Llego por fin hasta ellos, sin que salgan de su estupor, sin que me hagan lugar. Y a mi vez, veo.
A unos diez metros de nosotros, hacia abajo, una veintena de individuos en harapos, llegados al último grado de la caquexia, no ya pálidos sino verdaderamente amarillos, con la piel de la cara colgando sobre los huesos, algunos tan débiles que ni siquiera tienen la fuerza de acomodar la mirada y bizquean a dar miedo. Están en cuclillas o acostados sobre nuestro trigo y devoran con pequeños ladridos asustados las espigas a medio maduras. Ni siquiera pierden el tiempo en separar el grano de su envoltura, comen todo. Observo que el contorno de sus bocas está verde, prueba de que antes de encontrar nuestro trigo, han tratado de comer pasto. Parecen animales esqueléticos. Sus ojos bizcos brillan de miedo y de avidez. Y nos echan miradas de reojo apurándose en meterse las espigas en la boca. Cuando se ahogan, escupen en el hueco de sus manos y se lo tragan de nuevo, en seguida. Hay mujeres entre ellos. Se diferencian por el largo del cabello, pues su pavorosa flacura les ha quitado toda característica sexual aparente. Ninguno de ellos tiene fusil. Pero veo a su lado, sobre el trigo, horquillas y garrotes.
El espectáculo es tan lastimoso que necesito un momento para darme cuenta que ya han estropeado un cuarto de nuestra cosecha y que van a estropearla toda entera si no intervenimos. No es solamente por lo que comen. Pierden muchas más espigas pisoteándolas y acostándose sobre los tallos. Y esos granos que arruinan o devoran son nuestra vida. Si se puede impunemente destruir el trigo de Malevil, entonces Malevil será reducido también al estado de una errante banda famélica, como tantas otras. Porque ésta no es más que la primera que vemos, estoy seguro.
Es el resurgimiento de la vegetación lo que los ha volcado sobre los caminos en busca de alimento.
Peyssou está a mi lado. No parece darse cuenta de mi presencia. Pero el sudor corre por su cara.
– Hemos probado todo -dice Colin con la voz ahogada por el dolor y la rabia-. Les hemos hablado, les hemos gritado. Hemos tirado al aire. Les hemos tirado piedras ¡Piedras, te das cuenta, ni les importa, se protegen la cabeza con un brazo y siguen tragando!
– ¿Pero qué son esa gente? -dice Meyssonnier, con un estupor que en otro momento encontraría cómico-. ¿Y de dónde vienen?
Les grita en dialecto con una furia impotente:
– ¡Rajen de aquí, por Dios! ¿No ven que estropean nuestro trigo? ¿Y nosotros, entonces, qué vamos a comer?
– ¡Ah, hombre -dice Colin- en dialecto o en francés ni contestan! Se llenan. ¡Y pensar que nos hacíamos mala sangre por un tejón!
– Y si los corriéramos a golpes de culata -dice por fin Peyssou con voz estrangulada.
Hago que no con la cabeza. No hay que fiarse de su debilidad.
Se puede esperar todo de un ser acosado. Y culatas de escopeta contra horquillas, el combate no sería igual. No. El solo partido lógico que tengo que tomar, lo sé. Mis compañeros también. Pero soy incapaz. Ahí, en el linde del campo de trigo, con el arma en la mano, el seguro quitado, una bala metida en el caño, y el dedo sobre el gatillo, es poco decir que vacilo. Estoy atacado por una inhibición total que, contra mi juicio claro, me paraliza. Yo también estoy petrificado.
Momo es el único que se agita. Sé que es muy excitable, pero nunca lo he visto presa de tal delirio. Patalea, alza los brazos al cielo, levanta el puño y aúlla. Está poseído por una furia demente y dando vuelta hacia mí sus ojos brillantes y su cabeza hirsuta, con la voz y con el gesto me conjura a poner término al pillaje. Grita con voz estridente:
– ¡El tigo! ¡El tigo!
Los saqueadores han debido pelearse entre ellos o pelearse con otra banda, pues sus ropas están en jirones y esos jirones sucios, manchados, color tierra, descubren sus nalgas, sus torsos, sus espaldas. Veo a una desgraciada cuyos senos flácidos y arrugados cuelgan hasta el suelo mientras se arrastra, a cuatro patas, de espiga en espiga. Esa tiene zapatos, pero la mayoría tiene los pies envueltos en trapos. No hay entre ellos ni chicos, ni individuos muy jóvenes, ni viejos. Los menos resistentes han muerto. Los que veo están en "plena madurez". Expresión que parece cruel, aplicada a esos esqueletos. Me llama la atención la saliente de los huesos de la cadera, de las rodillas que parecen enormes, de los omóplatos, de las clavículas. Cuando mastican se les ven los músculos de las mandíbulas. Su piel es una bolsa más o menos arrugada que envuelve los huesos, y emana de su grupo un olor rancio que se agarra a la garganta y da asco.
– ¡El tigo! ¡El tigo! -grita Momo, y con sus dos manos se mesa los cabellos como para arrancárselos.
Tengo la mano derecha crispada sobre el arma, pero está siempre a lo largo de mi cadera, con el caño dirigido a tierra. No consigo apoyarla en mi hombro. Hacia estos extraños, esos saqueadores, siento un odio loco porque devoran nuestra vida. Y también porque son lo que podríamos llegar a ser nosotros en cualquier momento, en Malevil, si el pillaje de nuestros recursos continuara. Pero siento al mismo tiempo una piedad abyecta que equilibra mi odio y me reduce a la impotencia.
– ¡El tigo! ¡El tigo! -aúlla Momo, en el paroxismo de la excitación.
Y de golpe, franquea corriendo los diez metros que nos separan de la banda, y se tira aullando sobre el saqueador más cercano y los golpea con sus puños y sus botas.
– ¡Momo! ¡Momo! -grita la Menou.
Alguien se rió, quizá Peyssou. Yo también tengo ganas de reír. Por cariño hacia Momo, porque un acto tal, tan infantil, tan irrisorio, es muy de él. Y también porque nada de lo que hace Momo tiene consecuencias, porque Momo es un paréntesis en lo serio de la vida, porque Momo "no cuenta para nada". Porque no se me ocurre que le pueda pasar algo a Momo, nunca. Ha estado siempre tan protegido por la Menou, por el tío, por mí, por los compañeros.
He visto una fracción de segundo demasiado tarde la mirada hosca del hombre. He visto un cuarto de segundo demasiado tarde el golpe de la horquilla. Creí prevenirlo tirando. Ya estaba asestado. Y los tres dientes de la horquilla se hundían en el corazón de Momo cuando mi bala golpeó a su adversario y le destrozó la garganta.
Caen al mismo tiempo. Oigo un aullido inhumano y veo a la Menou abalanzarse y echarse sobre el cadáver de su hijo. Avanzo entonces como un autómata y tiro mientras avanzo. A mi izquierda y a mi derecha, avanzando en fila, mis compañeros tiran también. Tiramos al montón, sin apuntar. Mi espíritu es un blanco total. Pienso: Momo está muerto. No siento nada. Avanzo y tiro. No es necesario avanzar, estamos ya tan cerca. Y sin embargo, avanzamos, mecánicamente, metódicamente, como si segáramos un campo.
Nada se mueve ya, y sin embargo seguimos tirando. Hasta el agotamiento de los cartuchos.
XIV
Ninguno de nosotros, salvo la Menou, sintió en el momento la pérdida de Momo, primeramente porque chocó en nosotros con una especie de incredulidad, y sobre todo porque la incursión de la banda que acabábamos de aniquilar nos sumergió durante quince días, de la mañana a la noche, en trabajos extenuantes.
Primeramente hubo que enterrar a los muertos. Fue una horrible tarea, complicada por el hecho que prohibí que se les acercaran. Temía que fueran portadores de parásitos susceptibles de ser conductores de epidemias contra las cuales no tendríamos defensas. Me acordaba, en efecto, que la pulga puede trasmitir la peste y el piojo, el tifus exantemático. El mal estado de esos desgraciados, el hecho que venían de tan lejos, a juzgar por los trapos que muchos de ellos llevaban en los pies, me los hacían aun más sospechosos.
Cavamos una fosa en la proximidad del osario y en esa fosa dispusimos haces de leña y sobre ellos leñitas, de manera que la última capa de leña estuviera al nivel del terreno del trigo. Luego, por un nudo corredizo tendido en el extremo de una pértiga, pasamos una cuerda por los pies de cada muerto y lo arrastramos a buena distancia de nosotros, de manera de depositarlo sobre la cima de la hoguera. Había en total dieciocho muertos, de los que cinco eran mujeres.
Eran las once de la noche, cuando, sobre las cenizas aún calientes, echamos la última palada de tierra. No quise que entráramos en Malevil con la ropa que teníamos. Llamé a la puerta del castillete de entrada y cuando Cati apareció, le dije que se hiciera ayudar por Miette y trajera dos lebrillos llenos de agua. Cuando estuvieron allí, pusimos nuestra ropa, incluso la ropa interior y entramos desnudos al castillo para ir a darnos una ducha, uno después de otro, en el baño del torreón. Nos revisamos cuidadosamente todos los pliegues, pero no encontramos parásitos sobre nadie. Al día siguiente hicimos un gran fuego de leña bajo los dos lebrillos delante del castillete de entrada e hicimos hervir largamente su contenido antes de entrarlo al castillo y extenderlo al sol.
Comimos los seis en el gran comedor de la casa, Cati nos servía. Evelina estaba allí, pero yo no le dirigía la palabra y ella no se animó a acercárseme. Miette, Falvina y la Menou velaban al Momo en el castillete de entrada. La comida se pasó en silencio. Estaba rendido de cansancio y con mis sentimientos como embotados. Aparte del estúpido contentamiento animal de comer, de beber y de reparar mis fuerzas, no sentía nada más que una inmensa necesidad de dormir.