Golpearon a la puerta. Me sobresalté y grité "entre" mecánicamente. La puerta chirrió al abrirse. En la oscuridad todos los ruidos se tornaban de una intensidad anormal.
– Soy yo -dijo Meyssonnier.
Me di vuelta hacia la dirección de su voz.
– Entra. No dormimos.
– Yo tampoco -dijo Meyssonnier, inútilmente.
Se quedó inmóvil en el umbral, sin decidirse a entrar. Por lo menos así lo suponía yo, puesto que no distinguía nada de él. Si hubiéramos sido sombras en el más allá no hubiéramos sido más invisibles el uno para el otro.
– Siéntate. El sillón de mi escritorio está frente a ti.
El ruido que hizo me reveló sus movimientos. Cerró la puerta, avanzó y tropezó con el sillón. Debía de estar descalzo, y largó un improperio. Luego oí los gastados resortes del sillón chirriar bajo su paso. No era pues una sombra. Tenía un cuerpo, él también, presa como el mío entre dos angustias: la de morir, y no menos fuerte ahora, la de vivir.
Pensé que Meyssonnier iba a hablar, pero no dijo nada. Colin y Peyssou dormían juntos en la pieza del primero; yo y Thomas, en el segundo. Meyssonnier estaba solo, en la pieza de Brigitta. No había podido soportar a la vez la oscuridad, el insomnio y la soledad.
En ese momento recordé a su Matilde y sus altercados con ella. Me sentía un poco culpable porque no conseguía acordarme del nombre de sus dos varones. Cómo conseguía seguir viviendo Meyssonnier, eso era lo que me hubiera gustado saber. En cuanto a mí, aparte de Malevil y de mi trabajo, mi vida era vacía. Pero él. ¿Qué significará para un hombre el que todo lo que ha amado esté encerrado bajo tierra en una pequeña caja?
Estaba desnudo sobre la cama y transpiraba. Habíamos dudado qué hacer con la ventana. Las paredes de la pieza agobiaban tanto, que primero la habíamos abierto de par en par; pero no habíamos podido respirar durante mucho tiempo el acre olor a quemado. Afuera, la naturaleza terminaba de consumirse en el mayor auto de fe de todos los siglos. Ya no había llamas, por lo menos hubieran iluminado. De la ventana no llegaba más que el olor letal del campo carbonizado. Al cabo de un minuto, le había pedido a Thomas que cerrara.
No existían nada más, en la absoluta oscuridad de la pieza, que la respiración de tres hombres, y fuera, del otro lado de las paredes recalentadas, un planeta muerto. Lo habían matado en plena primavera, las yemas apenas formadas, los gazapos apenas nacidos en las madrigueras. Ni un animal. Ni un pájaro. Ni un insecto. La tierra calcinada. Las casas en cenizas. Aquí y allá, unas estacas hechas trizas y carbonizadas, habían sido árboles. Y en medio de todo eso un puñado de hombres. ¿Conservados en vida, quizá, como cobayas-testigos de una experiencia? Era irrisorio. En pleno centro de ese montón de cadáveres, algunos pulmones que bombeaban el aire. Unos corazones que bombeaban sangre. Cerebros de hombres en actividad. ¿En actividad para qué?
Cuando hablé fue, me parece, a causa de Meyssonnier. No podía soportar por más tiempo lo que estaba pensando, completamente solo, sentado en la oscuridad, delante de mi escritorio.
– ¿Thomas?
– Sí.
– ¿Cómo explicas que no haya habido radiactividad?
– Quizá fue una bomba de litio.
Agregó con voz débil, pero fáctica y, aparentemente, desprovista de emoción.
– Es una bomba limpia.
Oí a Meyssonnier revolverse en el sillón.
– ¡Limpia! -dijo con voz átona.
– Quiere decir sin lluvias -dijo la voz de Thomas.
– Ya había comprendido -dijo Meyssonnier.
De nuevo, el silencio. Las respiraciones, nada más. Aprieto mis dos sienes entre mis manos. Si la bomba era limpia, significaba que quien la tiró tenía idea de invadir el territorio. No lo invadiría. A su vez había sido destruido: el silencio de las estaciones de radio lo decía. Y en cuanto a Francia, totalmente inútil suponer que había tenido tiempo de entrar en guerra. Dentro del cuadro de una estrategia global, Francia era destruida para asentarse. O para impedir al adversario asentarse. Una pequeña precaución previa. Un pequeño peón sacrificado de antemano. Resumiendo, una "destrucción", como se dice en términos militares.
– ¿Y es suficiente una sola bomba, Thomas?
No agregué "para destruir Francia", pero lo comprendió.
– Sólo una potente bomba explotando en la vertical de París a cuarenta kilómetros de altitud.
Juzgando inútil seguir se detuvo. Hablaba con una voz articulada e impasible, como si dictara a unos alumnos el enunciado de un problema. Y yo, hubiera debido pensar en todo eso desde tiempo atrás, para los míos, cuando era maestro. Era con todo un poquito más moderno que el problema de las dos canillas. Dado que el efecto de soplo no se propaga debido a la escasa densidad del aire a elevada altitud, pero dado que el efecto del calor, por la misma razón, es experimentado a una distancia que aumenta proporcionalmente a la altitud de la explosión, ¿a qué altura sobre París se debe hacer explotar una bomba de tantos megatones, para que Estrasburgo, Dunkerque, Brest, Biarritz, Port-Vendres y Marsella sean quemadas? Por otra parte, hubiera podido variar. Introducir dos x en lugar de una sola: hacer calcular el número de megatones necesario al mismo tiempo que la altura de la explosión.
– No es sólo Francia -dijo Thomas de golpe-. Europa entera. El mundo. Si no, hubiéramos podido captar otras estaciones.
En ese momento, vuelvo a ver a Thomas en la bodega, con el transistor de Momo en la mano, paseando sin fin la aguja sobre el cuadrante de las estaciones. En esta ocasión, su rigor matemático le había salvado la vida. Sin ese inexplicable silencio de las estaciones, hubiera salido.
– Con todo -dije yo-. Supón que haya una pantalla entre el rayo térmico y tú. Una montaña, o un acantilado, como en Malevil.
– Sí, localmente.
Ese "localmente", en la mente de Thomas, significaba una restricción. Yo no lo tomé así. Me confirmó lo que ya estaba pensando. Era muy probable que en Francia hubiera otros puntos salvados y aquí y allá otros grupos de sobrevivientes. Inexplicablemente sentí que me invadía una cálida esperanza. Digo inexplicablemente, puesto que el hombre acababa de demostrar que no merecía sobrevivir, ni que fuera tranquilizador el encontrarse con él.
– Me voy a acostar -dijo Meyssonnier.
Apenas hacía veinte minutos que estaba ahí y no había dicho tres palabras. Vino a vernos para ahuyentar su soledad, pero a su soledad la llevaba consigo. Lo había seguido a nuestra pieza y ahora la volvería a llevar a la suya.
– Buenas noches -dije.
– Buenas noches -dijo Thomas.
Meyssonnier no contestó. Oí el chirrido de la puerta que se cerraba. Al cabo de un cuarto de hora, me levanté y fui a golpear a la suya.
– Thomas duerme -dije, mintiendo-. ¿No te molesto?
– No, no -dijo con voz apagada.
Avancé a tientas hasta el escritorio de caña que había instalado para Birgitta. Dije para poblar el silencio:
– No se ve ni medio.
Y extrañamente Meyssonnier dijo con su misma voz átona:
– Me pregunto si mañana llegará el día.
Encontré el silloncito de caña de Birgitta, y a su contacto recordé. La última vez que me había sentado en él, Birgitta estaba de pie, desnuda entre mis piernas, y yo la acariciaba. No sé si fue de resultas de ese recuerdo, pero en lugar de no sentarme, me quedé parado con las dos manos apoyadas en el respaldo.
– ¿No te aburres solo aquí, Meyssonnier? ¿No quieres que te instale en la misma pieza que Colin y Peyssou?
– No gracias -dijo con su misma voz débil y triste-. Para escuchar a Peyssou hablar de los suyos sin parar. Gracias. Ya tengo bastante con lo que tengo en la cabeza.
Esperé, pero nada llegó. Yo ya lo sabía, no diría nada. Ni una palabra. Ni sobre Matilde, ni sobre sus dos chicos. Y así, de golpe, sus nombres me volvieron: Francis y Gerardo. Seis años y cuatro años.
– Como quieras -dije.
– Gracias, eres muy amable de todos modos, Emanuel -y tan fuerte era la costumbre de la cortesía, que para pronunciar la fórmula acostumbrada, volvió a retomar durante algunos segundos su voz normal.
– Y bueno, me voy.
– No te echo -dijo con el mismo tono-. Estás en tu casa.
– Tú también -dije rápidamente-. Malevil es de todos nosotros.
Pero sobre eso no hizo comentarios.
– Bueno, hasta mañana.
– Después de todo -su voz se apagaba de nuevo-. A los cuarenta años, no se es muy viejo.
Me quedé silencioso, pero no siguió.
– ¿Muy viejo para qué? -dije al cabo de un momento.
– Y bueno, si sobrevivimos, treinta años delante de nosotros, por lo menos. Y nada, nada.
– ¿Quieres decir sin mujer?
– No solamente.
Quería decir, en realidad, "sin hijo", pero no consiguió pronunciar esa palabra.
– Vamos, te dejo.
Tanteé para encontrar su mano y se la apreté. Apenas respondió a mi presión.
Lo que él sentía, yo lo sufría casi físicamente por una suerte de contagio y era tan atroz que me sentí aliviado cuando hube vuelto a mi pieza. Pero con lo que me encontré ahí fue casi peor. Todavía con un grado más de reserva y de pudor.
– ¿No anda eso? -dijo Thomas a media voz, y le agradecí su interés por Meyssonnier.