Se extendió un silencio y todos los rostros estaban vueltos hacia las llamas con un triste estupor, como si se pudiera imaginar el futuro tal cual lo había descrito Peyssou: Malejac con los bosques, las praderas, las vacas y ni un hombre adentro. Miraba a mis compañeros, y me veía en ellos. El hombre es la única especie animal que puede concebir la idea de su desaparición y la única a la que esta idea desespera. Qué extraña raza: tan empecinado en destruirse y tan empecinado en conservarse.
– De lo cual se deduce -dijo Peyssou como si concluyera una larga reflexión- que no basta con sobrevivir. Para que te interese también hace falta que continúe después de ti.
Cuando dijo eso, debió pensar en Yvette y en sus dos hijos, porque su cara se petrificó de golpe y se quedó inmóvil, con los antebrazos sobre sus rodillas, la boca todavía abierta, mirando el fuego, con los ojos perdidos.
– No está probado que seamos los solos sobrevivientes -dije yo al cabo de un momento-. Es el acantilado que se levanta entre el norte y nosotros lo que ha protegido a Malevil. Es posible que haya rincones, y aun no muy lejos de aquí, en donde la misma protección haya actuado.
Pero no quería hablarles de La Roque, no quería darles demasiadas esperanzas, de miedo a que luego se decepcionaran.
– De todos modos -dijo Meyssonnier- un sótano como Malevil no es frecuente.
Meneé la cabeza.
– No es únicamente el sótano, es el acantilado. Mira a los animales de la Maternidad, sin embargo han sobrevivido.
– La Maternidad -dijo Colin-, como gruta es muy profunda, y fíjate en el espesor de la piedra que hay arriba y en los costados. Y además, no se sabe si los animales no tienen más resistencia que nosotros.
– Y bueno, ya ves -dije yo-, me parecería que nuestra resistencia moral es mejor.
– En mi opinión -dijo Thomas-, han sufrido menos. El golpe de calor en la Maternidad debió de ser más brutal pero más corto. El aire se enfrió más rápido. No se produjo ese efecto de horno que tuvimos en la bodega.
Y agregó mirándome:
– Pero soy de tu opinión. Debe de haber sobrevivientes un poco por todos lados. Incluso en las ciudades.
Se calló de golpe y apretó sus labios uno contra el otro como para impedirse decir más.
– Y bueno, ves, yo no lo creo -dijo Meyssonnier sacudiendo la cabeza.
Colin levantó de nuevo las cejas y Peyssou se encogió de hombros. En el fondo, se habían instalado en la desgracia y no querían oír hablar de nada más, como si tuvieran en el fondo de la desesperación una suerte de seguridad que no querían arriesgar.
Hubo un larguísimo silencio. Miré mi reloj: apenas las nueve. Todavía el fuego estaba muy lejos de haber consumido su ración de leña. Lástima perder todo ese calor e irse a acostar tan temprano en las glaciales habitaciones. Volví a mi lectura, pero no por mucho tiempo.
– ¿Y qué lees pues, mi pobre Emanuel? -preguntó la Menou.
Pobre era un término afectivo, no quería decir que me tenía lástima.
– El Antiguo Testamento.
Agregué:
– La Historia Sagrada si prefieres.
Porque estaba seguro de que la Menou no conocía de la Biblia más que la versión resumida y edulcorada que le habían dado en el catecismo.
– Ah, sí, ahora reconozco el libro, tu tío lo tenía con frecuencia entre sus manos.
– ¿Cómo -dijo Meyssonnier-, lees eso, tú?
– Se lo prometí al tío -contesté brevemente.
Agregué:
– Y además me parece interesante.
– ¡Eh, pero Meyssonnier -dijo Peyssou con algo que se asemejaba a su antigua sonrisa- te olvidas que siempre eras el primero en el catecismo!
– Un traga, el Meyssonnier -dijo Peyssou con un breve relámpago de alegría-. Te recitaba todo eso como el libro.
Siguió:
– Yo recuerdo sobre todo al chico y a sus hermanos que lo habían vendido como esclavo. De lo que se deduce -prosiguió después de un momento de reflexión- que es siempre en la familia donde te hacen las peores porquerías.
Se hizo un silencio.
– ¿Y si nos leyeras en voz alta? -dijo la Menou.
– ¿En voz alta?
– Y sí -dijo Peyssou-, que a mí me gustaría mucho escuchar todas esas historias, que ya ni las recuerdo.
– El tío de Emanuel -dijo la Menou- siempre tan amable el pobre, había veces en que me leía algunos pasajes de su libro durante la velada.
– Emanuel, no te hagas rogar -dijo Colin.
– Vamos -dijo Peyssou.
– Pero a lo mejor los aburre -dije yo evitando mirar a Thomas.
– Pero no, pero no -dijo la Menou- y será mejor que no decir cualquier cosa o quedarse cada uno con la cabeza andando.
Y agregó:
– Sobre todo ahora que no hay más televisión.
– Tienes mucha razón -dijo Peyssou.
Yo miraba alternadamente a Meyssonnier y a Thomas, pero ni el uno ni el otro me devolvieron la mirada.
– Me parece bien, si todo el mundo está de acuerdo -dije yo al cabo de un momento.
Y como esos dos seguían callados y mirando las llamas, dije:
– ¿Meyssonnier?
No se esperaba un ataque tan directo. Irguió el torso y apoyó la espalda contra el respaldo de su silla.
– Yo -dijo con dignidad- soy materialista, pero desde el momento que no se me obliga a creer en Dios, no me aburre escuchar la historia del pueblo judío.
– ¿Thomas?
Tranquilo con las dos manos en los bolsillos, las piernas estiradas delante de él, Thomas tenía fijos los ojos en la punta de sus zapatos.
– Desde el momento en que lees la Biblia en voz baja -dijo en un tono neutro- ¿por qué no la leerías en voz alta?
Era una respuesta ambigua, pero me contenté con ella. También yo pensaba que una lectura haría bien a mis compañeros. Durante el día estaban ocupados, pero la noche era un mal momento, el calor del hogar les faltaba. Había silencios apenas soportables, y durante esos silencios casi podía ver sus mentes girar sin fin en el vacío de su existencia. Y además, en la Biblia la vida de las tribus primitivas no dejaba de tener ahora semejanza con lo que la nuestra se había convertido. Estaba seguro de que les interesaría. También esperaba que sacarían fuerzas de la obstinación en vivir que los judíos habían demostrado.
Me trasporté con mi libro cerrado y mi taburete hacia la otra jamba de la chimenea para calentarme el lado izquierdo. La Menou echó unas ramitas al fuego para darme luz, abrí la Biblia en la primera página y comencé a leer el Génesis.
Mientras leía, me invadió una emoción mezclada de ironía. Era ese, no había duda, un magnífico poema. Cantaba la creación del mundo y yo, yo lo estaba recitando en un mundo destruido, a hombres que lo habían perdido todo.
NOTA DE THOMAS
Mientras ciertos detalles están todavía frescos en la mente del lector, quisiera señalar dos errores en el relato de Emanuel.
1. Creo que Emanuel, en la bodega, estuvo inconsciente varias veces, porque no dejé de estar constantemente a su lado y, sin embargo, la mayor parte del tiempo no me veía y no me contestaba cuando le dirigía la palabra. En todo caso, afirmo una cosa: no lo vi nunca metido en la tina de enjuagar botellas. Y aparte de mí, ninguna otra persona tampoco lo vio. Emanuel ha debido soñar esta situación en su delirio, incluso los subsiguientes remordimientos por su "egoísmo".
2.No fue Emanuel quien cerró la puerta de la bodega después de la aparición "terrorífica" de Germán. Fue Meyssonnier. En el estado semiconsciente en que se encontraba, Emanuel ha debido sustituirse a Meyssonnier de quien, cosa extraña, describe con total exactitud los movimientos como si fueran los suyos: especialmente la manera como Meyssonnier se arrastró a cuatro patas hasta la puerta, pero sin acercarse al cuerpo de Germán.
Quisiera agregar una observación:
Aunque ateo, no soy anticlerical, y si me mostré algo reticente cuando Emanuel durante la velada se puso a leer la Biblia, es porque esa ceremonia -no es quizá, la palabra exacta pero no encuentro otra- me parecía encaminarse un poco demasiado lejos en el sentido de lo que ya existía: el carácter casi religioso de la influencia que Emanuel ejerce sobre sus compañeros. Tanto más cuanto Emanuel lee el texto con su bella voz vibrante de emoción. Reconozco que Emanuel es un hombre de brillante imaginación y que su emoción es sobre todo literaria. Pero es eso justamente lo que encuentro peligroso: la confusión.
Decir, como lo hace Emanuel, que el Génesis es un "magnífico poema", es olvidarse un poco demasiado de todos los errores científicos que en él pululan.
VI
Esas primeras semanas después del acontecimiento me dejan una impresión de grisalla -en el exterior como en nuestras vidas-, de dolor sordo, de estancamiento, de horizonte cerrado, de ingratos esfuerzos. Porque trabajamos mucho, en tareas a menudo sin interés, pero que asumimos por disciplina, y también sin mucho amor por la vida tratamos de organizamos para sobrevivir.
Mientras que Meyssonnier y Colin terminan de poner a punto un arado al que se podrá enganchar a Amaranta, Thomas, Peyssou y yo, nos dedicamos a un trabajo menos urgente, pero a largo plazo igual de úticlass="underline" juntar, denominar y clasificar en un depósito todos los objetos metálicos,incluso los que, a primera vista, pudieran parecer insignificantes, pero que con motivo de no poderlos fabricar más, eran desde ese momento de inapreciable valor.
Empezando, por supuesto, por los útiles de la granja y los de los arreglos caseros. De estos no había tenido siempre demasiado cuidado, porque una pinza que se deja herrumbrar en el pasto o que se pierde era muy fácil hasta entonces reemplazarla. Pero desde ahora había que terminar de convencerse de que tales descuidos eran casi criminales.