Sin transición, la tempestad se aleja. Los lejanos tronidos recomienzan, casi tranquilizadores en comparación. Retroceden y se espacian al mismo tiempo que la borrasca alcanza el paroxismo. Los músculos del cuello, de los brazos y de la espalda me duelen a tal punto me he puesto rígido para vencer el temblor. Trato de desanudarlos. La lluvia ya no crepita, cae a baldes. Los pequeños vidrios están anegados como un parabrisas de auto como un ojo de buey golpeado por las olas. El estruendo ya no está formado por un tamborileo hostil sino por una serie de golpes sordos que entrecortan la lejana voz de Fulbert y los gemidos de Momo. Siento que alguien me toca el codo. Es Meyssonnier. Me doy vuelta hacia él. Estoy fascinado por la manera dolorosa en que su manzana de Adán remonta por su cuello mientras que me habla sin que yo perciba un solo sonido. Me inclino, -casi pego mi oreja a su boca- y escucho: Thomas quiere hablarte. Como estoy parado -mecánicamente hemos imitado a los de la primera fila y como ellos nos hemos levantado y sentado- paso delante de Meyssonnier y me acerco a Thomas hasta tocarlo. Despega sus labios con dificultad y noto que un fragmento de espesa saliva, casi solidificada, queda en suspenso entre el uno y el otro mientras me dice: cuando la lluvia pare, iré a ver. Hago que sí con la cabeza, vuelvo a mi sitio y me asombra que haya sentido la necesidad de decirme eso, dado que la cosa me parece tan evidente. No quiero que se exponga a la lluvia de la que ahora estoy convencido que está cargada de cenizas mortales. La angustia ha alcanzado en mí tal intensidad que ha matado toda esperanza.
Las dos ventanas están permanentemente anegadas de agua, pero cosa extraña, parecen más claras que antes. Se diría que estamos iluminados por una capa de lluvia. Más allá de esa capa no se distingue otra cosa que una espesura blancuzca. Tengo la absurda impresión de que el diluvio ha llenado el pequeño valle de los Rhunes hasta nuestra altura, minando el acantilado por todas sus grietas. Veo con asombro, y sin percibir la significación del hecho, que un vaso lleno de vino y un plato donde están dispuestos unos pedazos de pan circulan entre nosotros. Veo a Thomas y a Meyssonnier beber por turno y por el sobrecogimiento que me invade, me doy cuenta que están, sin saberlo, comulgando. Sin duda están muy contentos de humedecer con un trago de vino su garganta seca. Pero ellos también han debido comprenderlo y rectificarse, porque al mismo tiempo que el vaso me pasan el plato con los trocitos de pan sin tocarlo.
Observo entonces que Jacquet está a mi lado. Se da cuenta de mi aprieto y me toma el plato de las manos. Y cuando me llevo el vaso a los labios con avidez, se inclina y me dice al oído: deja algo para mí. Ha hecho bien, me iba a tomar todo. Cuando hube terminado, me tiende el plato y, además del que me toca, con un gesto rápido agarro los pedazos de pan de mis vecinos. Es puramente un reflejo defensivo: no quiero que Fulbert sepa que dos de nosotros han rechazado la comunión. Me sorprende que actúe ese reflejo y que todavía piense en cuidar del porvenir, dado que en mi mente nadie aquí tiene ya porvenir. Jacquet me ha visto hacer ese escamoteo, que el amplio lomo de la Falvina ha ocultado a los ojos de Fulbert. Me mira con sus ojos cándidos con una sombra de reprobación, pero ya sé que no dirá nada.
Para mí, todo esto ha sucedido en una suerte de vacío algodonoso, como si mis sesos estuvieran también ahogados por la lluvia que golpea los vidrios. Siento una extraña impresión de ya visto, como si hubiera vivido esta escena y ese espectáculo en una existencia anterior: la luz macilenta, las ventanas inundadas, los trofeos de armas entre las dos ventanas, Fulbert del que apenas discierno el contorno y su cara hundida, la pesada mesa conventual y nosotros, apiñados detrás, silenciosos, encorvados, devorados por el terror. Un puñado de hombres perdidos en un mundo vacío. Jacquet ha vuelto a su lugar. Fulbert ha retomado su recitación, y Momo, pasada la tormenta, no gime más, ya que apenas tragada su comunión ha vuelto a poner su cabeza bajo la protección de los acogedores bracitos de la Menou. Es extraño cómo todo eso me parece familiar, y familiar también esta gran habitación señorial que, en la penumbra, apenas iluminada por las descoloridas ventanas y los dos gruesos velones, me hace pensar en una cripta en la cual parecemos estar velando nuestras futuras tumbas. En la semioscuridad, los magníficos cabellos negros de Miette enganchan una parcela de luz, y de golpe pienso con el corazón apretado que su llegada entre nosotros no era útil y que Miette no transmitirá la vida.
La misa se termina y la lluvia sigue cayendo a raudales. Aunque los golpes de viento sacuden con fuerza las dos ventanas no han conseguido abrirlas, sino sólo hacer pasar un poco de agua que se extiende en charcos sobre el embaldosado a plomo de la pared. Se me ocurre la idea de pedirle a Thomas que pase sobre estos charcos su contador Geiger. La rechazo de inmediato. Tengo la impresión de que si apuro las cosas, el veredicto será desfavorable. Me consta que eso es pura superstición de mi parte, pero sin embargo cedo a ella. ¡Solo conmigo mismo, qué de pequeñas cobardías me autorizo, yo que presumo de tener valor! Habiendo así postergado la hora de la verdad me doy vuelta hacia la Menou y le pido con voz calma que reavive el fuego. Porque domino mi voz las apariencias están salvadas, es en mi interior en donde he flaqueado. Por otra parte, un fuego es muy necesario. Hago notar en voz alta que desde que hemos salido de la inmovilidad, reina en la pieza un frío sepulcral.
La llama brota. Todos se pegan alrededor del fuego, mudos de angustia. Al cabo de un momento, no puedo soportar más su silencio. Me alejo para ver. Y me paseo de arriba a abajo con mis suelas de goma que no hacen ningún ruido sobre el embaldosado. Los vidrios están tan inundados de agua que me dan la impresión de que Malevil está sumergido y se va a poner a flotar como un arca. Como si la tensión del miedo fuera tan fuerte como para forzarme a refugiar en el absurdo, me vienen otras ideas igualmente estúpidas. Por ejemplo, la de tomar una espada de la panoplia de armas entre las dos ventanas y acabar de una vez atravesándomela en el cuerpo como un emperador romano.
En el mismo instante, las ráfagas redoblan y la lluvia para. Me he debido acostumbrar al ruido de las trombas de agua sobre los vidrios, porque desde el momento en que cesa experimento una sensación de silencio, a pesar del silbido del viento y la sacudida que comunica a las ventanas. Veo al grupo de alrededor del fuego darse vuelta hacia ellas en un solo bloque como si todas esas cabezas pertenecieran al mismo cuerpo. Thomas se separa de él y sin una palabra, sin una mirada en mi dirección, se acerca a la silla donde ha dejado sus pertrechos, y con gestos lentos y competentes de profesional, se pone su impermeable, lo abotona con cuidado, y por orden se pone sus anteojos herméticos, su casco y sus guantes. Luego, agarrando el contador Geiger, con los auriculares alrededor del cuello en previsión, camina hacia la puerta. Sus anteojos de motociclista, que no dejan ver más que la parte baja de la cara le dan un aspecto de robot implacable, cumpliendo con su tarea técnica sin importarle nada de los hombres. Su impermeable es negro, y negros también, su casco y sus botas.
Vuelvo hacia el grupo de alrededor del fuego. Me pierdo en él, necesito estar con él para esperar. El fuego llamea bajo. Siempre la preocupación económica de la Menou. Y nos apretamos alrededor de su llamita mezquina, de espaldas a la puerta por donde debe llegar nuestra sentencia. La Menou está sentada en el atrio y Momo también en el atrio, frente a ella, del otro lado del fuego. La mira y me mira alternativamente. No sé lo qué puede evocar en su mente una expresión como "cenizas radiactivas". En todo caso, tiene confianza en su madre y en mí para tener miedo en el momento oportuno. Está macilento. Sus ojos negros están fijos, y tiembla con todos sus miembros. Nosotros los adultos haríamos igual si no hubiéramos aprendido a controlarnos.
Ya mis compañeros no están pálidos, están grises. Estoy de pie entre Meyssonnier y Peyssou, y observo que estamos un poco rígidos, con la espalda encorvada, la cabeza inclinada, las manos profundamente hundidas en los bolsillos. Del otro lado de Peyssou, Fulbert, él también de color ceniza, sigue con los ojos bajos, lo que quita toda vida a su rostro descarnado y le da más que nunca el aspecto de cadáver. Falvina y Jacquet mueven los labios. Supongo que rezan. El pequeño Colin atormentado y agitado, bosteza y traga sin parar saliva, respira con dificultad. Únicamente Miette parece casi serena. Apenas un poco inquieta, pero por nosotros, no por ella. Nos mira por turno y esboza sonrisitas consoladoras que se deslizan sobre nuestras caras de plomo.
El viento cesa y como no se ha cruzado ni una palabra y el fuego, lejos de crepitar, resplandece, el silencio se instala en la habitación y pesa. Lo que sucede luego es tan rápido que apenas recuerdo el pasaje de un estado a otro. Solamente es en los libros donde existen tales transiciones. No existen en la vida. La puerta de la gran sala se abre con estruendo. Y aparece Thomas, con ojos de loco, sin casco, sin anteojos. Grita con voz aguda, con aire de triunfo: ¡No hay nada! ¡Nada!