Mientras pronunciaba las palabras «piel suave y olorosa» su pulgar acarició suavemente el dorso de la mano de ella.
Mirando en sus ojos, una miríada de imágenes aparecieron en su imaginación. De ella y de él, en la Roma antigua, desnudos en los baños. De él dándole un masaje con aceites por todo el cuerpo. Acariciándola, besándola. De él tumbándola sobre los húmedos azulejos…
– ¿Te estás imaginando cómo se utilizaba el estrigil? -murmuró él con un tono de voz muy bajo que claramente solo podía oír ella-. ¿Imaginándolo en los baños? ¿Haciendo resbalar el aceite de sus cuerpos?
Meredith tuvo que tragar saliva dos veces para recuperar la voz.
– ¿Sus cuerpos? -Por el amor del cielo, ¿ese graznido había salido de su garganta?
– ¿El de la gente de tu imaginación? Romanos antiguos… o tal vez no.
No había ninguna duda, mirándole a los ojos, de lo que él estaba imaginando, así que ella apartó bruscamente su mano y miró para otro lado para que él no pudiera seguir leyéndole el pensamiento.
Adoptando su tono de voz más arisco, Meredith dijo:
– Muchas gracias por su edificante lección, lord Greybourne. Tengo que ver si el estrigil está anotado en el libro.
Dicho esto, concentró su atención en el libro de entradas con el celo que un jefe de cocina pondría al preparar una de sus recetas más apreciadas. Mirándole de reojo entre parpadeo y parpadeo, lo vio agacharse de nuevo y colocar el estrigil sobre la manta, y luego lo vio avanzar hacia el señor Binsmore y comentar algo con él.
Ella dejó escapar un suspiro de alivio. Bueno, ahora ya estaba otra vez lejos. Ahora ya podía olvidarse de nuevo de él y concentrarse en el trabajo.
Pero todavía podía oír el timbre grave de su profunda voz mientras hablaba con el señor Binsmore. Todavía podía sentir el calor de su mano sobre su piel, allí donde la había tocado. Y todavía podía sentir un pequeño escalofrío en el lugar en que su pulgar le había acariciado la piel. Cerró los ojos y rezó para que esa mañana acabara pronto. Una risa seca le subió por la garganta. ¿Deseaba que acabara la mañana? Sí, claro. Y de ese modo podría concentrarse en pasar toda la noche también en su compañía.
Por Dios, cuánta razón tenía. Aquel iba a ser un día muy, pero que muy largo.
A última hora de la tarde, Philip les dijo que dejaran ya el trabajo. Todos estaban sucios y cansados, y tristes por no haber encontrado ni rastro del pedazo que faltaba de la «Piedra de lágrimas». Dejando a un lado el desánimo, Philip se limpió las manos con un trapo y se acercó a Goddard.
– ¿Tiene un momento? -le preguntó, indicando con la cabeza el despacho.
En los ojos de Goddard se dibujó la sorpresa, pero este asintió. Una vez que los dos hombres hubieron entrado en el despacho, Philip cerró la puerta. Vio que Goddard se quedaba de pie en el centro de la habitación, y al momento se dio la vuelta mirándole de manera interrogativa.
– ¿Y bien? -preguntó el joven.
– Me he enterado de algo que imagino que le interesará saber.
Los ojos de Goddard miraron hacia otro lado, y Philip trató de imaginar qué tipo de secretos quería ocultarle.
– ¿Y por qué piensa que me parecerá interesante?
– Porque tiene que ver con un deshollinador de chimeneas llamado Taggert.
En los ojos de Goddard se reflejó una expresión de alivio e interés. Pero estas dos emociones se vieron reemplazadas enseguida por cierta amargura acompañada de un destello de miedo.
– ¿Taggert? -refunfuñó Goddard-. Lo único que me puede interesar saber de ese mal nacido es que esté muerto.
– Lo está. Murió el año pasado en la cárcel para morosos, en la que había pasado los dos últimos años de su vida.
Goddard se quedó pálido.
– ¿Cómo lo ha sabido?
– Hice unas cuantas preguntas a las personas adecuadas.
– ¿Las personas adecuadas? La única manera de que usted y Taggert tuvieran conocidos comunes sería que él hubiera robado a alguno de sus amigos ricos.
– No he ido preguntando a ninguno de mis amigos ricos. Me encontré con varios conocidos de Taggert en un bar cerca de los muelles.
– ¿Y por qué ha estado preguntando por Taggert? -dijo Goddard mirándole con recelo.
– Porque pensaba que le gustaría saber algo más de él. Porque yo en su lugar querría saber, necesitaría saber. No hubiera aceptado tenerlo siempre en la recámara de mi mente, pensando en si algún día me encontraría. O en si me cruzaría con él por la calle. Y sintiéndome siempre tentado a echarle las manos al cuello y matarlo en ese mismo momento. No habría querido que él tuviera ese poder sobre usted. Ya está muerto, Goddard, ya no puede hacerle daño ni a usted ni a ningún otro niño.
Goddard parecía confundido.
– ¿Cómo sabía que…?
– Porque es exactamente así como yo me habría sentido en su lugar.
Goddard dejó caer los brazos a los lados del cuerpo y tragó saliva. Un brillo de humedad afloró en sus ojos, y los apretó para contenerlo.
– Quería saber -murmuró él-. Pero también tenía miedo de ponerme a averiguar. Estaba horrorizado de que, de alguna manera, le llegaran noticias de que yo estaba preguntando por él y me descubriera. Podía haber intentado hacerle daño a miss Merrie. O a Charlotte, o a Hope. Aquel hombre era un demonio, un mal nacido sin corazón, y no podía arriesgarme a que de alguna forma se metiera en nuestras vidas. Pero aquello me estaba devorando, aunque solo fuera desde lo más profundo de mi memoria. ¿Estaría escondido detrás de la esquina? ¿Me reconocería si me viera? No dejaba de pensar en él. Que Dios me ayude… no podía sacármelo de la cabeza
– Ya no tiene que seguir pensado más en él. Es usted libre, Goddard.
El joven abrió los ojos, pero no hizo un solo movimiento para secarse las lágrimas que le corrían ya por las mejillas, y Philip aparentó que no las veía.
– La verdad es que no sé qué decirle… excepto que le estoy muy agradecido.
– No tiene que darme las gracias -dijo Philip, e inclinando la cabeza se dirigió hacia la puerta para marcharse. Pero la voz de Goddard le detuvo.
– ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué se ha arriesgado yendo a un lugar tan peligroso por mí, alguien a quien apenas conoce?
Philip se quedó observando su rostro durante varios segundos y luego suspiró. Solo podía decirle la verdad.
– Porque la historia que me contó sobre cómo le había tratado Taggert me afectó profundamente. No solo por los horrores que sufrió usted, sino porque hizo que los menosprecios y las humillaciones que yo sufrí cuando era un niño, que hasta entonces me habían parecido muy importantes, empalidecieran de insignificancia.
– ¿Quién podría humillar a un tipo rico como usted? -preguntó Goddard arqueando las cejas.
– Otros tipos ricos, Goddard. Pero también hay otra razón.
– ¿Cuál?
– Tú le importas mucho a ella y ella me importa mucho a mí.
En el momento en que Meredith le entregó el gorro y el chal de cachemira a Bakari, aún mantenía sus emociones bajo control. Estaba convencida de que podría mantenerse a distancia de su anfitrión, concentrándose en el decurso de la conversación y en las otras invitadas femeninas. Y luego se escaparía de allí lo antes posible.
Siguió a Bakari por el pasillo, y se sorprendió al ver que pasaban de largo la puerta del comedor y la del salón. Se detuvieron ante la última puerta.