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– Es una linda muchacha -dice con tono neutro-. Pero no habla mucho.

– Es muda.

– ¡No me digas! -dice Peyssou.

– Alémoumeté! -exclama Momo, apiadado y al mismo tiempo dándose cuenta de que no ocupa ya en Malevil el último escalón en cuanto a habilidad lingüística.

Pequeño silencio. Nos enternecemos por Miette.

– Maman! alénwumite! -grita Momo enderezándose en el atrio con orgullo.

La Menou teje del otro lado del atrio. ¿Qué hará cuando se le haya acabado la lana? ¿Deshará, como Penélope, lo que ahora está haciendo?

– No hace falta gritar -dice sin levantar la cabeza-. He oído. Yo no soy sorda.

Digo con una pizca de sequedad:

– Miette no es sorda. Es muda.

– Y bueno, así no se pelearán con ella.

Por más asqueados que nos sintamos por el cinismo de esta observación no queremos darle armas a la Menou. Nos callamos.

Y como el silencio se prolonga, prosigo con la narración de nuestra jornada en El Estanque.

Paso rápidamente sobre la epopeya militar. Tampoco me extiendo mucho sobre las relaciones familiares en el interior de la tribu Wahrwoorde. Siempre con la preocupación de no dar armas a la Menou. Y sobre todo hablo de Jacquet, de su atentado contra Peyssou, de su complicidad pasiva, del terror que el padre ejercía sobre él. Concluyo que es necesario infligirle un castigo de privación de libertad por principio, para que sepa muy bien que ha hecho mal y que no se sienta tentado de volver a empezar.

– ¿Cómo entiendes tú esa cautividad? -dice Meyssonnier.

Me encojo de hombros.

– Te imaginas que no lo vamos a encadenar. Únicamente, la obligación de no alejarse de Malevil y el territorio de Malevil. Por lo demás, será tratado como cualquiera de nosotros.

– ¡Y bueno, y bueno! -dice la Menou con indignación-. Si quieres mi opinión…

– Pero no te la pido -digo con tono cortante.

Estoy contento de haberla puesto en su lugar. No me ha gustado que haya dejado irse a la Falvina sin una palabra. Después de todo, la Falvina es su prima segunda. ¿Qué significa esa novatada? Y con respecto a mí, también me parece que se le va un poco la mano. El hecho que me considere como un patrón de esencia divina no le impide, como lo hacía con el tío, tratar todo el tiempo de sacarme ventaja. Al mismo Dios, cuando le reza, no debe poder impedirse el tenerlo a maltraer.

– Como te parezca, yo estoy de acuerdo -dice Meyssonnier.

Están todos de acuerdo. Y de acuerdo también con el reto a la Menou, lo leo en sus ojos.

Discutimos sobre lo que durará el castigo impuesto a Jacquet. Las proporciones se escalonan. El más duro, porque ha tenido miedo por mí, es Thomas: diez años. El más indulgente, Peyssou: un año.

– No le dan mucho valor a tu cráneo -dice Colin con su antigua sonrisa.

Propone cinco años y la confiscación de todos sus bienes. Se vota. Aceptado. Mañana, me tocará anunciar a Jacquet su condena. Abordo el problema de la seguridad. No se sabe si hay otros grupos de sobrevivientes vagabundeando por ahí con designios agresivos. Hay que tener cuidado de ahora en adelante. De día, salir siempre armado. A la noche, tener dos hombres en el castillete de entrada, además de la Menou y del Momo. Justamente, hay una pieza desocupada en el segundo piso del castillete, con una chimenea. Propongo una rotación entre equipos de a dos. Mis compañeros aceptan la norma, pero discuten con animación sobre la frecuencia de la rotación y de la composición de los equipos. Al cabo de veinte minutos, el consenso que resulta es que Colin-Peyssou estarán de servicio en el castillete los días pares y Meyssonnier-Thomas, los días impares. Colin propone, y todos están de acuerdo, que yo no abandone el torreón, a fin de asumir la resistencia del segundo recinto, en el caso en que el primero fuera capturado por sorpresa.

Les hago notar que, si dos de nosotros duermen permanentemente en el castillete, eso va a dejar libre una pieza en el torreón. Propongo atribuir a Miette la que está frente al cuarto de baño en el primer piso.

Al nombrar a Miette, la animación decae y se hace el silencio. Esa pieza, únicamente lo ignora Thomas, es el antiguo local del Círculo. Y en la época del Círculo, habíamos, sin llevarlo a cabo, discutido la comodidad de tener una chica con nosotros para que nos cocinara y "satisficiera nuestras pasiones". (Esta frase era mía, la había encontrado en una novela, y produjo mucho efecto, no sabiendo ninguno con certeza lo que quería decir "pasión".)

– ¿Y los otros dos? -dijo por fin Meyssonnier.

– Por mí, se quedan donde están.

Silencio. Todos comprenden que el estatuto de Miette en Malevil no puede ser ni el de la Falvina ni el del Jacquet. Pero sobre el tal estatuto, nada se ha dicho. Y nadie tiene voluntad para definirlo.

Como el silencio se prolonga, me decido a hablar.

– Bueno, ha llegado el momento de ser francos a propósito de Miette. A condición por supuesto de que lo que se diga no salga de aquí.

Los miro. Aprobación. Pero como la Menou sigue impasible, agrego:

– Tú también, Menou, guardarás el secreto.

Pincha sus agujas en el tejido, lo enrolla como una pelota y se levanta.

– Me voy a acostar -dice con los labios apretados.

– No te he pedido que te vayas.

– De todos modos, me voy a acostar.

– Vamos, Menou, no te enojes.

– No me enojo -me dice, dándome la espalda, en cuclillas delante del atrio para encender su candelero, y murmurando palabras incomprensibles, pero que, de acuerdo a su tono, no deben ser muy amables a mi respecto.

Me callo.

– Te puedes quedar, Menou -dice Peyssou, siempre amable-. Te tenemos confianza.

Lo miro de modo significativo y sigo callado. En realidad, no me disgusta que se vaya. Por su lado, el confuso refunfuñar continúa. Distingo las palabras orgullo y desconfianza. Me doy perfecta cuenta de qué se trata, pero persisto en mi mutismo. Noto que tarda mucho tiempo esta noche en prender su candelero. Debe estar esperando que le diga que se quede. Va a resultar decepcionada.

Lo está, y furiosa además.

– Vamos, ven, Momo -dice con voz breve.

– Me boumalabé oneieu! -dice Momo a quien la conversación interesa.

¡Ah, ha elegido mal su momento el Momo, para desobedecer! La Menou pasa el candelero de la mano derecha a la mano izquierda, y con su diestra, pequeña y seca, le larga una bofetada al vuelo. Hecho esto, le da la espalda y él la sigue, subyugado. Una vez más me pregunto cómo ese gran bobo puede aún aceptar, a los cuarenta y nueve años, ser golpeado por su minúscula madre.

– Adiós, Peyssou -dice la Menou franqueando nuestro círculo-, adiós y duerme bien.

– Tú también -dice Peyssou, un poco molesto por esta cortesía selectiva.

Se aleja, con el Momo en su estela, y detrás de ella golpea la puerta con violencia, volviendo contra mí, a distancia, la agresividad de su madre para con él. Por otra parte, mañana me pondrá mala cara, y ella también. Medio siglo de vida no han cortado el cordón umbilical.

– Bueno -digo-, la Miette. Hablemos de la Miette. En El Estanque, mientras Jacquet y Thomas enterraban al Wahrwoorde, hubiera podido muy bien acostarme con Miette y volver aquí diciendo bueno, Miette es mía, es mi mujer, que nadie la toque.

Los miro. Ninguna reacción, por lo menos aparente.

– Y si no lo he hecho, no es para que cualquier otro lo haga. En otros términos, Miette no debe ser, según mi opinión, la propiedad exclusiva de nadie. En realidad, Miette no es para nada una propiedad. Miette se pertenece a ella misma. Miette tiene las relaciones que ella quiere con quien ella quiere y cuando ella quiere. ¿Están de acuerdo?

Un largo silencio. Nadie dice palabra y nadie me mira. La institución de la monogamia está tan implantada en ellos, y maneja en su ánimo tantos reflejos, recuerdos y sentimientos que no pueden aceptar, incluso ni concebir, un sistema que la excluya.

– Hay dos posibilidades -dice Thomas.

¡Ah! ¡Ese, ya me lo esperaba!

– O bien Miette elegirá a uno de nosotros con exclusión de los demás…

Lo interrumpo.

– Digo en seguida que no aceptaré esta situación, aun cuando fuera su beneficiario. Y si cualquiera de ustedes fuera el beneficiario, le negaría la exclusividad.

– ¿Me permites? No he terminado.

– Pero termina, Thomas -digo amablemente-. Te he interrumpido, pero no te impido hablar.

– Muchas gracias.

Sonrío a la redonda sin decir una palabra. Ese procedimiento me resultaba siempre en la época del Círculo, y compruebo que me sigue resultando: mi contradictor es desacreditado por mi paciencia y su propia susceptibilidad.

– Segundo término de la alternativa -dice Thomas, pero se ve que le he cortado un poco su impulso-. Miette se acuesta con todo el mundo y eso es completamente inmoral.

– ¿Inmoral? ¿Y por qué es inmoral?

– Es evidente -dice Thomas.

– No es para nada evidente. No voy a aceptar una idea de cura como una evidencia.

¡Atribuir a Thomas una "idea de cura"! Saboreo al pasar esta pequeña mala jugada. Pero sobre la cuestión en debate, tiene a su vez algo de tan seguro y de tan inseguro, este simpático Thomas.

– No es una idea de cura -dice Thomas con rabia, lo que lo desmerece-. No dirás lo contrario: una chica que se acuesta con todos es una puta.