Выбрать главу

Por desgracia, sospechaba que eso sería lo que tendrían que hacer. Aunque tal vez, solo tal vez, todo acabaría saliendo bien.

A la mañana siguiente, Meredith abrió el Times mientras estaba a la mesa tomando el desayuno. La letra negrita del titular de la primera página le saltó a la vista:

¿ESTÁ MALDITO EL VIZCONDE MÁS DIFÍCIL DE CASAR DE TODA INGLATERRA?

Cualquier esperanza de que el anuncio de una nueva fecha para la boda el día 22 hubiese acallado los cotilleos se desintegró. Se le cayó el alma a los pies, arrastrando en su caída a un estómago que se le quedó encogido durante el resto de la tumultuosa lectura, mientras ella ojeaba rápidamente el texto, con el temor aumentando a cada párrafo. Tres páginas enteras, sin mencionar toda la columna de la primera página, estaban dedicadas a esta historia.

Mientras sus ojos se movían por las palabras, cada una de ellas le parecía estar ardiendo y quemando con su fuego cada una de las estúpidas esperanzas que había estado abrigando de que su reputación pudiera haber quedado, de alguna manera, intacta. Cada detalle, desde el maleficio hasta la discusión de lord Greybourne con su padre, pasando por la especulación al respecto de la misteriosa «enfermedad» de lady Sarah, estaba allí, impreso para que todos lo leyeran.

Cielos, por la exactitud con que se narraba la historia, uno pensaría que el periodista había estado escondido detrás de las cortinas mientras lord Greybourne contaba la historia del maleficio. Se detallaba todo el incidente, desde el descubrimiento de la piedra hasta la muerte de la mujer de su amigo, pasando por su promesa de hallar alguna forma de acabar con aquel maleficio. Meredith leyó las líneas finales del artículo con verdadero pavor.

¿Es real este maleficio, o se trata solo de un plan fraguado para disolver los desposorios a los que lord Greybourne o lady Sarah -o acaso ninguno de los dos- no estaban dispuestos después de haberse conocido? ¿Está lady Sarah realmente enferma, como afirma su padre, o se echó atrás antes de arriesgarse a morir dos días después de la boda? Muchas mujeres estarían dispuestas a casarse con el heredero de un condado, pero ¿estarían dispuestas a morir por ello? Yo más bien creo que no. La boda ha sido aplazada al día 22, pero ¿tendrá lugar realmente ese día? Uno no puede por menos que sospechar que este aplazamiento no es más que un truco de Greybourne y miss Chilton-Grizedale para salvar la cara. Y todo esto nos hace preguntarnos: si el maleficio es real, ¿cómo podrá mantener lord Greybourne su promesa de casarse? De hecho, si el maleficio se revelara real, es un suponer, ¿quién estaría dispuesta a casarse con este hombre? Si lord Greybourne fuera capaz de descubrir la manera de romper el maleficio, ¿se casaría con lady Sarah? Si no lo hace, tal vez pueda volver a requerir los servicios de miss Chilton-Grizedale como casamentera, para que le ayude a encontrar a otra novia. Aunque lo cierto es que después de este desastre nadie volverá a contratarla jamás.

La mirada de Meredith se quedó clavada en la última línea, con cada una de aquellas palabras resonando en su cabeza como un toque de difuntos. Apretó los ojos y se rodeó el pecho con los brazos en un inútil esfuerzo por contener el dolor que crecía en ella. Maldita sea, no le podía estar pasando esto a ella.

Unas lágrimas cálidas empezaron a correr por sus mejillas, y apretó los dientes para reprimir aquella humedad. Las lágrimas eran signos vanos de debilidad, pero ella no era débil. Ya no. La voz de su madre resonó en su memoria: «Deja de correr, Meredith. No puedes escapar de tu pasado».

«Sí puedo, mamá. Escaparé. No me daré por vencida como tú hiciste. He luchado muy duro para conseguir lo que tengo…»

Tenía. Lo que tenía. Porque ahora lo había perdido todo.

Sintió que su estómago estaba tocando fondo, y se presionó las sienes con los dedos en un vano intento de calmar el rítmico martilleo que sentía en su cabeza. No. No todo se había perdido. Todavía no. Y, por todos los demonios, no se iba a dar por vencida sin pelear.

– ¿Está usted bien, miss Merrie?

Al oír la voz profunda que le hablaba, los ojos de Meredith se abrieron de repente. Albert estaba de pie, en el umbral de la puerta, con una mirada de preocupación arqueando sus negras cejas. Al momento se dio cuenta de que llevaba en la mano una bandeja con sobres de papel vitela.

– Estoy bien, Albert, solo un poco cansada -dijo ella forzando una sonrisa.

Albert no le devolvió la sonrisa. De hecho, sus negros ojos centellearon, luego apoyó la mano que tenía libre en la cadera y la miró a los ojos.

– Esa es una de las mentiras más pobres que he oído nunca, y mire que he oído bastantes -le dijo con su característica franqueza-. Parece pálida y asustada como si hubiera visto un fantasma. -Su entrecejo se frunció profundamente y agachó la cabeza hacia el periódico-. Lo he leído. Y ya me gustaría que me dejaran a solas durante cinco minutos con el tipo que ha escrito eso. Probablemente estuvo espiando.

– Puede ser, pero a estas alturas ya no tiene importancia saber cómo se enteró de la historia del maleficio. -Su mirada se quedó fija en la bandeja-. Creo que los dos sabemos de qué se trata. No vale la pena que hagamos ver que son invitaciones para tomar el té.

– Creo que está usted en lo cierto. Pero no vamos a solucionar nada cerrándoles la puerta. -En ese momento sonó el timbre.

– Déjamelas aquí -dijo Meredith.

Albert dejó la bandeja en la mesa y luego salió cojeando hacia el pasillo, con su bota izquierda arrastrándose sobre el suelo. El hecho de que su cojera fuera tan pronunciada aquella mañana indicaba que no había dormido bien la noche anterior o que iba a hacer mal tiempo. Quizá una combinación de ambas cosas.

Al llegar al umbral de la puerta se dio la vuelta y miró a Meredith con expresión vehemente.

– No se preocupe por nada, miss Merrie. Albert no permitirá que nadie le haga daño. -Albert abandonó la habitación y Meredith pudo escuchar cómo se iba perdiendo el sonido de su bota arrastrándose por el suelo a lo largo del pasillo.

Sus ojos se posaron en los sobres de papel vitela. Aunque no necesitaba leer las notas para saber qué contenían, rompió uno a uno los sellos de lacre y leyó el contenido de las notas. Todas decían casi lo mismo. No eran más que unas cuantas apresuradas líneas garabateadas, redactadas de tal manera que casi podía sentir el calor de la censura elevándose desde el papel hasta quemar su piel. «No necesitaremos sus servicios por más tiempo.» «Desearía que diésemos por concluida nuestra asociación.»

Las palabras exactas eran lo de menos. Cada una de las cartas representaba lo mismo: una nueva palada de suciedad en la tumba en la que descansaban ahora su reputación y su respetabilidad.

Tenía que hacer algo. Y pronto.

Pero ¿qué?

– ¿Cómo demonios ha podido enterarse este periodista de la historia del maleficio? -exclamó Philip mirando con disgusto el periódico.

Andrew Stanton, su amigo norteamericano y socio anticuario, levantó la vista de su desayuno y lo miró sorprendido.

– Me habías dicho que en St. Paul todos estuvieron de acuerdo en no decir ni una palabra.

– Sí, estábamos de acuerdo. Pero ese maldito periodista no sé cómo lo ha descubierto todo. Son como malditos perros callejeros peleando por un hueso. -Dejó a un lado el Times y exhaló un suspiro de frustración-. Ya te advertí que Londres sería así.

– En realidad, me habías dicho que Inglaterra era indigesta, pesada y aburrida, pero me temo que no puedo estar de acuerdo contigo. A las pocas horas de haber llegado ya estábamos envueltos en una interesante pelea callejera a resultas de la cual has acabado haciéndote con una mascota.

– Sí, precisamente un cachorro es lo que más me hacía falta -añadió Philip lanzándole una oscura mirada.