Gazel volvió al día siguiente. Le entregué la carta sin una palabra y se fue. Dos días más tarde, la ZDA estaba terminada y el trigo lo bastante maduro como para que se levantara la cosecha.
Fue un largo asunto, pues hubo que cortar las espigas con la hoz, ponerlas en gavillas, traer las gavillas a Malevil, establecer una área en el primer recinto y separar con el mayal los granos de la paja. La operación movilizó mucha mano de obra y cuando hubo terminado, cada uno de nosotros hubiera podido darle un sentido más nuevo a la bíblica frase sobre el pan y el sudor.
A pesar de todo, fue posible decir que la cosa valía la pena. Aun teniendo en cuenta la parte estropeada por los saqueadores, la cosecha dio una proporción de diez bolsas por una. O sea en total mil doscientos cincuenta kilos de granos. Era poco con relación a nuestras importante reservas para el trigo (debidas en gran parte al botín del Estanque). Era mucho por ser la primera cosecha desde el día del acontecimiento y como promesa para el porvenir.
La noche que siguió a la cosecha, fui despertado por un ligero ruido a mi lado y más precisamente por la imposibilidad en que me encontré al principio en mi semisueño, de comprender el origen. Pero cuando mis ojos se abrieron, aun sin ver nada, pues la noche era oscura, supe que sobre el canapé cerca de la ventana Evelina sollozaba a golpecitos en su almohada.
– ¿Lloras? -dije a media voz.
– Sí.
– ¿Y por qué?
Aquí, una sucesión de sollozos apagados y de resoplidos.
– Porque estoy triste.
– Ven a contarme eso.
No fue más que un salto desde su canapé a mi cama, y se apelotonó en mis brazos. ¡A pesar de que se había rellenado, me pareció todavía bien liviana! Sobre mi hombro, no pesa más que un gatito. Y sigue sollozando.
– ¡Pero me mojas! ¡Una verdadera fuente! ¡Sécame eso! -Le paso mi pañuelo y tiene que parar los sollozos, aunque más no sea para sonarse.
– ¿Y entonces?
Un silencio. Resoplidos.
– ¡Suénate, vamos, en lugar de resoplar!
– Ya está.
– Suénate de nuevo.
Se suena de nuevo, en efecto y, a juzgar por el sonido, sin ningún éxito. Después de esto, los resoplidos recomienzan. Debe ser nervioso. Como su tos, como sus sollozos, como las convulsiones que la sacuden. Quizá como su asma. Después del saqueo de nuestro trigo y de la muerte de Momo tuvo un ataque horrible. Me pregunto si no se está preparando otro. La rodeo con mis brazos.
– Vamos -digo-. ¿Qué pasa?
Un silencio.
– Todos esos muertos -dice por fin en voz baja.
Me sorprendo. No era eso lo que esperaba.
– ¿Es por eso que lloras?
– Sí.
Y como me callo, ella sigue:
– ¿Por qué? ¿Te sorprende, Emanuel?
– Sí, creía que me ibas a decir que yo no te quería más.
– Oh, no -dice- me quieres igual, me doy muy bien cuenta. Lo que sucede es que no me dejas pasar nada. Pero lo prefiero así.
– ¿Prefieres eso?
Silencio. Medita, se interroga y está tan concentrada que se olvida de sorber.
– Sí -me dice-, me siento más sostenida.
Tomo nota y me callo.
– ¿A esa gente que mataron, no se la podría haber tomado en Malevil? Hay lugar en Malevil.
Sacudo la cabeza en la oscuridad, como si ella pudiera verme.
– No es una cuestión de lugar, sino de reservas. Ya somos once. Se podría en rigor, alimentar a dos o tres personas más, pero no a veinte.
– Bueno, entonces -dice al cabo de un momento- no había más que dejarlos comer nuestro trigo.
– ¿Y los otros?
– ¿Qué otros?
– Los otros que vendrán después. A esos, los dejamos matar nuestros chanchos, devorar nuestras vacas y llevarse nuestros caballos. Y nosotros, siempre tendremos pasto para comer.
Esos sarcasmos no hacen efecto en Evelina.
– Has dicho tú mismo que el trigo de los Rhunes no era enorme.
– No, gracias a Dios, con respecto a nuestras reservas. Sin embargo, mil doscientos cincuenta kilos de granos significan un cierto número de kilos de pan.
– ¡Pero si no hay más remedio nos podríamos haber pasado sin ellos! Tú lo has dicho -agregó precipitadamente con tono acusador.
En efecto, todo lo que yo digo queda grabado para siempre en su memoria.
– Si no hay más remedio, sí. Pero no podemos saber si la cosecha del año que viene no será desastrosa. Es mejor tener un poco en reserva. Aunque más no fuera para ayudar en caso de necesidad, a nuestros amigos de La Roque.
– ¿Y a esos de los Rhunes, por qué no ayudarlos?
– Eran muchos, ya te lo dije.
– No eran muchos más que la gente de La Roque.
– Pero a esos, por lo menos, uno los conoce.
Y como se calla, enumero:
– Pimont, Inés Pimont, Lanouaille, Judith, y Marcel que te recogió.
– Sí -dice-. Y también el viejo Pougès. No se lo ha visto más, en estos días, al viejo Pougès.
Es verdad, hace más de diez días que no lo vemos a ese viejo pícaro, remojar en nuestro vino la extremidad de sus bigotes. Y esta manera de cerrar un debate, sin convenir nada y sin admitir nada, es no menos típica de Evelina. Estoy además muy impresionado de la manera adulta con que ha discutido. Nada de infantil en sus palabras. Y su francés también ha ganado. Desde que "no le paso ninguna" ha cesado de refugiarse en lo pueril.
– Bueno -digo-. Audición terminada. Vuelve a tu cama. Quiero dormir.
Se me prende.
– ¿No puedo quedarme todavía un poco, Emanuel? -dice retomando su voz de bebé.
– No, no puedes. Vuela.
Se va y se va sin replicar. Hasta obedece con una especie de entusiasmo, como si tuviera delante de ella la perspectiva de pasarse a mi lado toda una vida de embriagadora obediencia.
Sin embargo, hay algunas cosas en ella que no comprendo muy bien. Me ha hablado de los Rhunes, pero no ha dicho nada de Momo.
Pero la Menou tampoco habla nunca de Momo. De todas las previsiones que yo había hecho el día del asesinato de su hijo, sobre su comportamiento futuro, ninguna se ha realizado. No cayó en la desesperación y en el embotamiento. No ha abandonado nada de la administración de Malevil. Reina siempre como el ama de la rama femenina del castillo, picoteando preferentemente a la más vieja y la más charlatana, pero si es preciso, aunque con más circunspección, no escatimándoselo tampoco a las pollitas, y a Cati más que a Miette, dado que Cati tiene su buen pico también. Tampoco se deja debilitar, tenedor y vaso nunca inactivos, aunque sin esperanza de engordar. Y por fin, siempre sigue estando bien limpia, con su pequeño esqueleto bien fregado, donde todo, músculos y órganos, está reducido al mínimo, con los cabellos bien tirados hacia la parte de atrás de su calavera, con la blusa negra bien cepillada y las hileras de alfileres de gancho adornando un escote cuadrado sobre la más chata de las pecheras.
Y por fin, siempre con el mismo trote tan seco, tan corto y tan rápido, con sus grandes pies y su cuello flaco y tendinoso proyectado hacia adelante.
Es Cati o Miette la que pone la mesa y es la Menou la que deposita las servilletas. Por una preocupación de higiene, les ha hecho, para distinguirlas, unas marcas que sólo ella reconoce.
Y una mañana en el momento de sentarme, noto, bastante inquieto, que alguien ha repuesto en la punta de la mesa el cubierto de Momo y, en el plato, una servilleta. Veo que Colin también se ha dado cuenta y me hace con los ojos y con la cabeza signos pesimistas. Sin embargo, al sentarme, cuento y encuentro once cubiertos y no doce. Además, fue Cati quien puso la mesa, no puedo creer que se haya equivocado. Por otra parte, como me inclino para interrogarla con la mirada, con discreción, me hace con el índice de la mano derecha un signo negativo.
Todo el mundo ahora está sentado, menos Jacquet quien, de pie, con los brazos colgando, con sus ojos marrón dorado húmedos de angustia, no encuentra en su lugar habitual más que un vacío horrible. Me mira, no sin humildad, como preguntándome qué ha podido hacer para que lo prive de alimento. Todo su comportamiento es el de un buen perro delirante de afección, que después de haber soportado un mal patrón, ha sido adoptado por una familia que lo mima, y tiene terror de despertarse un día habiendo perdido esa felicidad de la que no se siente digno, y de la que se pregunta sin descanso si la vive o si la sueña. No es que Jacquet encuentre injusto que le suprima su comida. Si lo hago es porque es justo. Y está listo, terminada la comida, para ponerse a trabajar con nosotros, con el estómago vacío. Su solo temor, es que esta supresión sea el prefacio del exilio.
Le sonrío para tranquilizarlo y voy a intervenir cuando la Menou dice con tono brusco:
– ¿Buscas tu cubierto, muchacho? Ahí está.
Y con el mentón, señala el lugar donde se sentaba Momo.
Se hace un gran silencio y Jacquet, consternado, me mira. Le hago con la cabeza un signo afirmativo, y bordeando todo el largo de la mesa, Jacquet va a sentarse en el lugar de Momo, penosamente consciente, él que tiene horror de llamar la atención, de ser el punto de mira de todos los ojos.
Colin, con tacto, abre en seguida un debate. Los pedazos de cartón que cierran las trampas en la ZDA y que la tierra recubre presentan un problema. Porque si llueve van a pudrirse y antes de pudrirse, perderán su rigidez y se encorvarán bajo el peso de la tierra. Resultado, las trampas van a ser señaladas a los asaltantes por otros tantos pozos. Peyssou sugiere que hagamos agujeros en los cartones para que la flota enemiga se hunda en la misma trampa. Y Meyssonnier sugiere un sistema de dos pedazos de madera contrachapeada sostenidos por un listón finito central que se hundiría bajo el peso del enemigo.