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Philip no movió ni una pestaña mientras estudiaba a su enemigo. Necesitaba tiempo; tenía que mantener a Edward ocupado.

– Siento mucho lo que le pasó a Mary, Edward…

– ¿Que lo sientes? -repitió Edward con un amargo tono de voz. Sus ojos se convirtieron en dos delgadas grietas-. Eso no la traerá de nuevo a la vida, ¿no crees? Nada puede hacerlo. Ni tu compasión, ni tu inútil ayuda financiera. ¿Acaso te imaginabas que el dinero podía llenar su vacío? ¿O que podía mitigar tu responsabilidad? ¿Acaso el dinero puede reemplazar a la mujer que amas, Philip?

– Si existiera una mujer a la que amara… No -dijo Philip sintiendo un nudo en el estómago.

– No pretendas engañarme. Es obvio lo que sientes por míss Chilton-Grizedale. Por supuesto, ya no tendré que preocuparme de matarla. Tú mismo te has encargado de hacerlo por mí, confesándole tu amor y proponiéndole que se case contigo. Quién iba a imaginar que eso pondría en marcha el maleficio, ¿verdad? -De sus labios escapó una carcajada-. ¡Qué endemoniadamente perfecto!

– No volverás a hacerle daño a nadie más -repitió Philip con una voz fría.

El semblante de Edward esbozó una expresión divertida, mientras miraba un punto fijo entre la pistola y Philip.

– Me temo que no puedo darte la razón.

– Meredith no morirá porque yo voy a romper el maleficio.

– De modo que insistes. ¿Y cómo pretendes hacerlo sin el pedazo de piedra desaparecido?

– Tú me vas a dar ese pedazo de piedra que me falta -contestó Philip sonriendo.

– Una vez más, te equivocas.

– Tú tienes el pedazo que falta. Eso escribiste en tu última nota. Lo robaste aquella noche del almacén. Estaba en la caja de alabastro.

La locura centelleó en los ojos de Edward.

– Sí. Así fue. Y lo leí. Solo yo poseo el secreto para romper el maleficio, y nunca lo compartiré con nadie. Nunca.

Philip sintió un estremecimiento de alivio. Las palabras de Edward le dejaban claro que había una manera de romper el maleficio. Ahora todo lo que tenía que hacer era recuperar aquel trozo de piedra. Y sobrevivir. Se movió lentamente hasta donde estaba su bastón.

– Enséñame la piedra, Edward.

– Oh, claro que lo voy a hacer -dijo Edward riendo-. ¿Qué mejor manera de hacerte sufrir que enseñarte lo que nunca podrás conseguir? Es como dejar a un hombre tirado en el desierto a las puertas de un oasis. -Metiendo la mano en el bolsillo de la chaqueta, Edward sacó la piedra, que apenas ocupaba la mitad de la palma de su mano.

A Philip se le aceleró el corazón. Sin duda, se trataba del pedazo de piedra desaparecido.

– ¿Te gustaría saber qué es lo que pone, verdad? -se mofó Edward-. Pero nunca lo sabrás. Vas a ir directo a la tumba, Philip; al mismo lugar al que enviaste a Mary. Y espero que tus últimos pensamientos sean que has perdido todo lo que querías.

– Matar a mi familia no te traerá de vuelta a Mary.

– Pero te hará sufrir. Y por supuesto que matar a tu familia no es tan importante como matar a miss Chilton-Grizedale. -Una desagradable sonrisa curvó sus labios-. Ojo por ojo, Philip.

– No conseguirás escapar con vida. Te colgarán.

– No me importa. Mi vida está acabada. Tú y tu maleficio han acabado con ella.

Sin dejar de mirar a Edward, Philip dio un paso hacia delante.

– Dame la piedra, Edward.

– No te acerques ni un paso más, Philip.

Philip avanzó otro paso.

– ¿Por qué no? Me vas a matar de todas formas. -Avanzó otro paso. Luego miró por encima de los hombros de Edward abriendo mucho los ojos y meneando la cabeza.

– ¿Qué…? -En el momento en que Edward se volvió para ver qué había detrás de él, Philip agarró su bastón.

Al darse cuenta de que le había engañado, Edward dio medía vuelta en redondo. Philip le golpeó con el bastón en medio del pecho. Los ojos de Edward se abrieron sorprendidos y luego se entornaron con una mueca de cólera. Pero enseguida Edward se recuperó y evitó el nuevo ataque de Philip. Con un inhumano acceso de ira, Edward se lanzó sobre Philip enviándolo de un golpe contra las cajas amontonadas a su espalda. El bastón se le escapó de las manos.

– Maldito desgraciado -gritó Edward golpeando a Philip contra el muro con todo el peso de su cuerpo.

Philip trató de moverse, pero se quedó quieto al notar el cañón de la pistola apretando contra sus costillas. Un simple movimiento del dedo de Edward podría acabar con su vida. Había oído decir que la locura les da a algunos hombres una fuerza especial, y Edward acababa de demostrárselo. El antebrazo de Edward apretaba el cuello de Philip cortándole la respiración. Sabiendo que no tendría otra oportunidad, Philip se echó hacia delante empujando a Edward varios pasos. Agarró las muñecas de Edward. En una mano llevaba la pistola, en la otra la piedra. Ambos hombres se miraron a los ojos con fiereza. Con el sudor cayéndole por la cara y los músculos en tensión, Philip trató de dirigir la pistola hacia otro lado.

– ¿Crees que vas a poder vencerme? -farfulló Edward, con su cara a solo unos centímetros de la de Philip-. Piensa un poco, desgraciado. Yo sé que pase lo que pase no podrás vencer.

Un ruido seco, seguido por el sonido de la bota de Edward aplastando algo, hizo que a Philip se le helara la sangre.

– Ya no existe la piedra -murmuró Edward-. Y tú tampoco. Espero que te pudras en el infierno.

Y apretó el gatillo.

El carruaje acababa de llegar a la puerta del almacén, cuando el sonido de un disparo cruzó el aire. Con el corazón latiendo rápidamente por el miedo y el espanto, Meredith agarró el brazo a Andrew.

– Cielos, eso ha sido en el almacén.

– Quédese aquí -dijo él abriendo la puerta del carruaje y saltando a tierra.

– No pienso hacer tal cosa. Philip puede estar en peligro y yo voy a ayudarle.

Andrew sacó un cuchillo de su bolsillo.

– ¿Ayudar? ¿Cómo?

Saltando al suelo, Meredith levantó su bolso lleno de piedras.

– Yo también voy armada -dijo ella levantando la barbilla-. Y estoy decidida a no quedarme aquí esperando.

– ¿Es buena con esas cosas? -preguntó Andrew alzando las cejas.

– ¿Necesita que se lo demuestre?

Se quedaron mirándose por un momento y luego Andrew negó con la cabeza.

– Estoy seguro de que sabe defenderse. No haga ruido y quédese detrás de mí. Y, por el amor de Dios, no vaya a dejar que la maten.

Agarrándola de la mano, Andrew la condujo en silencio hacia el almacén. No habían dado más de una docena de pasos cuando ella se detuvo y le apretó la mano.

– Hay alguien entre las sombras -susurró con el corazón en un puño.

Apenas había pronunciado estas palabras cuando Bakari salió de entre las sombras empuñando un cuchillo de hoja curva.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó Andrew en un susurro.

– Lo mismo que usted. Intento salvarle la vida.

Andrew asintió y luego indicó a Bakari con un movimiento de cabeza que fuera por la parte de atrás. La puerta del almacén estaba entreabierta y se colaron por la ranura. Caminando detrás de Andrew en silencio, Meredith trataba de respirar lenta y profundamente, llevando el aire hasta el fondo de sus pulmones constreñidos, intentando luchar contra el miedo. SÍ le pasara algo a Philip…

Manteniéndose cerca de las sombras que producían los montones de cajas, fueron avanzando por el almacén. Meredith aguzaba los oídos, pero hasta ella no llegaba más sonido que el latido de su propio corazón bombeando con fuerza. Cuando estaban llegando al último recodo antes del lugar donde se encontraban las cajas de Philip, el señor Stanton se detuvo. Se quedaron escuchando durante unos segundos, pero no se oía nada. Entonces doblaron la esquina con cautela.

Meredith notó que a Andrew se le cortaba la respiración, y a continuación le oyó emitir un agónico gruñido.

– Philip…, oh, Dios… maldita sea.