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Le explico en dos palabras las señales que no hay que darle y como Malabar se ha puesto insostenible, retomo a Melusina de las manos de Colin, la monto y tomo un poco la delantera, seguido al momento por Thomas. En cuanto llegamos a la primera curva, me pongo al paso, temiendo que Malabar no ande demasiado ligero si pierde de vista a las yeguas. Enseguida Thomas se coloca bota a bota conmigo y da vuelta hacia mí, pero sin decir una palabra, una cara que no tiene ya nada de impasible.

– ¿Thomas?

– Sí -dice con un ardor contenido.

– En la próxima curva vas a poner a Morgane al trote y tomarás la delantera. A cinco kilómetros de aquí hay un cruce con una cruz de piedra. Me esperarás allí.

– Más misterios -dice Thomas de mal humor, pero dándole a pesar de todo un golpecito de talón a Morgane. Sale en seguida, con su trote bien acompasado.

Reflexión hecha, lo alcanzo.

– ¿Thomas?

– Sí -siempre de mal humor y sin mirarme.

– Si ves algo que te sorprende, acuérdate que estás sobre Morgane, y no levantes el brazo derecho. Te encontrarías al instante en el suelo.

Me observa con estupor, y luego comprende. En seguida su cara se ilumina y olvidando su miedo a Morgane, se pone a galopar. ¡El loco! ¡Sobre el macadam! ¡Si por lo menos hubiese tomado la banquina!

Yo retengo a Melusina. Malabar, a cincuenta metros atrás de mí, inicia una bajada suave y no es el momento de hacerla trotar demasiado rápido. No estoy descontento de estar solo, para poder repensar en nuestra pequeña visita a La Roque. Quince kilómetros apenas de Malevil. Otro mundo. Otro tipo de organización. Toda la ciudad baja, que el acantilado del norte no protegía, o no bastante, destruida. Las tres cuartas partes de la población aniquilada. Ni sombra de una vida comunitaria, como lo ha observado muy bien Marcel. El hambre, la ociosidad, la tiranía. Y además, la inseguridad. Plaza fuerte mal defendida, a pesar de sus buenas defensas. Armas suficientes, pero que no se animan a distribuir. Las tierras más ricas del cantón, pero cuyos productos cuando los trabajen, se repartirán injustamente. Pequeño pueblo desgraciado, hambriento y desunido, cuyas probabilidades de supervivencia son mediocres.

No les tengo más miedo a los larroqueses. Sé ahora que Fulbert no los hará nunca marchar contra mí. Pero tengo miedo por ellos, los compadezco. Y en ese momento, levantándome al compás del trote de Melusina, tomo la decisión de ayudarlos con todas mis fuerzas en las semanas y meses por venir.

Al caer mi mirada sobre las riendas, me sorprende ver mi mano sin anillo. La escena en el box me vuelve. ¡Qué idiota ese Armand! ¡Lo mismo que darle una piedra! ¡Como si el oro, dos meses después del acontecimiento, tuviera valor! No estamos más en eso, o si se prefiere, aún no estamos en eso.

Hemos retrocedido a un estadio mucho más primitivo que el metal precioso: al trueque. La época de las alhajas y de la moneda está lejos, muy lejos aún delante de nosotros. Nuestros nietos la conocerán quizá. No nosotros.

Melusina para sus orejas, tropieza y en la curva siguiente, una pequeñísima silueta se yergue a algunos metros de nosotros, en el medio del camino, con sus cabellos iluminados de atrás por el sol. Detengo la yegua.

– Estaba segura que te volvería a encontrar -dice Evelina, avanzando sin temor alguno y pareciendo más pequeña y frágil, al lado del corpulento caballo-. ¡Planté a esos dos! ¡Se están besando, hay que ver! ¡Como si yo no existiera!

Me río y desmonto.

– Ven, vamos a alcanzarlos.

La izo adelante de la montura, donde ocupa realmente muy poco espacio.

– Agárrate con las dos manos de la perilla.

Subo de nuevo al caballo y paso las riendas de un lado y otro de su pequeño cuerpo. La punta de su cabeza no sobrepasa mi mentón.

– Apóyate contra mi pecho.

Pongo a Melusina al trote y siento temblar a Evelina.

– ¿Vas bien?

– Tengo un poco de miedo.

– Apóyate más fuerte. No te pongas dura, déjate ir.

– Se mueve mucho.

– No te puedes caer, mis brazos te sirven de parapeto.

Me las arreglo para apretarla un poco más y hago doscientos o trescientos metros en silencio.

– ¿Vas bien, ahora?

– ¡Oh, sí -dice con voz cambiada y vibrante- ¡Es formidable! Yo soy la novia del señor y me lleva a su castillo.

Ha debido imaginar eso para curarse de su mieditis. Cuando me habla, da vuelta la cabeza hacia mí y siento su aliento en mi cuello. Sigue después de un momento:

– Deberías conquistar La Roque y Courcejac.

– ¿Conquistar cómo?

– Con las armas en la mano.

Esta expresión debe ser un recuerdo de su última clase de historia. La última para siempre.

Y entonces, ¿qué cambiaría eso?

– Pasarías a cuchillo a Armand y al cura y te convertirías en el rey del país.

Me pongo a reír.

– Ese es un programa que me resultaría muy bien, en particular lo de "a cuchillo".

– Entonces, ¿lo hacemos? -dijo Evelina, dándose vuelta y mirándome con expresión solemne.

– Voy a reflexionar.

Melusina se pone a relinchar, Malabar, que trota firme a treinta o cuarenta metros detrás de nosotros, le contesta y ante nosotros revelada de golpe por la curva, Morgane, con el mentón apoyado tranquilamente sobre la cabeza de Thomas en tren de besar apasionadamente a Cati.

– ¡Oh, pero qué graciosos que quedan los tres! -dice Evelina.

– Emanuel -dice Thomas considerándome con ojos un poco vagos- ¿puedo llevar a Cati en la grupa?

– No, no puedes.

– Pero tú has montado a Evelina sobre Melusina.

– No es el mismo peso, no es el mismo volumen y no es…

Iba a agregar: no es el mismo jinete, pero me retuve a causa de Cati.

En eso llega Malabar, muy excitado y Jacquet, no pudiendo hacerlo más desde la carreta, Colin tiene que bajar para sujetarlo mientras Cati sube al lado de la abuela. Los del Estanque demuestran alegría pero no extrañeza, pues Miette, al salir de La Roque, ha descubierto las valijas esparcidas bajo las bolsas y ha reconocido al abrirlas las cosas de su hermana.

– Ven, Thomas, tomemos la delantera. Malabar se va a poner insostenible si nos quedamos cerca.

Cuando me parece que hemos adelantado lo suficiente, me pongo de nuevo al paso.

– Emanuel -me dice Thomas con una voz entrecortada como si hubiese corrido-. Cati quisiera que nos casaras mañana.

Lo miro. Nunca ha estado tan hermoso. La estatua griega en el interior de la cual ha vivido encerrado hasta ahora, acaba de animarse. El fuego de la vida sale por sus ojos, por sus fosas nasales, por sus labios entreabiertos. Yo repito incrédulo:

– ¿Cati quiere que yo los case?

– Sí.

– ¿Y tú?

Me mira con estupor.

– ¡Y yo también, naturalmente!

– No es tan natural como todo eso. Después de todo, eres ateo.

– Si vamos al caso -dice con tono ácidos- tú no eres un verdadero sacerdote.

– Desengáñate -dije en seguida-. Fulbert no es un verdadero sacerdote, porque miente. Yo no. No soy un impostor. Mi sacerdocio está garantido por la fe de los creyentes que me han elegido. Yo soy una emanación de su fe. Es por esto que considero con la mayor seriedad los actos religiosos que ellos esperan de mí.

Thomas me mira, boquiabierto.

– Pero tú mismo -dice al cabo de un momento- no eres creyente.

Digo secamente:

– No hemos discutido nunca sobre mis sentimientos religiosos. De todas maneras, lo que crea o que deje de creer no tiene nada que ver con la autenticidad de mis funciones.

Hay un silencio y dice con voz temblorosa:

– ¿Vas a rehusar casarnos porque yo soy un ateo?

Yo exclamo:

– Pero no, vamos, por supuesto que no. Tu matrimonio es válido, por el mismo hecho de que lo deseas. Es tu voluntad y la de Cati las que crean la unión.

Y sigo, después de un momento:

– Puedes estar tranquilo, los casaré. Es una locura, pero los casaré.

Me mira escandalizado:

– ¿Una locura?

– Seguro. Te casas porque Cati, fiel a las ideas del mundo de antes, no se concibe sino casada, aunque no tenga la intención de ser fiel.

Se estremece y tira tan fuerte de las riendas que Morgane se detiene. Melusina se inmoviliza de inmediato.

– Yo me pregunto qué te hace decir eso.

– Pero nada, hombre, es una hipótesis.

Rozo ligeramente con mis talones los flancos de mi yegua. Thomas me imita.

– ¿Y a tu criterio es una locura porque va a engañarme? -dice Thomas con menos ironía que aprensión.

– De cualquier manera es una locura, tú conoces mi posición: la monogamia no tiene sentido en una comunidad donde hay dos mujeres para seis hombres.

Se hace un silencio.

– La quiero -dijo Thomas.

Si no tuviese las riendas, levantaría los brazos al cielo.

– ¡Pero yo también, la quiero! ¡Meyssonnier también! ¡Y Colin! ¡Y Peyssou, en cuanto la vea!

– Yo no lo tomo en ese sentido -dice Thomas.

– ¡Oh, sí, lo tomas en ese sentido! La prueba es que no hace dos horas que la conoces.

Espero su respuesta, pero por una vez, este gran discutidor no tiene ganas de discutir.

– Entonces -dice con tono ronco- ¿nos casas o no nos casas?

– Los caso.

Me dice gracias con tono seco y se encierra como una ostra. Lo miro. No tiene ganas de hablar. Tiene sobre todo ganas de estar solo y de pensar en su Cati puesto que Malabar le impide estar cerca de ella. Veo en su cara una especie de luz que le brota de todos los poros. Estoy impresionado por esta gran efusión íntima. Lo envidio, a mi joven Thomas, y al mismo tiempo me da un poco de lástima. No debe haber conocido muchas chicas para que una Cati le haga tanto efecto. Dejémosle esos minutos felices. Su corazón lo hará sufrir demasiado pronto. Apuro a Melusina y paso delante de Thomas, con el pretexto de hacer trotar mi yegua al costado del camino. Él me sigue.