– Oué! Oué!
Nos miramos, completamente incrédulos. Desde el día del acontecimiento, los pájaros se habían callado para siempre.
– Iens! Iens! -gritó Momo tirándome del brazo que lo mantenía a distancia. Soltó la presa y en seguida se puso a correr, con los pies al ras del suelo. Lo seguí, precedido por el ruido de sus zapatones claveteados sobre las baldosas, y a mi vez seguido por todos los compañeros, incluso Menou, y menos distanciada de lo que se hubiera podido pensar, de lo que me di cuenta al llegar al primer recinto.
Vi a Momo inmovilizarse sobre el puente levadizo. Me detuve. Ahí estaba, apenas a veinte metros, frente a La Maternidad, para nada flaco ni herido, con su plumaje negro azulado brillando de salud, dando saltitos con pesadez, y con su grueso pico recogiendo un grano aquí y allá. Al vernos, se inmovilizó poniéndose de perfil para escrutarnos con su ojito negro y vigilante, se enderezó, pero sin conseguir borrar la curvatura de su lomo, de suerte que tenía el aspecto de un viejito encorvado, con las manos a la espalda, la cabeza un poco de lado, con aire tranquilo y circunspecto. Ninguno de nosotros se movía y esta misma inmovilidad debió asustarlo, porque desplegó sus anchas alas azul oscuro y voló rasando el suelo lanzando un único "craa", luego tomando poco a poco altura, aterrizó sobre el techo del castillete de entrada y se escondió detrás de la chimenea de donde emergieron al cabo de un segundo su grueso pico curvo y su ojo sagaz fijo sobre nuestro grupo.
Avanzamos por el patio, con la cabeza levantada, los ojos fijos sobre lo que dejaba ver de él.
– Y si -dijo el gran Peyssou- me hubieran dicho: estarás muy contento un día de ver un cuervo, no lo hubiera creído.
– Y verlo tan cerca -dijo la Menou-. Porque sólo Dios sabe lo desconfiados que son esos bichos, y pícaros, que nunca te dejan acercar a menos de cien metros sin escapar.
– A menos que vayas en auto -dijo Colin.
La palabra "auto" provocó una situación molesta porque pertenecía al mundo de antes, pero se disipó enseguida en la alegría general, alegría disimulada bajo un raudal de palabras, pero no menos aguda. Nos pusimos de acuerdo en que el día del acontecimiento, sea por azar, sea por instinto, se habría metido en una de las numerosas grutas que perforaban los acantilados de la región (y refugio de los protestantes en los tiempos de las guerras religiosas). Había tenido la prudencia de meterse bien adentro y quedarse ahí todo el tiempo que duró la quemazón. Y cuando volvió el frío se había alimentado de carroñas, hasta, quién sabe, de nuestros caballos. Pero sobre las razones que lo empujaban a buscar nuestra compañía, se discutió firme.
– Yo te digo -declaró Peyssou- que está muy contento de haber vuelto a encontrar hombres, porque ahí donde hay hombres sabe muy bien que siempre habrá algo para masticar.
Pero esta tesis materialista no nos gustaba más que a medias, y cosa extraña, fue Meyssonnier el que la refutó.
– Acepto que busque granos -dijo con competencia, las piernas separadas, las dos manos en los bolsillos, la nariz para arriba- pero eso no explica que sea tan familiar. Porque con toda la cebada que se pierde en La Maternidad; Amaranta, por ejemplo, es tan comilona que desparrama una buena cantidad por tierra cada vez, podría venir a comerla durante la noche.
– Tienes razón -dijo Colin-. El cuervo es desconfiado en bandada, por culpa de la guerra que le hacen. Pero solo, lo domesticas como quieres. En La Roque, mira, acuérdate del zapatero…
– Oué! Oué! -exclamó Momo que se acordaba del zapatero.
– Es un bicho que tiene cabeza -dijo la Menou-. Me acuerdo del tío de Emanuel, un año había puesto unos petardos en un terreno de maíz en vista de los estragos que le hacían. Y ¡paf!, a cada rato. Y bueno, no lo creerás, al fin les importaban un comino los petardos a los cuervos. Ni se volaban. Muy tranquilos picoteando las espigas.
Peyssou se puso a reír.
– ¡Ah, los canallas! -dijo con respeto-. ¡La mala sangre que me han hecho hacer! Y una vez, una sola, conseguí matar uno. Con el rifle, el 22 largo, de Emanuel.
Siguió entonces, a varias voces, un largo elogio circunstanciado del cuervo, de su inteligencia, de su longevidad, de su eventual familiaridad con el hombre, de sus aptitudes lingüísticas. Y cuando Thomas, un poco asombrado, hizo notar que era de todos modos un dañino, nadie tomó en cuenta una observación tan fuera de lugar. Primero porque a un dañino, antes, estaba bien hacerle la guerra, pero sin odio, hasta con una suerte de consideración divertida por sus artimañas, y comprendiendo muy bien, en el fondo, que todo el mundo tiene necesidad de comer. Y también porque ese cuervo, venido expresamente para hacernos tener esperanzas de la existencia en otra parte de sobrevivientes, era sagrado, todos los días íbamos a darle su parte de granos, y pertenecía ya a Malevil.
Fue Peyssou quien puso fin a la conversación. La noche anterior, se había trasportado el arado fabricado por Meyssonnier y Colin al terrenito a orillas de los Rhunes, y Peyssou estaba apurado por llevar a Amaranta y empezar la labranza. Mientras se dirigía al box con su paso de vals, le guiñé el ojo a Meyssonnier, y antes de que hubiera podido decir mía ya Momo era reducido a la impotencia, con sus dos brazos y sus dos piernas sólidamente sujetas, luego levantado y trasportado a paso rápido como un fardo hasta el torreón, con la Menou correteando a nuestro lado con sus piernitas flacas y cada vez que su hijo vociferaba Mébouémalabé, oneteu, repitiendo con una risita contenta, ¡de todos modos alguna vez tenía que ser, gran puerco! Porque para ella, lavar a Momo, lo que no había parado de hacer durante casi medio siglo, desde su primer pañal, aunque afectase quejarse de ello, no era una carga sino un rito maternal que todavía la enternecía, a pesar de la edad de su hijo.
De acuerdo a mi recomendación nadie se dio una ducha esa mañana: se pudo llenar la bañera con agua tibia y poner a remojar a Momo mientras Meyssonnier se dedicaba a su barba. El pobre Momo, vencido por el número, y desmoralizado, no ofrecía resistencia, y al cabo de un rato pude eclipsarme recordando a Colin que había que cerrar la puerta con candado detrás de mí para prevenir una evasión por sorpresa. Pasé por mi pieza a buscar mis gemelos y subí al torreón.
Durante nuestra discusión en el primer recinto, me había parecido discernir algo un poco menos gris en el gris del cielo y tenía esperanzas de divisar La Roque. Pero no era más que una ilusión, me di cuenta con el primer vistazo. Los gemelos no hicieron más que confirmarlo. El cielo de plomo, la visibilidad nula, y el color ausente. Los prados donde ni una mata de pasto subsistía, los campos donde ni un brote de trigo era visible, parecían recubiertos de un polvo gris uniforme. Antes, cuando me venía a visitar gente de la ciudad, y a admirar la vista desde lo alto del torreón, alababan el "silencio" de Malevil. Pero ese silencio no era tal, gracias a Dios, salvo para los habitantes de la ciudad. Un auto lejano en el camino de los Rhunes, un tractor en una labranza, un grito de pájaro, un gallo encaprichado, un perro en celo, y en el verano, por supuesto, los saltamontes, las cigarras, las abejas en la viña virgen. Ahora, sí, hay silencio. Y cielo y tierra, nada más que plomo, antracita y oscuridad. Y además, la inmovilidad. Un cadáver de paisaje. Un planeta muerto.
Con los ojos pegados a los gemelos, hurgaba el rincón donde La Roque hubiera debido estar, sin distinguir nada más que gris y sin siquiera poder decir si ese gris pertenecía a la gleba o a la bóveda que nos aplastaba. Bajé paulatinamente el binocular hasta el terreno en los Rhunes adonde Peyssou debía estar arando con Amaranta. Al menos, ahí, habría un poco de vida. Buscaba a la yegua, dado que era el objeto más localizable, y exasperándome un poco porque no conseguía encontrarla, aparté los gemelos de mis ojos. A simple vista, divisé el arado inmovilizado en medio del terreno y al lado de él, tendido sin movimiento en el suelo, a Peyssou, con los brazos en cruz. Amaranta había desaparecido.
Bajé como un loco los dos pisos de la escalera caracol, me abalancé sobre la puerta del baño, olvidando que estaba cerrada con candado, y golpeando con los dos puños contra la madera maciza como un poseso, gritaba, ¡vengan rápido, algo le ha pasado a Peyssou!
Sin esperar a mis compañeros, me puse a correr. Para llegar hasta el terreno, había que bajar por el camino en pendiente del acantilado hasta el llano, y ahí, doblar a la izquierda en horquilla y volviendo a pasar al pie del castillo, ir por el lecho del arroyo desaparecido hasta el primer brazo de los Rhunes. Corría con todas mis fuerzas, palpitantes las sienes, incapaz de imaginarme una explicación. Amaranta era tan dócil y tan suave que no podía creer que hubiera puesto a su conductor en un estado lastimoso para escaparse después. ¿Y para escaparse adónde, por otra parte?, puesto que no quedaba ni una sola mata de pasto sobre la tierra y que en Malevil tenía heno y cebada en cantidad suficiente.
Al cabo de un momento, escuché detrás de mí los zapatos de mis compañeros sonar sobre el suelo rocoso tratando de alcanzarme con dificultad. Cien metros antes de llegar al pequeño terreno de los Rhunes, fui alcanzado y dejado atrás por Thomas que corría a largas zancadas muy rápidas aventajándome por mucho. De lejos lo vi arrodillarse junto a Peyssou, darle vuelta con precaución y levantarle la cabeza.