– ¿Es mi mujer, no? -dice con los ojos centelleantes.
Preveo, por su aspecto, que no lo voy a hacer ceder.
– Vienes, con una condición: no abres la boca.
– Prometido.
– Diga lo que diga, no abras la boca.
– Ya he dicho que lo prometía.
Apuro el paso hasta el portal. Y allí agito un poco la llave en la cerradura antes de abrir. Ahí está Armand. Le estrecho la mano, la mano que lleva mi anillo en el meñique. Aquí está, con sus ojos claros, sus cejas blancas, su carota, sus botones y su uniforme paramilitar. A su lado, reconozco a mi lindo, mi pobre Faraón. Lo acaricio y le hablo. Digo pobre, porque es como para ser compadecido el tener en el lomo un jinete que le maltrate hasta ese punto la boca. Encuentro en mi bolsillo, a pesar de nuestras severas economías, un terrón de azúcar y sus labios golosos lo atrapan en seguida. Y como Momo llega con la Menou trayendo vasos y botellas, le confío a Faraón recomendándole que le saque el freno y le dé una ración de cebada. Prodigalidad que hace murmurar a la Menou.
Henos aquí sentados en la cocina del castillete, reunidos con Meyssonnier y Peyssou, bonachones y armados. En cuanto a Armand, tiene el vaso lleno en la mano, bastante incómodo, no por el vaso, desde luego, sino por lo que tiene que decirnos; yo ataco, decidido a tratar sin rodeos el asunto:
– Estoy muy contento de verte, Armand -digo trincando con él (no pienso terminar mi vaso, no bebo nunca a esa hora, pero dentro de un rato Momo estará encantado de tragarse las tres cuartas partes), justamente iba a mandarles un correo para tranquilizar a Marcel. Pobre Marcel, ha debido estar muy inquieto.
– ¿Entonces están aquí? -dice Armand, dudando entre la pregunta de cajón y el tono acusador.
– Pero claro, ¿dónde quieres que estén? ¡Ah, habían calculado muy bien el golpe! Las hemos encontrado en el cruce de la Rigoudie con las valijas. Y he aquí que la mayor me dice: Vengo a pasar quince días con la abuela. Ponte en mi lugar: no tuve el coraje de echarlas.
– No tenían derecho -dice Armand con enojo.
Es el momento de frenarlo un poco, aunque siempre con tono bonachón. Abro los brazos al cielo.
– ¡No tienen derecho! ¡No tienen derecho! ¡Exageras, Armand! ¿No tienen derecho a pasar quince días con la abuela?
Thomas, Meyssonnier, Peyssou y la Menou miran a Armand con una silenciosa desaprobación. Yo también lo miro. ¡La familia está con nosotros! ¡Los lazos sagrados en nuestro bando!
Para esconder su turbación, Armand mete su nariz aplastada en el vaso y lo vacía.
– ¿Otra vuelta, Armand?
– Con mucho gusto.
La Menou refunfuña, pero le sirve. Yo choco, pero no bebo.
– Donde no tienen razón -digo ecuánime y razonable- es en no pedirle permiso a Marcel.
– Y a Fulbert -dice Armand ya en la mitad de un segundo vaso.
Pero no le voy a hacer esa concesión.
– A Marcel que le hubiera informado a Fulbert.
Armand no es tan idiota como para no comprender el matiz. Pero, no se decide a hablar en Malevil de los decretos de La Roque. Vacía el vaso de un trago y lo deja. Momo podrá pasar la lengua, no queda ni una gota.
– ¿Bueno, y entonces? -dice Armand.
– Entonces -digo levantándome- dentro de quince días las devolveremos a La Roque. Puedes decírselo de mi parte a Marcel.
No me animo a mirar el rincón donde está sentado Thomas. Armand mira la botella, pero como no hago amago de ofrecerle un tercer vaso, se levanta y sin una palabra de adiós ni de agradecimiento, sale de la cocina. A mi entender, es por pura timidez: cuando no infunde miedo a la gente, ya no sabe cómo tratar con ella.
Momo está poniéndole el freno a un caballo feliz. El balde, a sus pies, no puede estar ni más vacío ni más lamido. Amo y cabalgadura se van, los dos con el buche lleno y la última plena de gratitud. No se olvidará de Malevil.
– Hasta la vista, Armand.
– Hasta la vista -refunfuña el amo.
No cierro la puerta en seguida. Lo miro alejarse. Desearía que estuviera lejos del alcance de sus oídos cuando Thomas vaya a estallar. Cierro lentamente las dos hojas, pongo en su lugar el cerrojo y hago girar la enorme llave en la cerradura.
Resulta más violento de lo que hubiera creído.
– ¿Qué significa esta porquería? -grita Thomas, avanzando hacia mí con los ojos fuera de las órbitas.
Me enderezo, lo miro sin una palabra, y dándole la espalda lo dejo plantado y me dirijo hacia el puente levadizo. Detrás de mí, oigo a Peyssou que lo reta:
– ¡Y bueno, muchacho, no vale la pena ser tan instruido para ser tan idiota! ¡Te imaginas que Emanuel no va a devolver las chicas! ¡No lo conoces!
– ¿Pero entonces -grita Thomas (porque grita)- para qué todos estos firuletes?
– No tienes más que preguntárselo -dice Meyssonnier rudamente.
Oigo un ruido de carrera detrás de mí. Llega Thomas. Camina a mi lado. Desde luego, no lo veo, miro el puente levadizo. Camino ligero, con las manos en los bolsillos, el mentón levantado.
– Te pido disculpas -dice con voz blanca.
– No me importan tus disculpas, no estamos en un salón.
Iniciación poco alentadora. ¿Pero qué puede hacer sino insistir?
– Peyssou dice que no devolverás las chicas.
– Se equivoca, Peyssou. Te caso mañana y dentro de quince días devuelvo a Cati a La Roque para que Fulbert se la coma.
Esto, aunque de dudoso gusto, tiene sin embargo el efecto de calmarlo. -¿Pero para qué toda esta comedia? -dice con un tono quejoso que no le es habitual-. No comprendo nada.
– No comprendes nada, porque no piensas más que en ti.
– ¿No pienso más que en mí?
– ¿Y Marcel? ¿Piensas en él?
– ¿Y por qué tengo que pensar en Marcel?
– Porque es él quien se va a aguantar,…
– ¿Va a aguantar qué?
– Las represalias, la disminución de las raciones, etcétera.
Un corto silencio.
– ¡Ah!, pero yo no sabía -dice Thomas con aire contrito.
Yo sigo:
– Es por eso que le he dado la mano a esa basura y le he presentado el asunto como la escapada de dos chiquilinas. Para salvar a Marcel.
– ¿Y qué pasa dentro de quince días?
Todavía un poco inquieto, el idiota.
– ¡Pero vamos, eso cae de su propio peso! Le escribo a Fulbert que Cati y tú se han enamorado el uno del otro, que yo los he casado y que Cati, desde luego, debe quedarse con su marido.
– ¿Y quién le impide a Fulbert, en ese momento, tomar represalias contra Marcel?
– ¿Y por qué lo haría? El acontecimiento ha tomado un rumbo fortuito que lo desarma. No ha habido complot. Marcel no está en el golpe.
Prosigo con una cierta frialdad:
– He aquí la razón de todos los firuletes, como tú dices.
Largo silencio.
– ¿Estás enojado, Emanuel?
Levanto los hombros, lo dejo y volviendo sobre mis pasos me dirijo hacia Peyssou y Meyssonnier. Todavía hay que arreglar esa historia de los cuartos. ¡Son macanudos! No solamente aceptan ser desposeídos, sino que lo aceptan con alegría. Esos dos chicos, te imaginas, dice Peyssou enternecido, olvidándose que acaba de tratar a uno de ellos de idiota.
Todos estarán más enternecidos al día siguiente cuando case a Cati y Thomas en la gran sala de la casa. La disposición es la misma que para la misa de Fulbert: yo de espaldas a los dos ventanales, la mesa haciendo de altar y del otro lado, frente a mí, los compañeros en dos filas. La Menou increíblemente pródiga, ha dispuesto dos grandes velas sobre la mesa, aunque el tiempo sea claro y que el sol entre a raudales por los dos grandes ajimeces, dibujando dos cruces impresionantes sobre el piso de baldosas. Todos, hasta los hombres, tienen los ojos brillantes. Y todos, incluso Meyssonnier, llegado el momento, comulgan. La Menou llora, diré más adelante por qué. Pero muy diferentes son las lágrimas de Miette. Llora en silencio, las gotas rodando por sus frescas mejillas. Y sí, pobre Miette. Me doy cuenta, yo también, que hay algo de injusto en esta gloria y esta pompa que recaen en una chica que no se comparte.
Después de la ceremonia, tomo a Meyssonnier aparte y damos unas vueltas por el primer recinto. Hay en él un cambio sutil. Siempre con esa cara larga, seria, con los ojos muy cerca el uno del otro, y esa manera de parpadear sin descanso cuando está emocionado. No, lo que lo cambia es su pelo. Por falta de peluquero, primero ha crecido, como dije, derecho hacia el cielo y ahora siempre más largo, cae hacia atrás, introduciendo en su fisonomía la curva que le faltaba.
– He notado que has comulgado -le digo con voz neutra-. ¿Puedo preguntarte por qué?
Un ligero rubor invade su cara honesta y otra vez se pone a parpadear como de costumbre.
– He vacilado -dice al cabo de un momento-. Pero he pensado que absteniéndome podía ofender a los demás. No he querido quedarme aparte.
– Y bueno -dije-, tienes razón. ¿Por qué no dar ese sentido a la comunión? Una participación.
Me mira sorprendido.
– ¿Quieres decir, que ese es el sentido que tú le das?
– Sin ninguna duda. El contenido social de la comunión me parece muy importante.
– ¿El más importante?
Pregunta insidiosa. Me parece que Meyssonnier está tratando de atraerme. Le digo que no, pero no sigo con el tema.
– A mi vez -dice Meyssonnier- te voy a hacer una pregunta. ¿Solamente para alejar a Gazel te has hecho elegir abate de Malevil?
Si Thomas me hiciese esa pregunta lo pensaría dos veces antes de contestarle. Pero sé que Meyssonnier no va a juzgar muy rápido. Va a masticar lo que le voy a decir lentamente y sacará de ello prudentes conclusiones. Le digo, pesando yo mismo mis palabras: