Выбрать главу

– Señor Comte -dice con una voz sin timbre-. Hay gente aquí que está hablando de hacerme un proceso y de colgarme. ¿A usted le parece justo?

Retrocedo un buen paso y no solamente para marcar las distancias. Le digo con frialdad:

– No encuentro justo hablar de colgarlo, señor Fabrelâtre, antes de haberle hecho un proceso.

Sus labios tiemblan y su mirada vacila. Este ser blando me da lástima. "A pesar de todo", como diría Marcel, ¿me voy a olvidar de su papel de espía en La Roque? ¿De su complicidad en la tiranía de Fulbert?

Prosigo:

– ¿Quiénes son esas gentes?

– ¿Cuáles, señor Comte? -dice con una voz apenas audible.

– Los que hablan de procesarlo.

Me cita dos o tres personas y son de esas, por supuesto, que en los tiempos de Fulbert, se han quedado bien quietitas. La ruina de Fulbert consumada -sin que ellos hayan levantado el meñique-, aquí tenemos a nuestros blandos que se vuelven duros.

El amorfo Fabrelâtre no es sin embargo idiota, porque ha seguido mi pensamiento. Dice con un hilo de voz:

– ¿Y sin embargo, qué he hecho más que ellos? He obedecido.

Lo miro.

– ¿Quizá, señor Fabrelâtre, no habrá usted obedecido un poco demasiado?

¡Mi Dios, qué blando es! Bajo mi acusación, se encoge como un caracol. Y a mí, los caracoles, ni con las botas he podido jamás resolverme a aplastarlos. Con la punta del pie, con un golpe seco, los apartaba.

– Escuche, señor Fabrelâtre, usted va a empezar por no agitarse, no hablar con nadie y quedarse en su rinconcito. Para su proceso, veré lo que puedo hacer.

Después de esto, los despacho, a él y a sus agradecimientos y me doy vuelta hacia Burg, quien, desde el fondo de la capilla, sobre sus cortas piernas, camina a paso largo hacia mí, con el ojo vivaz y desenvuelto, empujando hacia adelante su pequeño vientre de cocinero.

– ¡Vaya, vaya -dice con el aliento corto-, si hubiera oído esto! Hay toda una historia con Gazel, por unas personas que fueron a prohibirle que recitara oraciones sobre la tumba de Fulbert. Gazel está fuera de sí. Me pidió que lo previniera a usted del asunto.

Estoy boquiabierto. En ese momento, la estupidez y la bajeza del hombre me parecen sin límites. Me pregunto si realmente vale la pena tomarse tanto trabajo para perpetuar esta mala e ínfima especie. Le digo a Burg de esperarme, que voy a ir con él a ver a Gazel. Y pesco a Judith al vuelo y la llevo un poco aparte. Yo le hablo y, por supuesto, ella me palpa. Me resigno, y le abandono mi bíceps.

– Señora Médard -le digo-, la gente se impacienta, el tiempo apremia. ¿Le puedo dar algunas sugestiones?

Ella inclina su pesada cabeza.

– Primero: es Marcel quien me parece debiera presentar la lista del consejo. Y debe hacerlo con habilidad. ¿Puedo ser franco?

– Pero por supuesto, señor Comte -dice Judith, con su gran mano cerrada sobre mi brazo.

– Hay dos nombres que van a hacer poner mala cara, el suyo porque usted es una mujer, y el de Meyssonnier, a causa de sus antiguos lazos con el P.C.

– ¡Qué discriminación! -exclama Judith.

La interrumpo antes de que se interne cada vez más en las delicias de la indignación liberal.

– En cuanto a usted, Marcel debería subrayar las ventajas que el consejo puede obtener con su instrucción. En cuanto a Meyssonnier, debe presentarlo como un especialista en asuntos militares y como indispensable agente de enlace con Malevil. Ni una palabra de la alcaldía, por el momento.

– Debo decirle que admiro su tacto, señor Comte -dice Judith con una presión igualmente táctil sobre el músculo de mi brazo.

– Si me permite, continúo. Hay gente que quiere hacerle un proceso a Fabrelâtre. ¿Qué piensa usted?

– Que es idiota -dice Judith, con una brevedad masculina.

– Yo soy de su parecer. Unas simples amonestaciones públicas bastarán. Por otro lado, otras personas, o las mismas, quieren prohibirle a Gazel que le dé una sepultura cristiana a Fulbert. Total, tenemos a nuestro cargo un nuevo asunto Antígona.

Judith sonríe con delicadeza ante esa evocación clásica.

– Gracias por prevenirme, señor Comte. Si resultamos electos, vamos a matar en el embrión todas esas estupideces.

– Y quizá, me permito al menos sugerírselo, habría que revocar todos los decretos de Fulbert.

– Pero, por supuesto.

– Bueno, durante ese tiempo, como no quiero que parezca que hago presión sobre los larroquenses mientras votan, me eclipso, voy a ver al señor Gazel.

Le sonrío y después de un momento de duda, me devuelve mi bíceps. Pequeños defectos incluidos, es la sal de la tierra esa mujer. Estoy casi seguro que se va a entender muy bien con Meyssonnier.

Burg me lleva por un dédalo de corredores hasta la habitación de Fulbert, adonde tranquilizo a nuestra Antígona, muy acalorada en efecto, y muy resuelta a asegurarle, a cualquier precio, al enemigo caído los ritos de nuestra religión. Echo una mirada a los despojos de Fulbert. Doy vuelta los ojos en seguida. Su cara no es más que una llaga. Y alguien ha debido apuñalarlo, porque veo sangre en su pecho. Gazel, seguro de mi apoyo, me demuestra una viva gratitud y como ha empezado a poner orden en los papeles de Fulbert (sospecho que está poseído por una intensa curiosidad de solterona), me ofrece devolverme la carta en la cual yo reivindicaba, en nombre de la Historia, la soberanía feudal de La Roque. Acepto. Lo que era de buena ley para intimidar a Fulbert no lo es más en el estado actual de nuestras relaciones con La Roque. Temería, al contrario, que dejando la carta allí, fuese un día utilizada por gente malévola.

Cuando atravieso la explanada del castillo para llegar a la gran puerta verde oscuro, el sol me recibe al punto y me dilato con su calor. Me digo que el consejo de La Roque deberá encontrar en el castillo, para reunir a los larroquenses, una sala menos bella tal vez, pero más clara y menos húmeda que la capilla.

Inés Pimont vive en el atajo arriba de la pequeña librería-papelería-diarios que regentaba su marido, una pequeña casa muy antigua y muy pimpante, donde todo es pequeño, incluso la escalera de caracol muy abrupta que lleva al piso y en la que debo, en las curvas, pasar los hombros al sesgo. Inés me recibe en el rellano y me introduce en un salón minúsculo iluminado por una ventana que también lo es. Todo esto la convierte en una casa de muñecas, y para más, antes, tenía una jardinera de geranios sobre la calle. Las paredes están tapizadas con yute color oro viejo y si la pregunta no se formula respecto de los dos sillones lo más bajos y lo más apoltronados del mundo, uno se pregunta por dónde el diván tapizado como ellos en terciopelo azul ha podido pasar para penetrar hasta aquí, en todo caso ni por la ventana, ni por la escalera. Tal vez haya estado siempre ahí, aun antes de haberse construido las paredes. Tiene aspecto de bastante viejo como para eso, por más que no tenga estilo discernible aunque la fecha grabada sobre el enorme dintel de piedra de la entrada indica que la casa fue levantada bajo Luis XIII.

Sobre el piso del salón, entre las dos pequeñas poltronas y el diván hay una moqueta y sobre la moqueta, un tapiz de Oriente fabricado en Francia y sobre el tapiz, una imitación de piel color blanco. Los dos últimos, supongo que los Pimont los han heredado y no sabiendo qué hacer con ellos en una casa tan pequeña, resolvieron apilarlos uno sobre otro. El resultado es bastante confortable. Y confortable es el recibimiento de Inés, fresca, rosa y rubia con buenos y lindos ojos castaño claro que, ya lo he dicho, me han dado siempre la impresión de ser azules. Me hace sentar en una de las poltronas en la que me encuentro tan bajo y tan cerca de la piel blanca que me hace el efecto de estar sentado en el suelo, a los pies de Inés posada en el diván.