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– ¿De nuevo estás esperando cumplidos? -dijo ella moviendo apenas los labios.

– Supongo que no debería esperar ninguno. Es simple curiosidad.

– Pareces mucho menos empollón. De hecho casi un niño. -Ella se irguió y alcanzó un mechón de pelo que le caía sobre la frente con un gesto íntimo que le hizo estremecerse-. O quizá sea solo porque estás despeinado.

– Y tú también. De un modo encantador.

Meredith miró dentro de sus ojos castaños, en el fondo de los cuales todavía latía la pasión, y sintió en su cuerpo la respuesta a aquella pasión. Su sentido común la hizo volver a la vida, recordándole todas las razones por las que no debería haber hecho lo que acababa de hacer. Dejando escapar un profundo suspiro, dio un paso atrás, fuera del alcance de sus brazos.

– Lord Greybourne…

– Philip. Estoy seguro de que después de lo que acabamos de compartir me puedes llamar por mi nombre de pila.

Ella sintió un calor que le recorría la garganta. El parecía tan tentador, con el pelo revuelto, con el pañuelo torcido y con esos ojos oscuros llenos de inconfundible deseo.

Dos pasos más. Solo tenía que dar dos pasos adelante para volver a estar rodeada por sus fuertes brazos, para sentir el calor de aquel fornido cuerpo contra el suyo, para volver a sentir la mágica experiencia de sus besos. Y el deseo de dar esos dos pasos era tan desesperado que le daba miedo. Aquel interludio era algo que no debería haberse permitido. Pero dado que eso ya no se podía cambiar, había llegado sin duda el momento de darlo por concluido. Alzando la barbilla, intentó adoptar un aire serio y enérgico.

– Philip, en cuanto a lo que ha pasado aquí esta noche, ha sido… -«Increíble, intenso, emocionante, aterrador», pensó.

E imposible.

– Ha sido el resultado de una alienación pasajera por mi parte -dijo ella con voz temblorosa.

– Permíteme que no esté de acuerdo. Ha sido el resultado de la irresistible atracción que hay entre nosotros.

Él se acercó para tocarla, pero ella se movió a un lado para evitarlo, colocándose detrás del sofá. Era muy difícil explicarlo. Si él volvía a tocarla, sabía que en un instante iba a perder el valor para defenderse. Él no se movió de nuevo para acercarse; en lugar de eso, recogió las gafas de la chimenea y se las colocó.

Agarrándose las manos, ella estiró la espalda y le miró directamente a los ojos.

– Obviamente, no puedo negar que me pareces atractivo.

– Igual que tampoco yo puedo negar que me pareces atractiva. -Se movió lentamente-. Dolorosamente atractiva.

Un destello de calor crepitó en su nuca al recordar la deliciosa sensación de su erección presionando contra ella.

– Como bien dijiste la última noche en Vauxhall, y yo estoy de acuerdo, permitir que esto pasara otra vez más podía ser un error de proporciones descomunales.

– Cuando dije eso, solo estaba intentando poner en palabras lo que creía que podía ser tu punto de vista de la situación. Pero no era el mío, ni estaba de acuerdo con lo que decía.

– Cuestiones semánticas. El hecho es que no podemos volver a dejarnos arrastrar por esta atracción de nuevo.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? Tú mismo puedes ver que es imposible. Hay docenas de razones.

– Entonces, por favor, comparte conmigo esa docena de razones, porque yo no puedo pensar ni en una sola. -Apoyó los hombros contra la repisa de la chimenea, se rodeó el pecho con los brazos y cruzó los tobillos-. Soy todo oídos.

– Otra vez te estás burlando de mí.

– No. Muy al contrario, lo digo seriamente. Acabamos de admitir que los dos nos sentimos atraídos el uno por el otro. Desde nuestro beso de la última noche, no he dejado de pensar que no deberíamos tratar de ignorar lo que está pasando entre nosotros, pero parece ser que estoy equivocado. Yo desearía ver adonde nos lleva esta atracción. Y por lo que se ve tú tienes unas objeciones al respecto que yo no comparto.

– ¡De eso se trata precisamente! Esta atracción no puede llevar a ninguna parte.

– Una vez más debo preguntar: ¿por qué?

– ¿Acaso estás siendo deliberadamente obtuso? ¿Adonde imaginas concretamente que nos puede llevar? Tú estás atado por tu promesa de casarte. Se supone que yo debo encontrarte una esposa adecuada. Podemos esperar que en cuestión de pocos día tengas ya una esposa. Por favor, seamos honestos el uno con el otro. Las únicas dos consecuencia de esta atracción son completamente imposibles: ni puedo casarme contigo ni quiero convertirme en tu amante.

Un silencio duro y cortante se hizo entre ellos dos, roto solo por el sonido del reloj de pared. Pasó casi un minuto antes de que él hablara.

– Solo por curiosidad, suponiendo que sea capaz de romper el maleficio y casarme, ¿casarse conmigo sería algo tan terrible?

Aquel suave tono de voz, que pretendía ocultar el dolor y la confusión de sus palabras, le tocó el corazón de una manera completamente inaceptable para ella. Se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que tragar saliva dos veces antes de volver a recuperar la voz:

– Cualquier mujer a la que elijas será muy afortunada. No tengo ninguna duda de que serás un maravilloso marido y… padre. Y, por supuesto, esa mujer tiene que ser de una cuna impecable y de un estrato social similar al tuyo. Obviamente, yo no soy esa mujer. Pero incluso si lo fuera, como ya te había dicho antes, no tengo ningún deseo de casarme.

– Esa es una afirmación que me parece curiosa. ¿Por qué abrigas esa aversión por una cosa que la mayoría de la mujeres desean?

«SÍ tú supieras…», pensó ella.

– Estoy muy satisfecha con mi vida tal y como es. Me gusta mi trabajo y el grado de independencia que me procura. Además, Albert, Charlotte y Hope dependen de mí, y el sentimiento es mutuo. Nunca haría nada que pudiera destruir esa familia unida que he creado. Y en cuanto a la otra opción…

– ¿Convertirte en mi amante?

– Sí. No tengo ganas de ensuciar mi reputación, ya que eso no solo me dañaría a mí, sino también a mi familia. He luchado demasiado tiempo y demasiado duro por mi reputación para arriesgarla por esto.

Él la miraba de forma interrogativa, e inmediatamente ella se dio cuenta de que había hablado demasiado. Para adelantarse a cualquier pregunta añadió:

– He aprendido que no tiene sentido mirar atrás para regodearse en lamentaciones. Solo podemos seguir adelante y esperar aprender de nuestros errores.

– Una filosofía de vida admirable, pero en ella me parece oír la voz de la experiencia, Meredith. ¿Qué tipo de errores has cometido?

– Todos cometemos errores -dijo ella, intentando que su tono de voz siguiera siendo sereno-. El más reciente lo cometí hace apenas unos momentos en esta misma habitación.

Él se quedó mirándola fijamente con una expresión inescrutable durante varios segundos y luego dejó escapar un largo suspiro.

– Bueno. Una de las cosas que me gustan de ti desde el principio es tu manera de expresar las cosas de una forma clara y concisa. -Inclinó la cabeza en señal de saludo-. Creo que en esta ocasión te has superado mucho.

Ella sintió que en su interior chocaban un sentimiento de culpabilidad, por el tono de pena que había en la voz de él, y una sensación de profundo lamento, porque las cosas no pudieran ser de otra manera. Tras respirar profundamente, dijo:

– Siempre guardaré como un tesoro lo que hemos compartido, Philip. No lamento lo que ha pasado. Sencillamente no podemos permitir que vuelva a suceder. Cuando esas palabras aún no habían cruzado sus labios, su voz interior le gritó: «Mentirosa». Porque lo lamentaba. Lo lamentaba profundamente. Por ella misma y por el tormento que el recuerdo de ese beso, de esas caricias le podrían producir. Y lamentaba profundamente que esos pocos momentos entre sus brazos hubieran abierto las compuertas de unos deseos femeninos que ella había mantenido cuidadosamente encerrados durante años, y que la harían sufrir con ansias y anhelos que sabía que la atormentarían a partir de ese momento durante las solitarias noches que tenía por delante.