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– Oh, oh -dice tío- tengo que explicarte lo que es Malevil. Malevil son sesenta y cinco hectáreas de tierra de primera, recubiertas desde no hace más de cincuenta años por montes bajos. Malevil es una viña que daba el mejor vino de la región en los tiempos de mi abuelo. Todo a replantar, por supuesto, pero la tierra está ahí. Malevil es una bodega como no hay dos en Malejac: abovedada, fresca y grande como el patio del colegio. Malevil es un muro de recinto contra el cual puedes construir en colgadizo y con piedra ya tallada que no tienes más que agacharte para recogerla en cantidades de las caballerizas y de los boxes. Además, está justo al lado. Es medianera con las Siete Hayas. Se diría que es su continuación -agrega con un inconsciente humor, como si el castillo hubiera pertenecido anteriormente a la granja.

Eso fue después de la comida de la noche. Mi tío está sentado, no delante, sino paralelamente a la mesa de la cocina, chupando su pipa, con el cinturón aflojado en un agujero sobre su vientre delgado.

Miro a mi tío y él se da cuenta de que lo he adivinado.

– ¡Y sí! -dice-. Me salió mal el negocio.

De nuevo la pipa.

– Me peleé con Grimaud.

– ¿Grimaud?

– El apoderado del conde. En vista de que era el hombre de confianza del conde, y que el conde, que por otra parte vivía en París, no haría nada sin él, me exigía una coima. A eso lo llamaba "honorarios de la negociación".

– La expresión es suave.

– También te parece a ti -dice mi tío.

Chupa la pipa.

– ¿Mucho?

– Dos millones.

– ¡La flauta!

– No era poco. Pero se hubiera podido discutir. En lugar de eso, le escribí al conde, y el conde, cretino como es, le trasmitió mi carta a Grimaud. Y Grimaud me lo vino a echar en cara.

Un suspiro que se confunde con una bocanada de humo.

– Segundo error, y éste irreparable: lo insulté a Grimaud. La prueba, ya ves, de que a los sesenta años todavía se hacen estupideces. En negocios, nunca hay que insultar a nadie, Emanuel, recuerda esto muy bien, y ni siquiera a un estafador. Porque un estafador, por más estafador que sea, tiene de todas maneras amor propio. A partir de ese día, Grimaud me ha cerrado el paso. Le volví a escribir al conde dos veces, y nunca me contestó.

Un silencio. Conozco demasiado a mi tío para asociarme por medio de palabras a sus íntimas pesadumbres. No le gusta que lo compadezcan. Además, se sacude, pone sus pies sobre una silla, engancha su pulgar izquierdo en el cinturón y continúa:

– Me falló, me falló. Después de todo puedo vivir sin Malevil. Y no vivo del todo mal. Gano bastante dinero y sobre todo hago lo que se me da la gana. No hay nadie por encima de mí o a mi lado como para jorobarme. Y me parece que la vida es muy interesante. Y como tengo buena salud esto puede durar veinte años así. No pido más.

Aparentemente, todavía era demasiado. Esta conversación tuvo lugar un domingo a la noche. Y el domingo siguiente, volviendo de un partido de fútbol en La Roque, mi tío, junto con mis padres, murió en un accidente de auto.

No hay más de quince kilómetros de Malejac a La Roque, pero eso fue suficiente para que un ómnibus aplastara al pequeño 4L contra un árbol. Normalmente, mi tío hubiera debido ir al partido con sus amigos en su Peugeot, pero estaba en reparación en un taller, y su camioneta Citroën, que le servía para trasporte de los caballos, había salido, porque uno de sus clientes insistió para que se los mandaran el domingo. También yo hubiera debido viajar en el 4L, pero como uno de mis alumnos, esa misma mañana, tuvo un serio accidente en su motoneta, a la tarde me fui a la ciudad, al hospital, para enterarme de su estado.

Si el padre Lebas hubiera vivido, habría dicho: es la providencia la que te ha salvado, Emanuel. Bueno ¿por qué a mí? Lo terrible con esta clase de declaraciones, es que no hacen más que diferir el problema. Mejor sería no decir nada. Pero, justamente, eso es lo que no se puede hacer. El acontecimiento es tan estúpido, y tan mayúsculo, sin embargo, el deseo de comprenderlo.

Trajeron a las Siete Hayas los tres cuerpos mutilados, y los velé con la Menou, a la espera de que llegaran mis hermanas. La velada se pasó sin un llanto, en un total silencio. Momo, sentado en el suelo en un rincón del cuarto, contestaba "no" a todo. Muy entrada la noche, los caballos se pusieron a relinchar: se había olvidado de la cebada. La Menou lo miró, pero dijo "no" con la cabeza, hosco. Me levanté y me preocupé de la distribución.

Apenas estoy de vuelta en la sala mortuoria cuando mis hermanas llegan de la capital en auto. Su rapidez me sorprende, y más aún su vestimenta. Están vestidas de negro de pies a cabeza, como si hubieran previsto tiempo ha el deceso de sus ascendientes. Traspuesto el umbral de las Siete Hayas, incluso antes de sacarse galas y velos, lágrimas y palabras brotan. Y entonces empiezan a zumbar como avispas en un bocal.

Tienen una manía, para mí muy irritante. Cada una, por turno, se hace eco de la otra. Lo que dice la Paulette, la Pelagia lo repite, o a la inversa, la pregunta que hace la Pelagia a renglón seguido la Paulette la vuelve a hacer. Nada más repugnante. Uno tiene, en todo momento, dos versiones de la misma estupidez.

Además se parecen, son fofas, rubicundas y enruladas, exudan una falsa dulzura. Digo falsa, porque bajo ese aspecto de ovejas, no es aspereza lo que les falta.

– ¿Y por qué -bala Paulette- padre y madre no están en su cama en el Gran Hórreo?

– En lugar de estar aquí, en casa del tío, como si no tuvieran su casa.

– Y que el pobre padre si viviera -retoma la Paulette- estaría muy contrariado de no estar muerto en su casa.

– De todas maneras -digo yo- no se ha muerto en su casa, sino en el acto en el 4L. Y para velarlos no me podía partir en dos, una parte en el Gran Hórreo, y la otra parte en las Siete Hayas.

– No importa -dice la Paulette.

– No importa -dice la Pelagia-, el pobre papá no estaría muy contento de encontrarse aquí. Mamá tampoco.

– Sobre todo -dice la Paulette- con los sentimientos que tú sabes que tenían por el pobre tío.

He aquí un asunto delicado. Y lo de "pobre" me irrita, porque a su tío, tampoco ellas lo querían.

– Si piensas -prosigue la Pelagia- que durante todo este tiempo no hay nadie en el Gran Hórreo, para cuidar los animales.

– Y que las vacas de papá -dice la Paulette- son más importantes sin embargo que los caballos.

No dice "los caballos del tío", porque el tío está ahí, delante de ella, terriblemente mutilado.

– Es Peyssou -digo yo- el que se ocupa.

Cambian miradas entre sí.

– ¡Peyssou! -dice la Paulette.

– ¡Peyssou! -repite la Pelagia-. ¡Y bueno, no puede ser, Peyssou!

Las interrumpo con rudeza.

– ¡Y sí, bueno, Peyssou! ¿Qué tienen contra Peyssou?

Y agrego pérfidamente.

– No siempre les ha parecido mal Peyssou.

Se hacen las desentendidas. Están demasiado ocupadas en dejar pasar un flujo de sollozos. Cuando ha pasado, sobreviene una dramática sesión de secada de ojos y de sonada de narices. Luego la Pelagia vuelve al ataque.

– Mientras que estamos aquí -dice intercambiando con su hermana una mirada significativa-, Peyssou hace lo que quiere en el Gran Hórreo.

– Te imaginas -dice la Paulette- lo poco que le va a molestar a Peyssou revisar los cajones.

Me encojo de hombros. Me callo. Los sollozos, las sonadas de nariz y las lamentaciones vuelven a empezar. Pasa un buen rato antes de que el dúo recomience. Pero recomienza.

– Me hago mala sangre por esos pobres animales -dice la Pelagia-. Me pregunto si no voy a ir hasta casa para quedarme tranquila.

– Tienes razón -dice la Paulette-, Peyssou ni se habrá ocupado.

– ¡Ah, pero imagínate, Peyssou! -dice la Pelagia.

Si en ese momento se abriera el corazón de mis hermanas, encontraríamos, impresa en tamaño natural, la llave del Gran Hórreo. Ambas están casi seguras que soy yo el que la tiene. ¿Pero con qué pretexto me la van a pedir? No para cuidar a los animales, por supuesto.