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Las tinieblas borraron el panorama. Arlena. Uno no podía divertirse con Arlena al lado. ¿Por qué no? Bueno, Linda, no podía. No se puede ser feliz cuando hay una persona a quien... se aborrece. Sí, a quien se aborrece. Ella aborrecía a Arlena.

La negra ola de odio volvió a elevarse lentamente de su pecho. El rostro de Linda palideció intensamente. Se contrajeron las pupilas de sus ojos. Y sus dedos se crisparon...

3

Kenneth Marshall llamó a la puerta de su esposa. Cuando le contestó, abrió y entró decidido.

Arlena daba los últimos tientos a su tocado. Se había puesto un vestido de verde ostentoso, que le daba cierto aspecto de sirena. Estaba de pie ante el espejo, ensombreciéndose las pestañas.

—¡Oh, eres tú, Ken! —dijo.

—Sí. Quería saber si estás ya arreglada.

—Un minuto tan solo.

Kenneth Marshall se acercó a la ventana. Miró hacia el mar. Su rostro, como de costumbre, no expresaba la menor emoción.

—Arlena —dijo, volviéndose de pronto.

—¿Qué?

—¿Conocías a Redfern de antes?

—¡Oh, sí, querido! —contestó ella con toda naturalidad. —Lo conocí en una reunión. Me pareció un buen muchacho.

—¿Sabías que él y su mujer iban a venir aquí?

Arlena abrió desmesuradamente los ojos.

—¡Oh, no, querido! ¡Fue la mayor sorpresa para mí!

—Creí que sería eso lo que te sugirió la idea de que viniésemos aquí —dijo tranquilamente Kenneth—; tenías mucho interés.

Arlena dejó el tarro de crema, se volvió a su esposo y le lanzó una seductora sonrisa.

—Alguien me habló de este sitio —dijo—. Creo que fueron los Rayland. Me dijeron que era sencillamente maravilloso... ¡y sin explorar! ¿Es que no te gusta?

—No estoy muy seguro —contestó Kenneth.

—¡Pero, querido, si adoras el baño y la vida al aire libre! ¿Qué mejor sitio que éste para ti?

—En cambio no puedo comprender lo que tú llamas divertirse —replicó él.

Ella abrió los ojos un poco más. Le miró desconcertada.

—Supongo —prosiguió él— que tú dirías al joven Redfern que ibas a venir aquí.

—Querido Kenneth, ¿verdad que no vas a hacerme una escena ridícula?

—Mira, Arlena, te conozco bien. Esta es una joven pareja que parece feliz. El muchacho está realmente enamorado de su mujer. ¿Vas a turbar su dicha por una simple vanidad?

—No es justo que me censures —replicó Arlena—. No he hecho nada... nada en absoluto. Yo no tengo la culpa de que...

—¿De qué? —apremió él.

Los párpados de la mujer aletearon vivamente.

—Ya lo sabes: yo no tengo la culpa de que me persigan los hombres.

—¿Así es que confiesas que te persigue el joven Redfern?

—Comete esa estupidez.

Arlena dio un paso hacia su marido.

—¿Pero verdad, Ken, que sabes que sólo me interesas tú?;— preguntó con voz melosa.

Le miró a través de sus sombreadas pestañas. Fue una mirada maravillosa... una mirada que pocos hombres habrían resistido.

Kenneth Marshall la miró gravemente. Su rostro seguía imperturbable, su voz tranquila.

—Creo que te conozco bastante bien, Arlena...

4

Cuando se sale del hotel por la parte del sur, la playa de los baños y las terrazas se encuentran inmediatamente debajo. Hay también un sendero que rodea la escollera por la parte sudoeste de la isla. Un poco más allá, unos peldaños conducen a una serie de escondrijos cortados en la roca y rotulados en el mapa del hotel con el nombre de Sunny Ledge. Aquellos huecos tienen asientos tallados en la misma piedra.

Poco después de cenar, llegaron a uno de ellos Patrick Redfern y su esposa. Era una noche clara y serena de brillante luna.

Los Redfern se sentaron. Guardaron silencio largo rato.

—Maravillosa noche, ¿verdad, Cristina? —dijo al fin Patrick Redfern.

—Sí.

Algo en su voz la intranquilizó. No se atrevió a mirarla.

—¿Sabías que esa mujer iba a venir aquí? —preguntó Cristina en voz baja.

Se volvió él vivamente.

—No sé a quién te refieres —dijo.

—Ya lo creo que lo sabes.

—Mira, Cristina, yo no sé lo que te sucede de poco tiempo a esta parte...

—¿Lo que me sucede? —interrumpió ella con voz temblorosa por la pasión—. ¿No será lo que te sucede a ti?

—A mí no me sucede nada.

—¡Oh, Patrick, no me mientas! Insististe en venir aquí. Te mostraste casi grosero. Yo quería volver a Tintagel, donde... donde pasamos nuestra luna de miel. Tú te empeñaste en venir aquí.

—Bien, ¿y por qué no? Es un sitio fascinador.

—Quizá. Pero tú quisiste venir aquí porque «ella» iba a venir también.

—¿Ella? ¿Quién es ella?

Mistress Marshall. Te tiene loco...

—Por amor de Dios, Cristina, no digas tonterías. Nunca fuiste celosa.

Su serenidad era un poco fingida, exagerada..

—¡Hemos sido tan felices! —murmuró ella.

—¿Felices? ¡Claro que lo hemos sido! Y lo somos. Pero no lo seguiremos siendo si no podemos hablar de otra mujer sin que empieces a disparatar.

—No se trata de eso.

—Sí, de eso se trata. Los matrimonios tienen que tener amistades con otras personas. Tu actitud de suspicacia es completamente ridícula. Yo no puedo hablar con... con una mujer bonita sin que tú llegues a la conclusión de. que estoy enamorado de ella...

Se calló y se encogió de hombros.

—Tú estás enamorado de ella... —insistió Cristina Redfern.

—¡Oh, no digas tonterías, Cristina! Me he limitado a hablar un rato.

—Eso no es cierto.

—¡Por amor de Dios, no cojas la costumbre de tener celos de todas las mujeres bonitas con quienes nos cruzamos!

—¡Esa no es una mujer bonita! —protestó Cristina Redfern—. Esa es ¡la mujer diferente! Es una mala mujer. Te traerá desgracia, Patrick. Renuncia a ella, por favor. Vámonos de aquí.

Patrick Redfern sacó la barbilla, desafiador.

—No seas ridícula, Cristina. Y no riñamos por esto.

—Yo no quiero reñir.

—Entonces compórtate como un ser humano, sé razonable. Volvamos al hotel.

Se puso en pie. Hubo una pausa y Cristina Redfern se levantó también.

En el nicho inmediato, Hércules Poirot movió lentamente la cabeza con gesto de pesar. Otra persona se habría alejado escrupulosamente de allí para no oír la conversación. Pero no así Poirot. El no tenía escrúpulos de aquella clase cuando llegaba la ocasión.

—Además —explicaba a su amigo Hastings, algún tiempo después—, se trataba de un asesinato.

—Pero el asesinato no había ocurrido todavía —replicó Hastings.

—Pero ya, mon cher, estaba clarísimamente indicado —suspiró Hércules Poirot.

Y Hércules Poirot dijo, con un suspiro, repitiendo lo dicho en cierta ocasión en Egipto, que si una persona está decidida a cometer un asesinato, no es fácil impedírselo. El no se censuraba por lo que había sucedido. Fue, según él, cosa inevitable.

Capítulo III

1

Rosamund Darnley y Kenneth Marshall estaban sentados sobre la mullida hierba del risco que dominaba la Ensenada de la Gaviota. Esta se encontraba en la parte oriental de la isla. La gente acudía allí, a veces por la mañana, para bañarse cuando quería encontrarse sola.

—Es una delicia poder aislarse de la gente —dijo Rosamund.

—¡Oh, sí! —murmuró Marshall en tono casi inaudible. Se apoyó en un codo y olisqueó la hierba—. Huele bien —dijo—. ¿Recuerdas el césped de Shipley?