercúlea Poirot.

—Oh, no me atrevo a dudar que lo fuese —dijo Rosamund. Darnley impaciente—. ¡Nadie realmente lo sabe! Pero hay en el mundo mujeres de sobra para casarse, sin necesidad de salirse del camino y hacerlo con una procesada por asesinato.

Poirot no dijo nada. Quizá sabía que si guardaba silencio, Rosamund Darnley proseguiría. Así fue: