– ¿Un riesgo? -dijo Peyssou sacando la cabeza de entre sus manos-. ¿Y para qué quiero vivir yo?
Hubo un silencio.
– ¿Y nosotros entonces? -dije mirándolo.
Peyssou se encogió de hombros, abrió la boca, mudó de parecer y se calló. Sus hombros no expresaban lo mismo que su silencio. Querían decir: igual no se puede comparar. Pero se callaba porque sabía muy bien que para nosotros también todo eso importaba.
Entonces la Menou tomó la palabra. No intervino como era su costumbre: un monólogo soltado a media voz para sí misma y secundariamente para los demás, o una corta reflexión largada en dialecto en medio de la conversación. Dijo lo que para ella era todo un discurso, y lo dijo en francés, dando prueba de la importancia que le atribuía, pero sin dejar por ello su tapa-botella.
– Muchacho -dijo mirando a Peyssou- no somos nosotros quienes podemos decir si vamos a vivir o vamos a morir. Si estamos vivos, es para seguir. La vida es como el trabajo. Es mejor llegar hasta el fin que no dejarlo plantado cuando se pone difícil.
Dicho eso, bajó la palanca de su máquina y el tapón se hundió sin ruido en el gollete. Peyssou la miró, abrió la boca y cambiando de idea, se quedó silencioso. Pensé que la Menou había terminado, pero colocó una segunda botella bajo la palanca y prosiguió:
– Tú estás pensando: pero si la Menou no ha perdido nada, tiene a su Momo. Y es verdad, en un sentido. Pero aunque hubiera perdido a Momo (largó la palanca y se persignó) no diría la cosa que has dicho. Vives porque vives, muchacho. No hay que ir a buscar más lejos. La muerte… no es de todos modos la amiga del hombre…
– Tienes razón, madre -dijo Colin.
Y la madre, en efecto, hubiera podido serlo, dada su edad, pero nadie hasta el momento se había dado cuenta.
– Vamos -dijo Meyssonnier dando algunos pasos envarados en dirección a la puerta.
Me puse en su camino y me aparté un poco con él.
– Tú y Colin -le dije en voz baja- traten de no dejar solo a Peyssou. Comprendes por qué. Lo mejor sería que se quedaran los tres juntos.
– También pensé lo mismo -me contesta Meyssonnier.
Thomas se adelantó a su vez, con su contador Geiger en la mano.
– Voy con ustedes -le dijo a Meyssonnier, en el momento en que Colin, seguido de Peyssou, se reunía con nosotros.
Los tres se detuvieron y se miraron.
– No tienes ningún motivo para venir, sobre todo si hay peligro -dijo Colin a Thomas, olvidando que hasta ese momento siempre lo había tratado de usted.
– Ustedes me necesitarán -dijo Thomas mostrando el contador.
Hubo un silencio y Meyssonnier dijo con voz ronca:
– Vamos a llevar el cuerpo de Germán, y lo depositaremos en la entrada del primer recinto hasta que lo enterremos.
Apenas le dije gracias, pero le agradecí muchísimo que hubiera pensado en Germán, aunque él mismo estuviera tan ansioso. Los miré partir. Thomas abrió la marcha, con sus auriculares colgados del cuello en su posición de escucha, y su contador en su mano adelantada. Meyssonnier y Peyssou seguían trasportando a Germán con dificultad. Colin cerraba la marcha, pareciendo más chico y más frágil que nunca. La puerta se cerró y me quedé inmóvil delante de la Menou, preocupado por ellos y preguntándome si no iba a seguirlos.
– Ya no tengo más botellas llenas que tapar -dijo ella a mis espaldas con tono tranquilo-. Podrías llenar otras más.
Volví a mi taburete, me senté y volví a trasegar. Tenía mucha hambre, pero no iba a dar un ejemplo de indisciplina comportándome como dueño y apoderándome de mis jamones. La Menou había tomado en su mano los víveres y me parecía muy bien. Estaba seguro de que iba a ser equitativa.
– Vamos, Momo -dijo la Menou al ver que me iban a faltar botellas vacías.
Y como Momo se levantaba y llenaba una cesta, agregó sin elevar la voz pero con tono firme:
– Y trata de no beber en el camino, ya que ahora cuando bebes de más, es a los otros a quien se lo sacas.
Pensé que Momo iba a hacerse el sordo ante esta advertencia, pero me equivocaba. La tuvo en cuenta. O quizá fue sólo el tono de su madre lo que comprendió.
– Has estado económica esta mañana con el jamón -le dije a la Menou, un momento después-. No me ha gustado mucho verlos partir con barriga vacía.
Hice un gesto hacia las bóvedas:
– Sobre todo con todos los chacinados que hay aquí.
– Somos siete -dijo la Menou siguiendo mi gesto con la mirada- y cuando lo que cuelga de ahí se habrá terminado, no es seguro que volvamos a comer cerdo nunca más. Ni que volvamos a beber vino. Ni que tengamos nunca más otra cosecha.
La miré. Tenía setenta y seis años, Menou. Había encarado con lucidez la perspectiva de morirse de hambre, pero su voluntad de vivir continuaba intacta.
La puerta de la bodega se abrió bruscamente, la cabeza de Thomas apareció y gritó con lo que significaba en él ser una viva emoción:
– ¡Emanuel! ¡Tienes animales que están vivos!
Desapareció. Me levanté, boquiabierto, me pregunté si habría oído bien. La Menou también se levantó, me miró y me dijo en dialecto, como si dudara haber comprendido bien el francés de Thomas:
– ¿Ha dicho que hay animales que están vivos?
– lbi! (voy yo) -gritó Momo y se precipitó corriendo hacia la puerta de la bodega.
– ¡Espera, espera! ¡Te digo que me esperes! -gritó la Menou, trotando detrás de él a todo lo que podía. Parecía una vieja ratita, de tal modo se movían sus patitas flacas. Oí sonar en la escalera los zapatos claveteados de Momo. Yo también me puse a correr, me adelanté a la Menou y agarré a Momo justo cuando franqueaba el puente levadizo y entraba en el primer recinto. De Thomas y de los otros tres, ni rastros. Thomas había venido a advertirme y a paso de carga debió reunirse con los demás en el camino de Malejac.
Cuando nos acercamos hubo una mezcolanza de relinchos, mugidos y gruñidos, todos bastantes débiles. Provenían de la gruta que Birgitta había denominado La Maternidad.
Me puse a correr a todo lo que daba, pasé a Momo, y llegué sin aliento, chorreando sudor, con el corazón golpeándome las costillas. Ahí estaban en los boxes practicados en el fondo de la gruta, Lindo Amót, la adorada yegua de Momo, de catorce años, y lista para parir; Princesa, una de las vacas holandesas de la Menou, en el mismo estado; y mi Amaranta, demasiado joven para ser servida, pero que yo había puesto ahí porque padecía tiro. Y por fin, una enorme marrana, a punto de parir y a la que la Menou sin mi permiso, pero del cual prescindía, le había puesto Adelaida.
Los animales habían sufrido mucho. Estaban acostados sobre el flanco, estaban débiles, respiraban con dificultad, pero, en fin, todavía estaban en vida; la frescura y la profundidad de la gruta los habían protegido. No me pude acercar a Lindo Amor, porque ya Momo se había prendido de su cogote, revolcándose con ella en la bosta, y relinchando con ternura. Pero Amaranta, cuya cabeza descansaba de costado en la paja, la irguió cuando entré en su box y dirigió sus ollares hacia mis dedos para olerlos. Cuando llegó la Menou, ni se le ocurrió retar a Momo por estropearse la ropa en el estiércol, no se ocupaba de otra cosa que de examinar a Princesa, palparla y compadecerla. (Y sí, mi vieja, y sí, mi vieja.) Después pasó a la marrana, pero sin acercarse demasiado, dada su maldad.
Revisé los abrevaderos automáticos. El agua estaba caliente, pero andaban.
– Ibéchéchéoche! (voy a buscar cebada) -dijo Momo subiendo por la escalera del molino que llevaba al piso en donde se entrojaba el pasto.
– ¡No, no -dijo la Menou-, cebada no! Afrecho con agua y vino para todo el mundo. ¡Sal de ahí, gran puerco -le dijo a Momo- tienes el pantalón lleno de bosta y vas a oler peor que la Adelaida!
Dejé a Amaranta y tuve el valor de salir de La Maternidad e ir a mirar los otros boxes. Antes que la vista me informó el olor, y me puse un pañuelo en la nariz, de tal modo el hedor me asfixiaba. Todos los animales habían muerto, no quemados, sino ahogados por el calor. Pegados contra el acantilado, y protegidos por él, los boxes no habían ardido. Pero las grandes piedras chatas que los recubrían habían debido llegar a una temperatura tan elevada que las vigas que las sostenían -de viejo roble de recuperación tan duro como metal- se habían, por lo menos en la superficie, caramelizado.
La Menou volvió con dos botellas de vino y mezclándolas con el agua y el afrecho, hizo una pasta que distribuyó en lebrillos. Entré en el box de Amaranta, siempre acostada y, tomando un puñado en mi mano, se lo puse delante de la nariz. Lo olió, sopló por los ollares, y frunciendo su belfo con asco, la comió con la punta de los labios, sin ganas. Cuando hubo terminado, tomé un segundo puñado y se lo tendí de nuevo. Comía muy poco y con una infinita lentitud. Veía en eso una especie de ironía, porque el afrecho ella lo desdeñaba y yo tenía tanta hambre que hasta le tenía envidia. Distraído, escuchaba los insultos y los mimos que Momo derramaba sobre Lindo Amor al lado, para inducirla a comer, y en un tono menor, los ánimos que la Menou prodigaba a Princesa. Ya Menou se había contentado con poner el lebrillo en las narices de la marrana, y a juzgar por los ruidos que hacía, la marrana era la única que hacía honor a su comida.
– ¿Y eso anda, Menou? -dije levantando la voz.
– No mucho ¿y tú?
– No mucho tampoco. ¿Y tú, Momo?
– Alimone! (es una cretina) -dijo Momo rabioso.