De todos nosotros, fue Peyssou el que tuvo razón cuando dijo que el trigo de los Rhunes tenía la "voluntad" de recuperarse. El 15 de agosto, es verdad que con mucho retraso, las espigas se han formado, y para el 25, están casi maduras, y es otra vez Peyssou quien, una tarde, en el más cercano linde de los Rhunes ve tallos pisoteados, espigas comidas y huellas de patas.
– Esto -dice- es un tejón, y uno grande, no tienes más que fijarte en la separación de las patas.
– El tejón come el maíz -dice Colin-, o las uvas.
Encogimiento de hombros de Peyssou.
– Ni siquiera contesto -dice contestando-. ¡A falta de maíz, imagínate!… Este cochino animal, el día de la bomba debía estar en su cueva. Escarba profundo un tejón.
– ¿Y cómo ha comido, desde entonces? -dice Jacquet.
Reencogimiento de hombros de Peyssou.
– No ha comido, ha dormido.
Creo que Peyssou tiene razón. Es verdad que en nuestras regiones donde el frío es moderado y el alimento fácil, el tejón no entra más en hibernación. Pero, sin embargo, ha debido en caso de hambre conservar la facultad de restringir su actividad en el fondo de su agujero y vivir con economía de sus reservas de grasa, esperando días mejores.
Consejo de guerra. Antes, uno se contentaba con prender un fuego lento en los bordes del terreno para apartar al tejón. Pero el procedimiento no nos parece bastante vengativo. No queremos solamente apartarlo, queremos su pellejo. El odio del paisano por el dañino que le disputa su cosecha nos sube al corazón, más fuerte que nunca.
Sobre la pendiente de la colina, del otro lado de los Rhunes, a unos veinte pasos del terreno de trigo, se construye un pequeño abrigo cavado en el suelo y cubierto de un techo de fajinas apoyado sobre cuatro postes. El techo no se ha concebido solamente para esconder al cazador, sino para protegerlo de la lluvia y del viento. Y Meyssonnier, a quien debemos el plan de este puesto, ha llevado su refinamiento hasta disponer en el fondo de la trinchera un enrejado rústico para aislarnos del suelo. Porque, dice, a través de las botas de caucho tan gruesas como quieras, la humedad te sube por el cuerpo.
Se forman equipos para vigilar por turno, de noche, en la pequeña casamata, y no se excluye a las mujeres, las dos jóvenes por lo menos, a las que hemos enseñado a tirar en estos dos meses y que se desenvuelven muy bien. Cati, desde luego, va a hacer equipo con Thomas. Y Miette, de la que esperaba ser elegido, eligió a Jacquet. Lo que lleva a Peyssou, a falta de Jacquet, a tomar a Colin, y yo, a Meyssonnier. Al momento, Evelina -y esto Miette ha debido preverlo- me hace una escena para ser también de mi equipo, y ante mi resistencia, hasta comienza una huelga de hambre que me obliga a capitular.
Pasan ocho días. Nada de tejón. Aunque maloliente él mismo, debe tener el olfato sensible y ha sabido descubrirnos. Es verdad que, desde su punto de vista, quizá seamos nosotros los que apestamos. No importa, continuamos el acecho.
Así el tiempo pasa, lento como un río. Me despierto al alba por la claridad del día. Dejo la ventana abierta desde que está tan lindo. Me gusta, cuando me despierto, vigilar sobre la colina de enfrente, los progresos de la vegetación. Es increíble. Quién hubiera pensado, hace dos meses, que veríamos tanta hierba y tantas hojas, éstas no sobre los árboles -muy pocos han sobrevivido- pero sí sobre un número inaudito de pequeños arbustos que han aprovechado de la ruina de sus grandes vecinos para proliferar. Miro también a Evelina, dormida sobre el canapé de Thomas. El sistema de los días de hospitalidad por bocados de pan y tragos de leche le ha valido quedarse en mi cuarto dos meses después de haber sido admitida por una noche Pero no me animo a poner fin a nuestras convenciones, la han beneficiado mucho. Ahora tiene colores, mejillas y músculos. Y si su pecho se ha quedado chato a pesar de mis predicciones, por lo menos parece una gimnasta. Ha aprendido a montar a caballo, más rápido que nadie, pues monta con una impavidez total, con alegría, con sus piececitos golpeando los flancos para poner la montura al galope, y sus trenzas rubias volando tras ella. Para la equitación le he impuesto las trenzas desde el día que, montada en Morgane al levantar la mano derecha para echar sus largos cabellos hacia atrás, desencadenó una serie de saltos de carnero que la hicieron aterrizar sobre un pequeño arbusto, felizmente salva.
En el mismo momento que Evelina, sintiendo mi mirada sobre ella, abre los ojos, estalla un tiro. Luego un segundo, luego, un cuarto de segundo más tarde, un tercero. Paso en un abrir y cerrar de ojos de la estupefacción a la inquietud. Peyssou y Colin han pasado la noche al acecho en los Rhunes, pero a esta hora se preparan a volver.
Ya de día, el tejón no se va a arriesgar en los trigales. Y si estaba, por otra parte, Colin y Peyssou no necesitarían tres cartuchos para obtenerlo. Me levanto, y enfilo rápido mi pantalón.
– Evelina, corre al castillete de entrada a decirle a Meyssonnier que agarre su escopeta, abra y me espere.
Desde hace un mes, he decidido, en efecto, que las armas serían personales y que cada uno guardaría la suya en su cuarto. En caso de sorpresa nocturna habría pues tres fusiles en el castillete de entrada, tres en el torreón y uno, el de Jacquet, en la casa, salvo cuando Jacquet está en el cuarto de Miette, lo que es el caso.
Evelina corre, con los pies desnudos y en camisón, y cuando salgo de mi habitación apenas abrochado, la de Thomas se abre y aparece en pijama, con el torso desnudo.
– ¿Qué pasa?
– Tomen sus fusiles los dos y vayan a apostarse en el castillete de entrada. No se muevan de ahí. Se quedarán para cuidar Maleviclass="underline" ¡Ligero, ligero! ¡Inútil vestirse!
Bajo de cuatro en cuatro la escalera caracol y me encuentro cara a cara con Jacquet, que sale del cuarto de Miette. Su reacción ha sido más rápida que la de Thomas: tiene un pantalón, tiene su arma. No cambiamos una palabra. Corremos el uno al lado del otro.
Cuando llegamos al medio del primer recinto un quinto tiro estalla en los Rhunes. Me paro, cargo mi fusil y tiro al aire. Espero que comprenderán que eso quiere decir que llegamos. Prosigo mi carrera. Veo delante de mí a Meyssonnier, con su arma en la mano, abriendo la puerta. Le grito de lejos:
– ¡Vamos, vamos, te alcanzo!
Jacquet, que ha seguido corriendo mientras yo me detenía a cargar mi arma, está ahora delante de mí. Franqueo detrás de él el portal de entrada, emprendo la bajada, oigo a mi espalda el ruido de un aliento, me doy vuelta, es Evelina, descalza, en camisón y corriendo a todo lo que da para alcanzarme.
Una rabia loca me asalta, me paro, la tomo del brazo, la sacudo y le grito: -¡Pero por Dios! ¡Qué estas haciendo aquí! ¡Vuélvete, vuélvete!
Ella grita, con los ojos fuera de las órbitas:
– ¡No, no; no quiero dejarte!
Yo chillo:
– ¡Vuélvete!
Y pasando mi fusil de la mano derecha a la mano izquierda, le doy dos bofetadas al vuelo. Obedece como un animal golpeado, camina retrocediendo hacia el portón, y luego con una lentitud exasperante mirándome con ojos aterrorizados. Yo chillo:
– ¡Vuélvete!
¡Pierdo segundos preciosos! ¡Y Cati y Thomas que no están todavía aquí! ¡Y a quién puedo confiársela! Ni a la Menou, que por otra parte veo bajo el portón abierto luchar con Momo al que retiene con las dos manos de la camisa.
Agarro a Evelina por el medio del cuerpo y poniéndomela al hombro, hago corriendo el trayecto que me separa del portón y la deposito como un bulto en el interior.
En el mismo momento, veo la camisa de Momo que se desgarra, y a Momo, liberado, que se abalanza y baja corriendo por el camino de los Rhunes.
– ¡Momo, Momo! -grita la Menou desesperadamente poniéndose a correr a su vez.
¡Y esos dos que no aparecen! ¡Pero no es posible, capaz que se está pintando! ¡Y él la espera!
Planto a Evelina allí y me pongo a correr por el camino, paso a la Menou trotando con sus piernitas flacas y grito: ¡Momo! ¡Momo! Pero sé que no lo voy a alcanzar. Corre como los chicos, con los pies rozando el suelo, pero va muy ligero y su aliento es inextinguible.
Al dar la curva muy cerrada que me lleva al lecho del torrente, puedo ver sin darme vuelta, pues el camino allí es casi paralelo a sí mismo, a la Menou corriendo con todas sus fuerzas, y detrás de ella, alcanzándola, ¡a Evelina! Me siento desmoralizado al último grado por esta inusitada seguidilla de actos de indisciplina. No sé por qué, por ahora estoy convencido de que Cati y Thomas también van a desertar de su puesto y seguirnos: Malevil se va a quedar sin defensores. ¡Todos nuestros bienes, todas nuestras reservas, todos nuestros animales, en manos de quien quiera entrar! Estoy desesperado y mientras corro, con el corazón golpeándome en las costillas, con los dientes apretados, mi garganta se contrae hasta dolerme. Estoy fuera de mí de furia y de aprensión.
Cuando desemboco en los Rhunes, veo bastante lejos y dándome la espalda, inmóviles, con el arma en la mano, en una fila, a Peyssou, Colin, Meyssonnier y Jacquet. Están completamente sin movimiento. No dicen nada. Parecen petrificados. Lo que los petrifica, no lo sé, pues no veo más que sus espaldas. En todo caso, no tienen la actitud de gente amenazada, o que deba defenderse, o que tiene miedo. Están mudos, cambiados en estatuas, y ni el ruido de mi carrera los hace darse vuelta.