Cuando finalmente se calmaron sus temblores, Philip abrió los ojos. Meredith tenía todavía los ojos cerrados, con la cabeza echada hacia atrás como si el cuello no la sostuviera. El corazón de él batía todavía con una fuerza inusitada contra sus costillas, y a duras penas consiguió pronunciar la única palabra que podía salir de su boca.
– Meredith.
Ella levantó lentamente la cabeza. Sus ojos se abrieron y sus miradas se encontraron. Una mirada larga y silenciosa se cruzó entre ellos. Él quería decir algo, pero las palabras no llegaban a su garganta. Y aunque así hubiera sido, ¿con qué palabras podría haber descrito lo que acababan de compartir?
– No lo sabía… -dijo al fin ella en voz baja-. Gracias. Por enseñarme lo hermoso que puede ser este acto.
Philip sintió que se le abría un hueco alrededor del corazón, un hueco que enseguida se llenó de tanto amor por ella que casi le llegaba a doler.
– Entonces yo también tengo que darte las gracias, porque nunca pensé que esto podría ser tan maravilloso.
Ella se quedó callada durante unos instantes, y luego una sonrisa elevó los dos extremos de sus labios, mientras un brillo de travesura se encendía en el fondo de sus ojos.
– ¿Crees que es posible que alguna vez sea todavía más hermoso?
Philip alzó una mano en el aire sonriendo, y acercó su boca a la de ella.
– Es una hipótesis muy interesante, que además creo que merece una inmediata investigación -dijo él, puntuando cada palabra con un corto beso-. Pero como el agua se está enfriando, creo que será mejor que nos vayamos a la cama para llevar a cabo nuestra investigación.
Se dieron un último beso y él la ayudó a ponerse de pie. A continuación él se levantó y la ayudó a salir de la bañera al escalón de madera, y de ahí a la alfombra. Se acercó a ella con el estrigil en las manos, y recorrió con aquel instrumento cada una de sus extremidades, extrayendo con él la humedad de sus piernas y brazos, para a continuación envolverla en una mullida toalla caliente, que había colocado al lado del fuego de la chimenea. Philip estaba a punto de aplicar el estrigil a su propio cuerpo cuando ella dijo:
– ¿Me permites?
Él colocó aquel instrumento en la mano abierta de ella y disfrutó de su atento servicio. Cuando ella terminó, él se colocó de nuevo la bata y la condujo hasta la chimenea, donde le secó el pelo con otra toalla caliente. Cuando hubo acabado, se quedó de pie frente a ella, acariciando entre sus dedos aquellos largos y sedosos cabellos. Ella le sonrió, con una sonrisa llena de amor y felicidad que a él le pareció deslumbrante.
– ¿Te sentará muy mal que vuelva a decirte que te quiero? -preguntó ella.
Él arrugó la frente y aparentó darle mucha importancia a lo que iba a contestar.
– Bueno, supongo que si sientes que debes…
– Oh, claro que debo. -Se alzó de puntillas y le pasó los brazos alrededor del cuello-. Te quiero, Philip.
Apretándose más contra ella, él replicó:
– Yo también te quiero.
Algo centelleó en los ojos de ella, obligándole a preguntar:
– ¿Qué sucede?
– Estaba pensando, ¿crees que acaso podríamos tener… hacer un niño?
Aquella pregunta le dejó tieso. Una imagen de ella con un hijo suyo apareció en su mente.
– No lo sé. Pero te puedo imaginar perfectamente criando a nuestro niño… -Su voz se fue perdiendo mientras sus labios se acercaban a la frente de ella-. Y la simple idea me deja sin palabras de la alegría.
Ella se echó hacia atrás sin soltarse de su abrazo, con un brillo extraño en los ojos.
– Y yo puedo imaginarme a nuestro hijo. Fuerte e inteligente, con tus mismos hermosos ojos detrás de unas gafas, y con tu espeso cabello negro.
– Y yo me imagino a nuestra hija -añadió él haciendo una mueca-. Con tus mismos coloretes, tu determinación y tu generosidad. -Tomándola de la mano la dirigió hacia la cama-. ¿Cómo te gustaría que fuera la boda? ¿Una ceremonia a lo grande, como en St. Paul?
– Sinceramente, prefiero algo más sencillo. Tal vez aquí, en tu casa.
– Entonces, eso será precisamente lo que haremos. Conseguiré una licencia especial en cuanto…
Sus palabras se vieron interrumpidas cuando ella tropezó. Su mano se soltó de la de él, y antes de que pudiera agarrarla de nuevo, ella cayó hacia delante aterrizando sobre las rodillas y las palmas de las manos. Él se arrodilló enseguida a su lado y le pasó un brazo alrededor de los hombros ayudándola a sentarse sobre los talones.
– ¿Estás bien?
– Sí… sí. Creo que he tropezado con algo.
Él miró a su alrededor, pero no vio ningún objeto caído en el suelo ni ninguna arruga en la alfombra. Estaba a punto de preguntarle si se sentía bien para ponerse de pie, cuando ella dejó escapar un quejido y se apretó las sienes con las manos.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Philip alarmado por la súbita palidez de su rostro.
Ella parpadeó varias veces y dejó escapar un suspiro.
– Me duele la cabeza. Mucho.
Philip se quedó mirándola y un nudo de intranquilidad se formó en su estómago. Una caída… y luego un dolor de cabeza… Las palabras de la «Piedra de lágrimas» hicieron eco en su mente.
Por todos los demonios, ¿cuáles eran las palabras que le faltaban al maleficio? ¿Podría ser acaso «Una vez que tu prometida haya sido amada»? Su intranquilidad se convirtió en un horror naciente y profundo. Ella se había caído. Y ahora tenía un terrible dolor de cabeza. Al pedirle a Meredith que se casara con él, al decirle que la amaba, y al haberle hecho luego el amor, ¿habría hecho caer sobre ella el maleficio? Aunque si no era así, entonces la caída y el inmediato dolor de cabeza no serían más que extrañas coincidencias. Pero, por Dios, él no creía en coincidencias. Y mucho menos cuando se le encogían las entrañas con tales presentimientos como le sucedía ahora.
Ella volvió a quejarse y él se quedó helado de miedo. No, no se trataba de extrañas coincidencias. Un miedo frío se instaló en sus venas al darse cuenta de lo que había hecho exactamente -que el maleficio cayera sobre ella-, y de cómo de ese modo había sellado su destino.
A menos que encontrara la manera de romper el maleficio… ella moriría dentro de dos días.
19
Philip se arrodilló al lado de Meredith, quien se apretaba la cabeza con ambas manos y se quejaba. Intentó no dejar escapar un suspiro de desánimo y silenció un «¡No!» que rebotaba por todo su cerebro. La caída, el dolor de cabeza, el maleficio… todo eso no podía estar sucediéndole de verdad. No cuando por fin se habían encontrado. No cuando su futuro, hacía solo unos segundos, aparecía tan brillante en el horizonte.
Intentando apartar de sí los aguijones de miedo que se le estaban clavando, la alzó en sus brazos y la llevó hasta la cama, donde la tumbó sobre el colchón tras echar a un lado la colcha color borgoña. Su cutis estaba extremadamente pálido y su rostro arrugado en una mueca de dolor.