– ¿Pero cuándo? -dice Thomas con asco-. Por el momento, nos pasamos la vida tratando de sobrevivir. Los saqueadores, la hambruna. Mañana las epidemias. Meyssonnier tiene razón, hemos vuelto a los tiempos de Juana de Arco.
– Pero no -digo con vivacidad-. ¿Cómo un matemático como tú puede cometer semejante error? Mentalmente estamos mucho mejor equipados que los hombres de la época de Juana de Arco. No nos van a hacer falta siglos para volver a nuestro nivel tecnológico.
– ¿Y empezar todo de nuevo? -dice Meyssonnier levantando las cejas con aire de duda.
Me mira. Parpadea. Y me quedo sorprendido por su pregunta. Porque es él -el hombre del progreso- quien la plantea. Y porque veo muy bien lo que él prevé en el futuro al cabo de ese recomienzo.
NOTA DE THOMAS
Es a mí a quien corresponde terminar este relato.
Una palabra personal, para empezar. Después del linchamiento de Fulbert, Emanuel escribe que en mi mirada leyó "esa mezcla de amor y de antipatía" que le he testimoniado siempre.
"Amor" no es exacto. "Antipatía" tampoco. Sería mejor hablar de admiración y de reticencias.
Quiero explicar esas reticencias. Yo tenía veinticinco años cuando estos acontecimientos sobrevinieron, para mis veinticinco años tenía poca experiencia de la vida, y la habilidad de Emanuel me chocaba. La encontraba cínica.
He madurado. He asumido a mi vez responsabilidades y ya no pienso más así. Creo, al contrario, que una buena dosis de maquiavelismo le es necesaria a cualquiera que pretenda dirigir a sus semejantes "aunque los ame".
Como a menudo aparece en las páginas que preceden, Emanuel estaba siempre bastante contento consigo mismo y siempre bastante seguro de tener razón. No me irritan más esos defectos. No son más que el reverso de la confianza en sí mismo de la que tenía necesidad para mandarnos.
En fin, quisiera decir esto: no creo de ningún modo que en pequeña o gran escala, un grupo segregue siempre al hombre superior que necesita. Muy por el contrario, existen momentos en la Historia en los que se siente un terrible vacío: el jefe necesario no ha aparecido y todo fracasa lamentablemente.
En nuestra pequeña escala, el problema es el mismo. En Malevil, hemos tenido mucha suerte al tener a Emanuel. Mantuvo la unión y nos enseñó a defendernos. Y Meyssonnier, bajo su dirección, convirtió a La Roque en menos vulnerable.
Aun si Emanuel, instalándolo en La Roque, sacrificó a Meyssonnier al interés común, hay que reconocer que Meyssonnier hizo, en efecto, muy buen trabajo en la "alcaldía". Elevó las murallas de la ciudad, y sobre todo, hizo construir a medio camino entre las dos puertas fortificadas una gran torre cuadrada cuyo segundo piso, organizado como puesto de guardia habitable, disponía de una chimenea y, en el exterior, de troneras acodadas que permitían vistas muy extendidas sobre el campo. Un camino de ronda en madera, en el flanco de la muralla, unía esta torre cuadrada, por ambos lados, a las dos puertas. Los materiales para esta construcción fueron extraídos de las demoliciones de la ciudad baja y el cemento reemplazado por arcilla.
Alrededor de las murallas, Meyssonnier organizó una ZDA con todo un sistema de trampas y de emboscadas imitando a la de Malevil. El terreno, muy despejado aunque algo ondulado, no hacía posible la construcción de una barricada; pero Meyssonnier encontró en las dependencias del castillo rollos de alambre de púa destinados, sin duda, a cerramientos futuros, y los usó para cortar las dos rutas de acceso -el camino asfaltado de Malevil y el provincial que conducía a la capital- con todo un juego de pasos en zig-zag (abiertos de día y cerrados de noche) que debía prevenirnos contra las sorpresas.
Si Meyssonnier, en parte gracias a Judith, que lo apreciaba mucho, se entendió bien con su consejo y sus administrados, tuvo con Gazel un diferendo de orden religioso. Meyssonnier, fiel a la promesa hecha a Emanuel, continuaba asistiendo a misa y comulgando, pero se negaba a toda confesión. Gazel, retomando la antorcha de la ortodoxia más estricta, pensaba, como Fulbert, unir la comunión a la confesión. No sin valor, tuvo una explicación con Meyssonnier delante del consejo municipal y la disputa llegó muy lejos, dado que Meyssonnier se negó a toda concesión. Accedo, dijo Meyssonnier en tono rudo, a hacer una autocrítica pública si he hecho macanas, pero no veo por qué tengo que reservarle únicamente a usted mi pequeña confesión.
Se apeló, al final de cuentas, a Emanuel, en su calidad de obispo de La Roque. Éste intervino con prudencia y habilidad, oyó a todo el mundo e instituyó un sistema de confesión pública comunitaria, una vez por semana, el domingo por la mañana. Cada uno debía decir, por turno, lo que tenía que reprocharse a sí mismo y a los demás, quedando bien sentado que las personas incriminadas tenían, a su vez, derecho a réplica, sea para protestar, sea para admitir sus faltas. Emanuel asistió en calidad de observador a la primera de esas reuniones en La Roque, y quedó tan satisfecho que persuadió a los de Malevil a adoptar el mismo sistema.
Emanuel llamaba a esto "sacar los trapitos al sol" en familia: institución sana, me dijo, y al mismo tiempo divertida.
Me contó que en La Roque, una larroquense se había levantado para reprocharle a Judith el no poder hablar con los hombres sin manosearles el brazo. Eso, de por sí, era gracioso, dijo Emanuel, pero lo más gracioso fue la respuesta, sinceramente estupefacta, de Judith: no tengo conciencia de obrar así, dijo ella con su voz bien articulada. ¿Hay aquí alguien que pueda corroborar ese testimonio?
Prueba, agregó riéndose Emanuel, de que es bueno que los demás nos digan cómo nos ven, ya que uno no se ve a sí mismo.
En cambio, de confesiones particulares ni se habló más. Y Gazel tuvo que renunciar al privilegio que apreciaba tanto, de "perdonar" o de "retener" los pecados de los otros, privilegio que Emanuel, debemos recordarlo, encontraba "exorbitante" y que nunca había ejercido sin malestar.
Antes de encontrar la solución astuta que debía poner fin a la "inquisición" del cura de La Roque, Emanuel, durante días, se mostró muy preocupado por el diferendo entre Gazel y Meyssonnier. Recuerdo que me habló varias veces, y en particular en su cuarto, sentados los dos de cada lado del escritorio. Evelina, acostada en la cama grande, pálida y extenuada, y reponiéndose de un violento ataque de asma (debido, según mi opinión, a la instalación de Inés Pimont en Malevil).
– Ves, Thomas, no se puede tener dos jefes en una comunidad: un jefe espiritual y un jefe temporal. No hace falta más que uno. Si no aparecen tensiones y conflictos de nunca acabar. El que manda en Malevil debe ser también el obispo de Malevil. Si un día, después de mi muerte, eres elegido jefe militar, deberás tú también…
Yo exclamé:
– ¡Ni se te ocurra! ¡Es contrario a mis opiniones!
Me interrumpió con vehemencia:
– ¡Importan un carajo tus opiniones personales! ¡No importan absolutamente para nada! ¡Lo que importa es Malevil, y la unidad de Malevil! ¡Deberías comprender esto: sin unidad, no se sobrevive!
– ¡Pero vamos, Emanuel, no me puedes imaginar poniéndome de pie frente a mis compañeros y empezar a recitar oraciones!
– ¿Y por qué no?
– ¡Me sentiría ridículo!
– ¿Y por qué te sentirías ridículo?
Su pregunta fue articulada con tanta violencia que no supe qué contestar. Y al cabo de unos instantes, prosiguió en una forma más reposada, y como si hablara consigo mismo tanto como a mí:
– ¿Te parece tan idiota rezar? Estamos rodeados de lo desconocido. Como tenemos necesidad de ser optimistas para sobrevivir, suponemos que ese desconocido es benévolo y le rogamos que nos ayude.
Para apreciar la "fe" de Emanuel, a falta de textos realmente "comprometidos" de su mano, se debe elegir entre una hipótesis máxima y una hipótesis mínima. No siento, en lo que me concierne, la necesidad de elegir entre las dos, pero cito las palabras que acaban de leer como corroborando más la hipótesis mínima.
Lo que sigue me resulta tan penoso de escribir que lo voy a decir muy rápido y muy breve y con un mínimo de detalles. Desgraciadamente, la magia no existe, porque si pudiera, callando el asunto, suprimirlo, me callaría hasta el fin de los tiempos.
Durante la primavera y el verano de 1978 y 1979, Malevil y La Roque, conjugando sus fuerzas, aniquilaron dos bandas de saqueadores. Habíamos establecido con nuestra vecina un sistema de telecomunicación visual y auditiva, que permitía advertirnos mutuamente de los ataques, volando al instante en ayuda del otro.
Fue el 17 de marzo de 1979 cuando tuvo lugar la alerta más seria. La campana de la capilla de La Roque se puso a repicar al alba a todo vuelo y por la duración excepcional del doblar de las campanas nos advirtió la importancia del peligro. Emanuel dejó a Jacquet y a las dos mujeres para asegurar la defensa de Malevil y en tres cuartos de hora de loco galope por el atajo forestal, llegamos a la orilla del bosque, a cien metros de las murallas del enemigo. Lo que vimos nos paralizó de estupor. A pesar de las trampas, a pesar de los alambres de púa, a pesar del fuego nutrido de sus defensores, cinco o seis escaleras estaban ya colocadas en distintos lugares contra las murallas. La banda contaba con unos cincuenta individuos resueltos y según lo supimos más tarde, unos doce ya se habían introducido en la plaza cuando las fuerzas de Malevil intervinieron, tomando a los agresores por detrás y con su tiro de mosquetería y el bazooka (nos tocaba el turno de estar en posesión de él) matando a mucha gente y poniéndolos en fuga. Emanuel organizó en seguida la persecución de los sobrevivientes, los que, fraccionados en pequeños grupos todavía temibles, se escondían en la maleza. Esta cacería duró ocho días durante los cuáles los de Malevil estuvieron constantemente a caballo por montes y valles.