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Gazel, que está muy pesaroso de verse ofrecer la palabra que no ha pedido, se hubiera contentado muy bien con una protesta a base de gestos, lo que lo hubiera comprometido mucho menos. Pero como de la sala parten gritos: ¡hable! ¡hable! ¡Señor Gazel! y como por el otro lado, Hervé le hace gestos para animarlo, se decide a levantarse. Bajo los bellos rulos hechos a tijera de su cabello canoso, su larga cara de payaso parece fofa, sorprendida, asexuada, y cuando habla, es con una voz neutra y delicada que nadie puede escuchar sin sonreír. Y sin embargo, dice lo que tiene que decir, delante de todos, delante de Fulbert, no sin coraje.

– Yo quisiera hacer observar -dice Gazel, con las dos manos cruzadas a la altura del pecho- que desde que he dejado el castillo a causa de todas las cosas malas que pasaban en La Roque, el consejo parroquial no se ha reunido.

– ¿Y entonces -engancha en seguida Fulbert, con un aplastante desprecio- en qué nos concierne esto, imbécil, que tú hayas o no dejado el consejo parroquial?

Algo asciende por el largo cuello, con bocio, de Gazel y su cara fofa se endurece. Si hay algo que los semi-impedidos de su tipo no perdonan nunca, son las heridas en su amor propio.

– Le pido perdón, Monseñor -dice, con una voz del todo diferente, una voz ácida y puntiaguda de solterona-, pero usted ha dicho que condena al señor Comte en nombre del consejo parroquial. Y yo, justamente, le hago notar que el consejo parroquial no se ha reunido y que yo tampoco estoy de acuerdo con la condena del señor Comte.

Gazel es aplaudido, y no solamente por los cinco miembros de la oposición sino también por dos o tres personas de la mayoría a quienes, supongo, su coraje les ha dado vergüenza. Gazel se vuelve a sentar, enrojeciendo y temblando y Fulbert al punto, lo fulmina.

– ¡Prescindiré muy bien de tu acuerdo! ¡Has traicionado mi confianza, miserable retrasado! ¡No me olvidaré de tus palabras y te las haré pagar!

Abucheos acogen sus palabras y Judith que se acuerda de golpe de su pasado de cristiana de izquierda, apostrofa a Fulbert gritando a todo pulmón: "¡Nazi! ¡SS!". Marcel, lo veo, no la retiene más que blandamente.Me temo que los larroquenses encuentren en ella a la conductora que los lleve al asalto, temo sobre todo por la seguridad de los nuevos. Me levanto y digo con voz fuerte:

– Pido la palabra.

– Te la doy -dice en seguida Hervé, muy aliviado.

– ¿Cómo? -grita Fulbert descargando su furor contra Hervé-. ¿Tú le das la palabra a ese miserable? ¿A ese falso cura? ¿A ese enemigo de Dios? ¡Ni lo pienses! ¿A él, a quien acabo de condenar a muerte?

– Razón de más -dice Hervé, acariciando su pequeña barba en punta con flema. Por lo menos que pueda hacer una última declaración.

– ¡Pero es intolerable! -prosigue Fulbert-. ¿Qué quiere decir esto? ¿Es estupidez o traición? ¡Haces lo que se te ocurre, es increíble! ¡Y yo, yo te doy la orden de hacer callar al condenado! ¿Me oyes?

– Yo no recibo órdenes de usted -dice Hervé con dignidad-. Usted no es mi jefe. Aquí, en ausencia de Vilmain, soy yo el que manda -prosigue golpeando con la palma de la mano la culata de su fusila- y he decidido que el acusado hablará. Hasta hablará todo el tiempo que quiera.

Se produce entonces una cosa inaudita: Hervé es aplaudido por una buena mitad de los larroquenses. Es verdad, también, que siendo nuevo en la banda y no habiendo tomado parte como sus compañeros en las "cosas malas" denunciadas por Gazel, no tienen quejas contra él. ¡Pero con todo, aplaudir a un hombre de Vilmain! ¡Se vive una confusión total!

– ¡Es intolerable! -grita Fulbert apretando los puños, y con sus ojos bizcos desorbitados-. No comprendes que dándole la palabra a este individuo, te haces cómplice de los rebeldes y los conspiradores. ¡Pero esto no va a terminar así! ¡Estás prevenido! ¡Te denunciaré a tu jefe, él te castigará!

– Eso me extrañaría -dice Hervé con una serenidad tan poco simulada que me pregunto si no va demasiado lejos y si Fulbert no se va a dar cuenta-. De todos modos -insiste él- lo que está dicho está dicho, el acusado tiene la palabra.

– ¡En ese caso -grita Fulbert- no lo escucharé! ¡Me voy! ¡Iré a mi casa a esperar la llegada de Vilmain!

Desciende los escalones y bajo las vociferaciones de la oposición, camina a paso largo por el pasillo central y se dirige a la puerta del fondo. Esto no nos conviene para nada. Sin Fulbert el contraproceso no tendrá lugar. Le grito con voz fuerte detrás de éclass="underline"

– ¿Tienes tanto miedo de lo que voy a decir, que no tienes ni siquiera el coraje de escucharme?

Se para, gira sobre sus talones y me hace frente. Prosigo con voz vibrante:

– Son las cinco y cuarto. Vilmain dijo que estaría aquí a las cinco y media. ¡Tengo entonces un cuarto de hora para vivir y tú, durante ese último cuarto de hora, todavía tienes tanto miedo de mí que tiemblas como un pingajo y que te vas a ir acostar debajo de tu cama esperando a tu amo! ¡Digo bien, debajo de tu cama! ¡Ni siquiera encima!

La actitud de Hervé ha sumido a Fulbert en la inquietud. Lo tranquilizo mucho al anunciarle que Vilmain estará acá dentro de un cuarto de hora. De paso también le meto la púa reprochándole su cobardía. Ahora bien, cobarde no es, ya lo he dicho. Pero hay una debilidad en su fuerza. Como todas las personas valientes, tiene la vanidad de su valor. A mi provocación, va, tal como lo espero, a reaccionar con el desafío.

Pálido, tenso, con las mejillas hundidas, los ojos afiebrados, se inmoviliza y dice con desdén:

– Tú puedes decir todas las estupideces que quieras. No me molestan. Aprovecha, mientras puedas.

Tomo la pelota enseguida:

– Voy a aprovecharlo sobre todo para reducir a la nada tus acusaciones. Cati, para empezar. No he abusado de ella como tú te has atrevido a decirlo y no la he secuestrado. Es un invento puro. Por propia voluntad y de acuerdo con su tío. (¡Es verdad!, grita enseguida Marcel, a quien no temo ya comprometer.) Cati ha ido a ver su Mémé a Malevil y allí, se enamoró de Thomas y se casaron. Lo que te ha despechado mucho, Fulbert, porque querías convertirla en tu sirvienta en el castillo.

Se oyen risas sarcásticas y Fulbert exclama:

– ¡Es absolutamente falso!

– Oh, perdón -dice al punto sin pedir la palabra una mujer como de cincuenta años, baja y voluminosa.

Se levanta. Es Josefa, la sirvienta del castillo. Poco estimada en principio por ser portuguesa (los larroquenses son racistas) pero bastante querida, en realidad, porque tiene la lengua bien suelta y "te dice todo a la cara, cuando tiene algo que decirte".

Josefa no es una belleza. Tiene una de esas pieles que parecen ubicarse más allá del agua y del jabón. Además, es petisona, mofletuda y pecherona. Pero con sus robustos dientes blancos, su mandíbula fuerte, sus ojos negros muy vivaces y su cabellera abundante, da una agradable impresión de vitalidad animal.

– ¡Perdón! -prosigue con un acento vulgar y entrecortado, que parece dar mucha fuerza a lo que dice-. ¡No hay que decir que es falso, cuando es verdad! ¡Y es verdad que Monseñor no me quería más a mí, y que quería a la pequeña! Aunque ella no lo hubiera servido tan bien -agrega con una ingenuidad verdadera o falsa, no sabría decirlo.

Se vuelve a sentar, en medio de risas y de bromas de las que Fulbert es la víctima. Este, me doy cuenta, evita atacar a Josefa. Conoce su lengua, y prefiere seguir contra mí.

– ¡No veo lo que ganas -me grita con altivez- con desencadenar esos chismes contra tu obispo!

– ¡Tú no eres mi obispo! ¡Ni mucho menos! ¡Y con eso gano hacerte tragar tus mentiras! ¡Y entre estas, he aquí otra y de bulto! Tú has dicho que me había hecho elegir sacerdote por mis sirvientes. Sabrás primero -digo con fuerza- que no tengo sirvientes. Tengo amigos y tengo iguales. Y contrariamente a lo que sucede en La Roque, nada importante se hace en Malevil sin que lo hayamos discutido todos juntos. ¿Por qué he sido elegido sacerdote? Voy a decírtelo: tu querías imponernos al señor Gazel en Malevil con ese título, y nosotros no teníamos para nada ganas de tener al señor Gazel. No lo ofendo, espero, diciéndoselo. Y es por eso que mis compañeros me eligieron abate. En cuanto a ser un buen o un mal sacerdote, yo no sé nada. Soy un sacerdote elegido, como el señor Gazel. Hago lo mejor que puedo. Cuando no se puede arar con un caballo, se ara con un asno. Yo no creo ser más malo que el señor Gazel y no me cuesta mucho ser mejor que tú (risas y aplausos).

– ¡Es el orgullo el que te hace hablar así! -grita Fulbert-. ¡En realidad eres un falso sacerdote! ¡Un mal sacerdote! ¡Un sacerdote execrable!, ¡y tú lo sabes! Ni siquiera hablo de tu vida privada…

– Ni yo de la tuya.

No contesta. Debe tener miedo de que hable de Miette.

– ¡Para no citar más que un ejemplo -prosigue con rabia- tú tienes un concepto y una práctica totalmente heréticas de la confesión!

– Yo no sé -dije con tono modesto- si es herética. No soy tan versado en religión, porque en manos de un mal sacerdote puede convertirse en una empresa de espionaje y un instrumento de dominación.

– ¡Y usted tiene mucha razón, señor Comte -grita Judith con su voz estentórea-, es eso mismo en lo que se ha convertido la confesión, incluso acá, en La Roque, en las manos de este SS!

– ¡Cállese! -dice Fulbert dándose vuelta hacia ella-. ¡Usted es una loca, una rebelde y una mala cristiana!