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La cosecha del 78 había sido buena, y mejor, la del 79. Hice admitir no sin dificultad a los larroquenses que todas las cosechas, en el futuro, deberían ser comunes y divididas a prorrata según el número de habitantes. Dos partes para La Roque, una parte para Malevil, puesto que éramos diez y los larroquenses, unos veinte. En tiempos normales, ganábamos mucho con este arreglo, dada la riqueza de las tierras aluviales de alrededor de La Roque. Pero yo hice valer, no sin razón, me parece, que el país chato estaba mucho más amenazado por las invasiones que nuestras colinas. Si los larroquenses se vieran algún día expoliados por los saqueadores, estarían contentos de recibir en su indigencia los dos tercios de nuestros productos.

En el curso de esta negociación, Meyssonnier, que se había vuelto muy larroquense, no me hizo ningún regalo. Pero me mostré paciente, y como lo hubiera dicho Emanuel, "flexible en la firmeza". En Malevil, después que hube llevado a buen fin este asunto, la Asamblea, en términos calurosos, me felicitó. Y bien, ya lo ves, dice Peyssou, Emanuel no lo hubiera hecho mejor. ¿Te acuerdas del trueque de la vaca con Fulbert?

Cuando vivía Emanuel, un verdadero culto del niño se había desarrollado entre nosotros, con la instalación en el castillo en el 77, de Cristina Pimont, que entonces tenía diez meses. No podíamos creerlo: nos parecía tan nueva entre nuestros viejos muros. Aunque importada, fue nuestro primer bebé, y adoptada en seguida con un entusiasmo delirante, pasó su primera edad de brazo en brazo. Constantemente cargada, mimada, entretenida y divertida por todos. Cristina se puso a llamar a todas las mujeres de Malevil mamá y a todos los hombres papá. Cuando fui elegido jefe, decidí, con el asentimiento de la asamblea convertir en ley este tratamiento espontáneo. Porque otros niños, después del 77, habían nacido, Gerardo, hijo de Miette; Brígida, hija de Cati; Marcelo, hijo de Inés, que nació cuatro meses después de la muerte de Emanuel. Inés, por razones evidentes, hubiera querido llamarlo con el nombre del desaparecido, pero conseguí disuadirla, y a mi sugestión, la Asamblea de Malevil prohibió también esa constante búsqueda de parecidos físicos del niño con sus progenitores, que hoy tengo por nefasta hasta en los matrimonios, con más razón en una comunidad como la nuestra.

Después de la muerte de Fulbert, la llegada de Inés Pimont a Malevil perturbó el equilibrio de las fuerzas entre las mujeres. Inés no tardó mucho en tomarle gusto a la libertad que Emanuel le había propuesto, pero sin compartirse nunca, como Miette, equitativamente. Como Cati, tuvo sus exclusividades, caprichos y coqueterías. Pero lo hizo mejor, con un arte más sagaz. En les brazos de Cati, se tenía la impresión de bailar sobre un volcán, antes de ser atrapado bruscamente por su fuego central. Inés, "dulce y serena como un arroyo en abril" (Emanuel) encantaba primero por su frescura, antes de envolvernos en sus llamas.

La rivalidad entre las dos mujeres, sorda bajo el reino de Emanuel, estalló en lucha abierta por el poder después de la muerte de la Menou. La guerra de las lenguas hizo furor durante semanas antes de degenerar en un pugilato. Miette intervino entonces, ante los ojos estupefactos del único testigo, Peyssou, y "y le dio una paliza a cada una". Luego les pidió perdón, las abrazó y las consoló, asegurando su dominio, al menos tanto por su bondad como por su fuerza.

Colin, por su tiranía, se hizo dos enemigas de las dos rivales, y acabó por reconciliarlas. Se unieron contra él y lo acribillaron con sus pinchazos. Por desgracia, le tomaron gusto a ese juego, lo extendieron al resto de sus compañeros, y, a la muerte de Colin, se habían vuelto ingobernables. Me hizo falta mucha firmeza y paciencia para desarmar a nuestras guerreras. Creo que estaban descontentas, con la libertad que les otorgábamos, pero tampoco hubieran soportado verse privadas de ella. Pienso también que con Emanuel una cierta imagen paterna había desaparecido, y sufrían por esta desaparición. Supe que las tres mujeres se reunían en la pieza de Miette y las sorprendí ahí llorando y rezando al pie de una mesa en la que como sobre un altar, estaba expuesto el retrato de Emanuel. No sé si tuve razón o no: pero las dejé hacer. Y fueron ellas las que, contaminando a los larroquenses, acabaron por organizar ese culto del héroe muerto que se ha convertido entre nosotros casi como en una segunda religión.

En el 79, en parte como ya lo he dicho, gracias a dos buenas cosechas y gracias también al arreglo que había hecho con los de La Roque, Malevil era rica, si riqueza quiere decir que teníamos abundancia de granos, de forraje y de animales. En el 79, también, no tuvimos que sufrir más que una sola incursión de saqueadores, en el curso de la cual Colin perdió la vida. Aunque siempre resueltos a vigilar, nos consultamos entre Malevil y La Roque sobre lo que haríamos en la paz, o mejor dicho en los momentos de paz de los cuales quizás llegaríamos a gozar.

Hubo primero un debate privado entre Meyssonnier, Judith Médard y yo, luego un debate público que confirmó las decisiones a las cuales habíamos arribado.

La pregunta, en el fondo, era la misma que se habían planteado Meyssonnier y Emanuel el día que liberamos a La Roque de la tiranía de Fulbert. Además de la pequeña biblioteca de Malevil, teníamos la del castillo de La Roque, particularmente bien provista de obras científicas, dado que el señor Lormiaux era un antiguo alumno de la Escuela Politécnica.

A partir de todo el saber que dormía allí -y de nuestros muy modestos conocimientos personales- ¿nos íbamos a comprometer en la búsqueda de útiles para facilitar nuestra vida y de armas para defenderla? O bien, conociendo demasiado bien -por la horrible experiencia que habíamos vivido- los peligros de la tecnología, ¿íbamos a poner fuera de la ley de una vez por todas el progreso científico y la producción de máquinas?

Creo que habríamos elegido el segundo miembro de esta alternativa si hubiésemos podido estar seguros de que otros grupos humanos, que sobrevivieran en Francia o en otros países, no fueran a elegir el primero. Porque, en ese caso, nos parecía evidente que esos grupos, al tener sobre nosotros una superioridad técnica aplastante, concebirían al punto la idea de avasallarnos.

Se decidió pues en favor de la ciencia, sin ningún optimismo, del todo convencidos de que aunque muy buena en sí sería siempre mal empleada.

En la Asamblea de La Roque y de Malevil donde se discutió el problema, Fabrelâtre, a quien La Roque había nombrado guardalmacén, nos llamó la atención sobre el hecho de que las municiones de los fusiles 36 empezaban a agotarse, y que esos fusiles no nos servirían para nada cuando hubiéramos tirado nuestro último cartucho. Meyssonnier hizo entonces observar que sería perfectamente posible fabricar pólvora negra porque en la región había una vieja mina de carbón, que también se podría obtener azufre puesto que había aguas sulfurosas y que sería fácil recoger salitre en nuestros sótanos y sobre nuestros viejos muros. En cuanto al metal, teníamos en cantidad en la ferretería de Fabrelâtre y el antiguo negocio de Colin. Quedaban los problemas de la fundición y del engarce, pero no parecían insolubles.

Al fin de cuentas, la Asamblea general de La Roque y de Malevil, decidió, el 18 de agosto de 1980, que las búsquedas y las experiencias para la fabricación de las balas de los fusiles 36 comenzarían con prioridad acto seguido.

Un año ha pasado desde entonces y puedo decir que los resultados han sobrepasado a tal punto nuestra previsión que acometemos, siempre en el campo de la defensa, proyectos mucho más ambiciosos. Podemos pues desde ahora en adelante enfrentar el futuro con confianza. Si por lo menos la palabra "confianza" fuera la que conviene.