El 25 de marzo se tuvo la certeza de que el último bandolero había sido muerto. Ese día, al desmontar de su Amaranta, Emanuel sintió un vivo dolor en el abdomen, tuvo vómitos repetidos y se acostó con fiebre alta. A su ruego, palpé su vientre y apoyé cuatro dedos en el lugar que me indicó. Pegó un grito que en seguida reprimió, me dirigió una mirada que nunca olvidaré y me dijo con una voz sin timbre: no vale la pena que sigas, es un ataque de apendicitis. Es el tercero.
Los días siguientes, me dijo que había tenido dos ataques en el 76 y que se debió haber operado en Navidad. Ya estaba todo arreglado y su pieza reservada en la clínica, cuando a último momento, desbordado de trabajo y sintiéndose en perfecto estado, había postergado la operación para Pascua. Agregó sin mirarme: fue una negligencia y la pago.
Ocho días después del grave ataque del 25 de marzo, Emanuel estaba levantado, sin embargo. Recomenzó a alimentarse. Con todo yo notaba que no andaba más a caballo y que se abstenía de hacer esfuerzos. Además comía poco, se recostaba frecuentemente y se quejaba de náuseas. Un mes pasó así en un estado en el que esperábamos ver una convalecencia y que no era, en realidad, más que un alivio.
El 27 de mayo, en la mesa, Emanuel fue presa de violentos dolores. Lo trasportamos a su cuarto. Estaba agitado por escalofríos y el termómetro marcaba 41º. Su vientre estaba tenso y duro. Su dureza se acentuó en los días subsiguientes. Emanuel sufría terriblemente y me sorprendió la rapidez con la cual sus rasgos se alteraron. En menos de tres días, sus órbitas se hundieron, y su cara, naturalmente plena y coloreada, se volvió color ceniza y descarnada. No teníamos nada para aliviarlo, ni una aspirina. Rondábamos su pieza, llorando de rabia y de impotencia pensando que Emanuel se iba a morir por falta de una operación que, en tiempos normales, hubiera durado diez minutos.
Al sexto día los dolores disminuyeron. Pudo beber la mitad del bol de leche que yo le llevaba por la mañana y me dijo: Tengo cuarenta y tres años. Tenía una constitución robusta. ¿Pero sabes lo que más me sorprende? Es que mi cuerpo, que me ha proporcionado tanto placer, me haga pagar una cuenta tan cara antes de abandonarme.
Dicho eso, me miró con sus ojos hundidos, me hizo una media sonrisa con sus labios descoloridos y me dijo:
– En fin, abandonarme, es una forma de hablar. Tengo más bien la impresión de que nos vamos a ir juntos.
A la tarde, como todos los días, Meyssonnier vino a verlo desde La Roque. Emanuel, aunque muy débil, lo interrogó sobre sus relaciones con Gazel y pareció contento de saber que habían mejorado. Estaba lúcido del todo. A la noche, me pidió que juntara a todo Malevil al pie de su cama. Cuando estuvo hecho, nos miró uno por uno, como si hubiera querido grabar nuestros rasgos en su espíritu. A pesar de que era capaz de hablar, no pronunció una sola palabra. Tal vez tuviera miedo, si hablaba, de ceder a su emoción y de brindarnos el espectáculo de sus lágrimas. Sea lo que fuere, se contentó con mirarnos con una expresión angustiosa de afecto y de pena. Después, con la mano nos hizo la señal de adiós, cerró los ojos, los reabrió y cuando salíamos le pidió a Evelina y a mí que nos quedásemos. Después de esto, no pronunció ni una palabra. Hacia las siete de la tarde, apretó la mano de Evelina con fuerza y murió.
Evelina pidió ser la primera en velar su cuerpo. Como me lo pidió con voz calma y sin llanto, accedí sin suspicacia. Dos horas más tarde, la encontraron acostada sobre Emanuel. Se había atravesado el pecho con el pequeño puñal que llevaba en la cintura.
A pesar de que ninguno fuese partidario del suicidio, a nadie le sorprendió ni le escandalizó. De cualquier manera, el gesto de Evelina no hacía más que anticipar por muy poco un desenlace previsible. Todos los esfuerzos de Emanuel no tenían otro efecto que mantenerla viva y nos había dado siempre la impresión de que ella se aferraba a la existencia para no tener que dejarlo. Se consultó entre nosotros, y por unanimidad, menos por un voto, el de Colin, se decidió que no se la separaría de Emanuel y que sería enterrada con él. El voto negativo de Colin -al que justificó por razones religiosas y que chocó a todo el mundo- dio ocasión a la primera disputa que se originó entre nosotros después de la muerte de Emanuel.
Desde entonces, pensándolo mejor, han dejado de sorprenderme las relaciones entre Evelina y Emanuel. Aunque Emanuel se hubo decidido, en el mundo de antes, contra la monogamia y que persistiera luego en esa posición, por las razones que adujo, creo que la aspiración a un gran amor exclusivo no se había desvanecido por eso en él. Era esta aspiración la que colmaba en secreto sus relaciones platónicas con Evelina. Había por fin encontrado a alguien a quien pudiera amar con todas sus fuerzas. Pero no era del todo una mujer. Y ese matrimonio tampoco lo era.
Menos dos hombres que Meyssonnier dejó cuidando las murallas, todos los larroquenses vinieron para asistir al entierro de Emanuel, lo que aun por el atajo forestal, representaba una marcha ida y vuelta de veinticinco kilómetros. Ese fue el primero de los peregrinajes anuales de La Roque a la tumba de su libertador.
Judith Médard, a ruego del consejo municipal, pronunció un discurso bastante largo en el cual ciertas expresiones sobrepasaron la capacidad de su auditorio. Insistiendo sobre la humanidad de Emanuel, habló de "su amor fanático por los hombres y su apego casi animal a la continuación de la especie". Retuve esta frase porque me pareció justa, y también porque tuve la impresión que no fue comprendida. Al final de su discurso Judith debió interrumpirse para secarse las lágrimas. Le agradecieron su emoción y hasta su oscuridad, porque ésta daba a su panegírico una dignidad que parecía convenir a las circunstancias.
No estábamos al final de nuestras penas. Una semana después del entierro, la Menou interrumpió toda comunicación con sus semejantes, dejó de alimentarse y cayó en un estado de postración y de mutismo del que nada pudo sacarla. No tenía fiebre, no se quejaba de ningún dolor, no presentaba ningún síntoma. No se acostó. De día, se quedaba sentada en el atrio mirando el fuego, con los labios apretados, los ojos vacuos. Al principio, cuando uno le pedía que se levantara y se alimentara, contestaba, como Momo lo había hecho tantas veces en su vida. ¡Pero déjense de joder, por Dios! Después, poco a poco dejó de responder, y un día, cuando estábamos en la mesa, se resbaló de su banco en el atrio y se cayó en el fuego. Nos precipitamos. Estaba muerta.
Su desaparición nos consternó. Pensamos que iba a sobrellevar por su vitalidad la muerte de Emanuel como había sobrellevado la de Momo. Era no contar con el efecto acumulativo de dos pérdidas una después de otra. También creo que no se había comprendido del todo que la energía de la Menou necesitaba apoyarse sobre una fuerza que le diera seguridad y que esa fuerza, era Emanuel.
Después del entierro, la asamblea de Malevil quiso nombrarme jefe militar y elegir a Colin abate de Malevil. Yo me negué. Argüí que Emanuel era hostil a la separación de lo espiritual y lo temporal. Me propusieron entonces asumir también en Malevil las funciones eclesiásticas. Sin titubear, me negué. Como me lo había reprochado Emanuel en vida, estaba aún mezquinamente apegado a mis opiniones personales.
Fue de mi parte un enorme error. Porque entonces Colin recibió de nuestras manos los dos poderes.
Colin, en la época de Emanuel, era fino, gentil, servicial y alegre. Pero era todo eso porque se bañaba en el afecto de Emanuel que lo había protegido siempre. Emanuel muerto, Colin se creyó otro Emanuel. Y no teniendo ni su autoridad, ni sus dones de persuasión, se volvió tiránico sin ser a pesar de ello más respetado. ¡Cuando pienso que yo había temido la "enseñorización" de Emanuel! ¡Pero si Emanuel era el ángel mismo de la democracia, comparado con su sucesor! Apenas electo, Colin cesó de reunir a la asamblea y gobernó como un autócrata.
En Malevil hubo agarradas serias y cuasi cotidianas del "jefe" con Peyssou, conmigo, con Hervé, con Mauricio y hasta con Jacquet. Discutido por los hombres, Colin no tuvo mejor éxito con las mujeres. Se enojó con Inés Pimont porque había tratado, en vano por otra parte, de controlar sus afectos. No fue más feliz con La Roque que, instruida por nosotros sobre su absolutismo, no lo quiso elegir obispo. Se sintió muy mortificado, se peleó a medias con Meyssonnier y trató -sin éxito- de enredarnos en su desavenencia.
Cierto, no era fácil suceder a Emanuel, pero la vanidad de Colin y su necesidad de agrandar su yo confinaban con lo patológico. Apenas elegido obispo de Malevil y jefe militar, bajó unos cuantos tonos de voz en las notas graves, tomó un aire distante, se encerró en un silencio altanero en la mesa y fruncía las cejas cuando hablábamos antes que él. Nos dimos cuenta de que, poco a poco, se rodeaba de un sistema infantil de pequeños privilegios y de pequeñas prelaciones a las que nadie podía faltar sin hacerle una ofensa. Su fineza -que Emanuel gustaba aplaudir- no le sirvió, en la ocasión, para corregir lo absurdo de su conducta, pero sí solamente para sentir cuánto lo desaprobábamos. Se creyó perseguido. Y se sentía solo porque se había aislado.