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Riendo, miró a Philip.

– Creo que lo colocaré en la categoría de «el perro más cariñoso que pueda imaginar».

Philip miró a Prince y le pareció que el animal le guiñaba un ojo ¿El perro más cariñoso? Él más bien lo habría colocado en la categoría de «el perro más inteligente del mundo». Sus ojos se fijaron en los dedos de ella, que acariciaban la barriga de Prince. O bien, «el perro más afortunado del mundo».

Una imagen vivida centelleó en la imaginación de Philip: ellos dos desnudos, tumbados en la mullida alfombra, con las manos de ella acariciando su abdomen. Enseguida dirigió la mirada hacia sus nalgas y tuvo que apretar los labios para no dejar escapar un profundo gemido. Pestañeando para hacer desaparecer aquella imagen erótica, se acercó a la licorera, esperando que ella no pudiera notar su ligera cojera al andar. Se sirvió un brandy que se bebió de un solo trago. Tras rellenar su copa, le sirvió a ella un jerez, sintiéndose ya más calmado, y capaz, por suerte, de volver a andar con normalidad. Se acercó de nuevo a ella. Entretanto, ella se había sentado en una esquina del sofá. Prince estaba tumbado a su lado, con la cabeza apoyada contra su regazo, mirándola con sus adorables ojos de cachorro. Como en el sofá solo había sitio para dos -una persona y un perro- Philip decidió quedarse de pie. Apoyando los hombros contra la chimenea, le lanzó a Prince una mirada fulminante que el animal ignoró por completo. Por Dios, cuando un hombre se pone celoso de su perro es que está pasando realmente un mal día.

Ella alzó amablemente su copa y sonrió.

– Un brindis, lord Greybourne, por el éxito conseguido esta noche. A pesar del casi desastroso mal paso, tengo la sensación de que esta noche dará los resultados que deseamos.

Manteniendo la mirada fija en ella, Philip se acercó y rozó con el borde de su copa la de ella. El sonido del cristal reverberó por la silenciosa estancia.

– Por que consigamos todo lo que queremos.

Ella inclinó la cabeza y dio un sorbo a su bebida.

– Deliciosa -murmuró. Tras depositar la copa en la mesilla redonda de caoba que había junto al sofá, abrió su bolso y extrajo de él una hoja de papel doblada junto con una cuartilla de vitela. Mientras desdoblaba la hoja, dijo-: He tomado algunas notas mientras limpiaban la sala y las he cotejado con las notas de la otra noche al respecto de sus preferencias.

– Muy eficiente. De modo que eso es lo que quería decir con intercambiar opiniones. Me temo que yo no he tomado ninguna nota. Pero no importa. Esta -se golpeó la frente con un dedo- es como una mazmorra sellada, repleta de todas mis impresiones de la noche.

– Excelente. -Ella bajó la vista y consultó sus dos hojas de notas-. Hay unas cuantas jóvenes damas que he marcado como convenientes; sin embargo, hay una en particular que sobresale. Se trata de…

– Oh, no empecemos por la primera opción -la interrumpió Philip-. ¿Qué tendría eso de divertido? Le sugiero que empecemos por la última de la lista y vayamos subiendo hacia la gran final. Eso hará que la expectativa sea mayor, ¿no le parece?

– Muy bien. Entonces comenzaremos por lady Harriet Osborn. Creo que es una excelente candidata.

– No. Me temo que no lo es en absoluto.

– ¿Y por qué no? Es una excelente bailarina y posee una hermosa y melodiosa voz.

– No le gustan los perros. Cuando le hablé de Prince, arrugó la nariz de una manera que venía a querer decir que el perro debería ser trasladado inmediatamente a alguna de nuestras propiedades en el campo.

Prince levantó la cabeza al oír esto y lanzó un grave ladrido que impresionó a Philip. Por Dios, sí que debía de ser el perro más inteligente del mundo.

– ¿Se ha dado cuenta? Prince no quiere saber nada de esa mujer que lo sacaría de esta casa, y me temo que yo estoy de acuerdo con él. ¿Cuál es la siguiente en la lista?

– Lady Amelia Wentworth. Es…

– Completamente inaceptable.

– ¿Cómo? Creo que le encantan los perros.

– No tengo ni idea. Pero eso no importa. Es una bailarina nefasta. -Él alzó una de sus botas y la meneó de un lado a otro-. Mis pobres botas no van a recuperarse jamás de esta.

– No veo qué tienen que ver en todo esto sus habilidades para el baile, especialmente cuando le recuerdo perfectamente a usted diciendo que no se consideraba un buen bailarín.

– Exactamente. Como puede leer en su lista de preferencias, dijimos que mi futura esposa debía ser una excelente bailarina para que pudiera enseñarme.

– Estoy segura de que lady Amelia puede mejorar en el baile si toma lecciones.

– Imposible. No posee ningún sentido del ritmo, sea eso lo que sea. ¿La siguiente?

Ella bajó la vista hacia el papel.

– Lady Alexandra Rigby.

– No.

La impaciente e inflamada mirada que ella le lanzó era inconfundible.

– ¿Por qué?

– No me siento en absoluto atraído por ella. De hecho, la encuentro de lo más desagradable.

La confusión reemplazó a la impaciencia.

– Pero ¿por qué? Es extremadamente hermosa y una magnífica bailarina.

– Se trata de algo que se remonta al pasado. Su familia visitó a la mía en la finca de Ravensly un verano, cuando yo tenía once años. Lady Alexandra tenía dos años. Un día la encontré en el jardín comiendo… -Carraspeó y continuó hablando- para decirlo de la manera más delicada que se me ocurre… -su voz se convirtió en un susurro- excrementos de conejo.

Aunque intentó simular que se trataba de un acceso de tos, Meredith emitió una inconfundible risa escandalizada.

– Solo tenía dos años, lord Greybourne. Estoy segura de que muchos niños de esa edad hacen cosas similares.

– Yo nunca hice una cosa por el estilo, ¿usted sí?

– Bueno, no, pero…

El levantó una mano interrumpiendo sus palabras.

– Se trata de una desgraciada imagen de lady Alexandra que jamás podré borrar de mi mente. Lamento tener que insistir para que la coloque bajo la categoría de «labios que han tocado caca de conejo nunca podrán tocar mis labios». -Hizo una señal con la mano y siguió-: ¿Quién es la próxima?

– Lady Elizabeth Watson.

– Imposible.

– ¿De verdad? ¿Acaso tuvo alguna desafortunada elección de alimentos cuando era niña?

– No tengo ni idea. Sin embargo, sé que de adulta sí que lo hace. Huele a coles de Bruselas.

– No me lo diga, déjeme adivinarlo. A usted le disgustan especialmente las coles de Bruselas.

– Sí. Y también las calabazas, que es la razón por la que debe tachar de su lista a lady Berthilde Atkins.

– Porque huele a…

– Calabazas, me temo -añadió poniendo cara de asco-. Y es una auténtica pena, la verdad, porque esa muchacha tenía potencial.

– Estoy segura de que se puede persuadir a lady Berthilde para que cambie sus hábitos alimenticios.

– No me puedo imaginar pidiéndole que deje de comer durante el resto de su vida un tipo de comida que obviamente a ella le encanta. ¿Siguiente?

Ella se le quedó mirando con desconfianza.

– ¿Tiene usted aversión a algún otro alimento?

El le regaló una amplía sonrisa.

– No, que yo recuerde.

– De acuerdo. -Ella volvió a mirar la lista, y luego alzó la vista de nuevo hacia él-: Lady Lydia Tudwell.

– No me haga eso… Huele profundamente a…

– Creí que no había más aversiones alimenticias…

– …brandy, que no es un alimento. Echa para atrás del tufo. Es obvio que… -Hizo el ademán de echarse varios tragos rápidos-. A hurtadillas. Completamente inaceptable. ¿Siguiente?

– Lady Agatha Gateshold.

– No.

Ella dejó escapar un suspiro de exasperación.

– Estamos estableciendo aquí un patrón, señor, que me desorienta. Sin embargo, de acuerdo con su lista de preferencias, lady Agatha es una perfecta candidata.