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Con un respingo, Linda volvió el libro al estante al oír la voz de Cristina Redfern que le preguntaba:

—¿Que está usted leyendo, Linda?

—Nada. Estoy buscando un libro —contestó apresuradamente la joven.

Extrajo al azar «El Matrimonio de William Ashe» y avanzó hacia el mostrador, buscando en el bolso dos peniques.

Mister Blatt me llevó al hotel después de atropellarme casi con su coche —dijo Cristina—. Como no me agradaba atravesar con él toda la calzada, le dije que tenía que comprar algunas cosas.

—¡Oh!, ¿verdad que es antipático? —dijo Linda—. Siempre está hablando de lo rico que es, y tiene unas bromas terribles.

—Pobre hombre —dijo Cristina—. Realmente, da lástima.

Linda no se mostró de acuerdo. No veía motivo para compadecer a mister Blatt. Ella era joven y despiadada.

Salió con Cristina Redfern de la tienda y recorrieron juntas la calzada. La joven iba abstraída en sus pensamientos. Le agradaba Cristina Redfern. Ella y Rosamund Darnley eran las únicas personas soportables de la isla, en opinión de Linda. Ninguna de las dos hablaba mucho con ella, no obstante. Ahora, mientras caminaban, Cristina no dijo tampoco nada. Aquello, pensaba Linda, era señal de buen juicio. Si uno no tiene que decir nada que valga la pena, ¿por qué tener que ir charlando todo el tiempo?

Se perdió en sus propias perplejidades.

Mistress Redfern —dijo de pronto—, ¿ha notado usted alguna vez que todo es tremendo, tan terrible que le dan a una ganas de llorar?

Las palabras eran casi cómicas, pero el rostro de Linda revelaba una ansiedad que nada tenía de risueño. Cristina Redfern, que la miró al principio con cierta alarma, no encontró en sus palabras ningún motivo de risa.

—Sí, sí —dijo—, yo he sentido lo mismo muchas veces.

4

—¿De manera que es usted el famoso policía? —preguntó mister Blatt.

Estaban en el bar, sitio favorito de mister Blatt.

Hércules Poirot confirmó la observación con su acostumbrada indiferencia.

—¿Y qué hace usted por aquí?... ¿trabajando?—inquirió mister Blatt.

—No, no. Descanso. Disfruto de mis vacaciones.

Mister Blatt guiñó un ojo.

—De todos modos diría usted eso, ¿verdad?

—No necesariamente eso —contestó Poirot.

—Vamos, sea usted franco. Conmigo puede considerarse seguro. ¡No repito todo lo que oigo! Hace años que aprendí a tener la boca cerrada. No habría llegado a mi actual posición de no haber sabido hacerlo así. La mayoría de la gente habla sin ton ni son de todo lo que oye. Y a usted, claro está, no le conviene eso en su oficio. Por eso dice usted a todo el mundo que se encuentra aquí pasando sus vacaciones, y nada más.

—¿Y por qué supone usted lo contrario? —preguntó Poirot.

Mister Blatt volvió a guiñar un ojo.

—Soy hombre de mundo —dijo—; conozco a la gente al primer vistazo. Un hombre como usted debería pasar sus vacaciones en Deauville, o en Le Touquet, o en Jean les Pins. Esas poblaciones son... ¿cómo diría yo?... su morada espiritual.

Poirot suspiró. Se asomó a la ventana. Caía la lluvia y la niebla rodeaba la isla.

—Es posible que tenga usted razón —dijo—. Allí, al menos, en tiempo húmedo hay distracciones.

—¡Oh, el Gran Casino! —exclamó mister Blatt—. Yo he tenido que trabajar de firme la mayor parte de mi vida. No he tenido tiempo para fiestas y fruslerías. Ahora me propongo desquitarme y divertirme. Ahora puedo hacer lo que me plazca. Mi dinero es tan bueno como el de cualquiera. En los últimos años he disfrutado bastante de la vida, le soy franco.

—¡Ah!, ¿sí? —murmuró Poirot.

—¿No sabe por qué he venido aquí? —continuó mister Blatt.

—Me lo he preguntado —confesó Poirot—. Yo tampoco carezco de dotes de observación. Era más natural que usted eligiese Deauville o Biarritz.

—Y en lugar de eso, los dos nos encontramos aquí, ¿eh?

Mister Blatt dejó escapar una maliciosa risita.

—Realmente no sé por qué he venido —prosiguió—. Quizá sea porque esto tiene algo de romántico. El Jolly Roger Hotel. La Isla de los Contrabandistas. Esto siempre le excita a uno la imaginación. Le hace a uno recordar sus tiempos de muchacho. Piratas, contrabandistas y todo lo demás.

Se echó a reír con todas sus ganas.

—De chico me gustaba navegar. No por esa parte del mundo. Por las costas del lejano Oriente. Es curioso que nunca le abandone a uno la afición por estas cosas. Yo podría tener un yate, si quisiera, pero no acaba de atraerme. Me gusta más andar de un lado para otro en mi pequeña yola. Redfern es también aficionado a navegar. Ha salido conmigo una o dos veces. Ahora no puedo echarle la vista encima; siempre anda rondando a esa pelirroja esposa de Marshall.

Hizo una pausa, luego bajó la voz y prosiguió.

—¡Los huéspedes de este hotel son bastante aburridos! ¡La única persona alegre es mistress Marshall! El marido, por lo visto, la deja en plena libertad. Ya en sus tiempos de artista se contaban muchas historias de ella. Trastorna a los hombres. Verá usted cómo ocurre aquí algo uno de estos días.

—¿Qué clase de ocurrencia? —preguntó Poirot.

—Oh, ya veremos —replicó Horace Blatt—. Mirando a Marshall, se diría que es un individuo con un carácter excesivamente bondadoso. Pero en realidad no lo es. Me he enterado de algunas cosas de él. Nunca se sabe cómo reaccionan esta clase de personas. Redfern haría bien en tener cuidado.

Se calló, pues la persona objeto de sus palabras acababa de entrar en el bar. Un momento después continuó hablando en voz alta para disimular.

—Como le iba diciendo, navegar en torno a esta costa es muy divertido. Hola, Redfern, ¿quiere tomar algo conmigo? ¿Qué desea usted? ¿Un Martini Seco? Muy bien. ¿Y usted, mister Poirot?

Poirot hizo un gesto negativo.

Patrick Redfern vino a sentarse al lado de los hombres.

—¿Navegar? —dijo—. Es la cosa más divertida del mundo. ¡Ojalá pudiera yo dedicarle más tiempo! De chico viajé algunos meses en un barco de vela que recorría estas costas.

—Entonces conocerá usted muy bien esta parte del mondo —dijo Poirot.

—¡Figúrese! Conocí este lugar antes de que construyesen el hotel En Leathercombe Bay no había más que unas cuantas chozas de pescadores y una vieja casona.

—¿Hubo una casa aquí?

—¡Oh, sí!, pero estuvo muchos años deshabitada. Se estaba derrumbando prácticamente. Se contaban toda clase de historias de pasajes secretos que conducían desde la casa a la Cueva del Duende. Recuerdo que siempre andábamos buscando aquel pasaje secreto.

Horace Blatt derramó su bebida. Soltó un taco, se limpió y preguntó:

—¿Y qué Cueva del Duende es ésa?

—¡Oh!, ¿no la conoce usted? —dijo Patrick—. Está en la Ensenada del Duende. No se puede encontrar fácilmente la entrada. Está entre unas rocas y parece una estrecha rendija por la que apenas se puede entrar despellejándose. Pero por dentro se ensancha hasta formar una cueva bastante espaciosa. ¡Ya comprenderán ustedes los atractivos que tenía para un muchacho! Me la enseñó un viejo pescador. Hoy, ni siquiera los pescadores la conocen. Pregunté a uno el otro día por ella y no supo contestarme.

—Pero no acabo de comprender —dijo Hércules Poirot—. ¿Qué duende es ése?

—¡Oh, eso es muy típico del Devonshire! —contestó Redfern—. En Sheepstor hay también una Cueva del Duende sobre las ciénagas, donde se tiene la costumbre de dejar un alfiler como presente para el Duende.

—¡Ah, muy interesante! —comentó Poirot.

—En Dartmoor hay todavía muchos duendes de estos —continuó Patrick Redfern—. Los Tors son duendes a caballo, y los granjeros que regresan a sus hogares después de una noche de francachela, se quejan de haber sido atropellados por alguno de ellos.