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Y cosa extravagante, parece feliz de estar entre nosotros. Feliz y aliviado.

Lo interrogo. Responde en seguida sin la menor vacilación, sin disimular nada. Más aún, parece contento de informarme.

Nosotros lo estamos mucho menos al enterarnos de con quién es el asunto: una tropa fuerte de diecisiete hombres, comandados por un llamado Vilmain, que se las da de ex oficial de paracaidistas. Muy estructurada, la banda, en antiguos y en nuevos; siendo estos los esclavos de aquellos. Disciplina implacable. Tres castigos: apaleamiento; celda sin beber ni comer; estrangulamiento frente a las tropas. Vilmain dispone de un bazooka, con una docena de pequeños obuses, y de unos veinte fusiles.

Hervé Legrand -es el nombre del preso- nos cuenta la manera en que fue reclutado. Vilmain se apoderó de su pueblo al sudoeste de Fumel. Tuvo pérdidas durante el ataque y quiso compensarlas.

– Arramblaron con nosotros -dice Hervé-: René, Mauricio y yo. Nos llevaron a la plaza del pueblo. Y Vilmain le dijo a René: ¿estás de acuerdo con entrar en mi tropa? René dijo que no. Al punto, los hermanos Feyrac lo tiraron de rodillas y Bebella lo estranguló.

– ¿Es una mujer Bebella?

– No. En fin, no.

– ¿Descripción?

– Un metro sesenta y cinco, largos cabellos rubios, rasgos finos. Talle fino, pies y manos pequeños. Le gusta disfrazarse de mujer. Te equivocarías con él.

– ¿Y Vilmain, se equivoca con él?

– Sí.

– ¿No es el único?

– Oh, sí.

– ¿Los muchachos le tienen miedo a Vilmain?

– Sobre todo le tienen miedo a Bebella.

Y Hervé agrega:

– Es muy hábil con su cuchillo. De todos los antiguos es el que mejor lo tira.

Lo miro.

– ¿Cuando se es nuevo, cómo se convierte uno en antiguo?

– Te cito a Vilmain: nunca por antigüedad.

– ¿Cómo, entonces?

– Presentándose voluntario para ciertas misiones.

Digo con sequedad:

– ¿Es por eso que te propusiste para reconocer a Malevil?

– No. Mauricio y yo queríamos prevenirlos a ustedes y desertar.

– ¿Entonces, por qué no lo has hecho?

Contesta sin la más mínima vacilación:

– Porque no era Mauricio el que estaba conmigo. La cosa pasó así: esta mañana, Vilmain pide cuatro hombres para dos misiones, una sobre Courcejac, la otra sobre Malevil. Solos, Mauricio y yo salimos de las filas. Dos nuevos. Entonces, Vilmain se puso a gritar a los antiguos y por fin, dos de entre ellos se propusieron. Vilmain me mandó con uno y a Mauricio con el otro. Mauricio, a esta hora, está reconociendo a Curcejac.

– Hay una cosa que no comprendo. Esta mañana, Vilmain lanza una misión de reconocimiento sobre Curcejac, y la otra sobre Malevil. ¿Por qué no una también sobre La Roque?

Una pausa. Hervé me mira.

– Pero -dice con lentitud-, porque en La Roque ya estamos.

Al mismo tiempo, no sé por qué, me incorporo a medias sobre mi silla.

– ¡Qué! ¿Ustedes están en La Roque? ¿Desde cuándo?

Mi pregunta no tiene sentido. Poco importa el momento en que Vilmain se ha instalado allí. Lo que importa, es que esté allí. Con sus fusiles 36, sus aguerridos muchachones, su bazooka y su experiencia.

Veo palidecer a mis compañeros.

– La banda -dice Hervé- ha tomado La Roque ayer, a la caída del sol.

Me levanto y me alejo de la mesa. Estoy aterrado. He hecho reconocer las defensas de La Roque el día anterior al alba y a la tarde, al crepúsculo. ¡La Roque está tomada, pero no por nosotros! Y si a mí esta mañana no se me hubiera ocurrido tomar un prisionero contra la opinión de Meyssonnier que quería respetar mis idiotas consignas, me hubiera presentado la misma mañana ante los muros de La Roque con mis compañeros con la certidumbre de una fácil victoria. Por desgracia, tengo mucha imaginación, y ahí nos veo, clavados, en terreno descubierto, por el fuego devastador de diecisiete fusiles de guerra.

Siento temblar mis piernas. Me pongo las dos manos en los bolsillos y dando la espalda a la mesa, me dirijo hacia la ventana. Abro de par en par los dos batientes y respiro con fuerza. Pienso que el preso me mira y lucho para recobrar mi calma. Nuestra vida ha dependido de un ínfimo azar, de dos azares, en realidad: el uno, desgraciado; el otro feliz; el segundo anulando el primero. Vilmain toma el burgo el día anterior al fijado por mí para atacar, y yo hago un prisionero unas horas antes de partir yo mismo al ataque. Que la vida depende de esas absurdas coincidencias, eso sí que es como para volverlo a uno modesto.

Con el rostro impávido, vuelvo a sentarme y digo con tono breve:

– Sigue.

Hervé nos cuenta la toma de La Roque. Bebella se presentó solo ante la puerta sur a la caída de la noche, estaba disfrazado de mujer, con un pequeño atado en la mano. El tipo que guardaba la torre -sabremos más tarde que se trataba de Lanouaille- lo dejó entrar, y en el momento en que Bebella comprobó que Lanouaille estaba solo, le cortó la garganta. Después de lo cual, le abrió a los otros. El burgo cayó sin un tiro.

Meyssonnier me pide entonces la palabra y se la doy.

– ¿Cuántos fusiles 36 tienen? -dice dándose vuelta hacia el preso.

– Veinte.

– ¿Y municiones en abundancia?

– Sí, creo. Se racionan, pero no mucho.

Hervé prosigue:

– El principio de Vilmain es el de tener siempre veinte hombres para sus veinte fusiles.

A pedido de Meyssonnier, Hervé describe entonces al bazooka con todo detalle. Cuando ha terminado, intervengo:

– Hay una cosa que me vas a precisar. ¿Ustedes son veinte, o son diecisiete?

– En principio, somos veinte. Pero perdimos tres tipos con lo de Fumel. Lo que nos lleva a diecisiete. ¡En fin, diecisiete, no ahora, acabas de matar uno, dieciséis! ¡Y me has hecho prisionero, quince!

No es como para equivocarse, por su tono, está muy satisfecho de encontrarse entre nosotros.

Digo al cabo de un momento: -Al Mauricio que fue reclutado al mismo tiempo que tú, ¿lo conoces desde hace mucho?

– ¡Y claro! -dice Hervé animándose-. Es un amigo de la infancia. Yo estaba de vacaciones en su casa cuando la bomba estalló.

– ¿Lo quieres mucho?

– ¡Imagínate!

Lo miro.

– Entonces, no lo puedes dejar en un bando y tú en el otro. No es posible. ¿Te imaginas tirando contra él si Vilmain nos ataca?

Hervé enrojece y noto dos cosas en su mirada: está contento de que yo haya pensado armarlo para que combata a nuestro lado, y tiene vergüenza de haber olvidado a Mauricio. Doy una palmadita en la mesa con el hueco de la mano.

– Voy a decirte lo que vamos a hacer, Hervé. Vamos a soltarte.

Tiene un sobresalto. Jamás preso alguno habrá estado menos contento ante la idea de ser liberado. De reojo, también percibo movimientos varios entre mis compañeros.

Miro a Hervé. La sangre ha huido de su rostro. Digo:

– ¿Hay algo que no marcha?

Hace sí con la cabeza.

– Si me sueltas sin devolverme mi fusil -dice con voz estrangulada- es como si me condenaras a muerte.

– Ya he pensado en eso. Antes de partir, se te devolverá tu arma.

Y es entonces cuando los movimientos varios se multiplican. Finjo no darme cuenta, y prosigo:

– Esto es lo que vas a hacer. No dirás, por supuesto, que fuiste hecho prisionero. Dirás que tu compañero fue muerto cuando pasó la cabeza por encima de la empalizada y que tú huiste bajo una lluvia de balas.

Agrego:

– Dirás que, según tu opinión, te tiraban desde lo alto del torreón.

No tengo ningún interés en que Vilmain sospeche, antes de su ataque, la existencia de la pequeña casamata sobre la colina de las Siete Hayas.

– Recuérdalo, es importante.

– Lo recordaré -dice Hervé.

– Bien. Y entonces, en la primera ocasión, tú y Mauricio…

– No hace falta hacerme un plano -dice Hervé.

– Una última pregunta, Hervé: ¿cómo viniste de La Roque?

– Pero, por la carretera -dice Hervé un poco extrañado-. ¿Hay otro camino?

No contesto. Se acabó. No tenemos ya nada que decirnos. Hervé espera. Pasea a su alrededor sus ojos negros, sensibles y francos. Su barbita en punta le queda bien. Lo hace reposado y lo envejece. Y ahí está mirándonos, mirando a la Menou -en seguida ha percibido la debilidad que tenía por él- a los ajimeces, los trofeos de armas en las ventanas, la monumental chimenea. Su manzana de Adán asciende por su cuello y por más que ponga buena cara, sé muy bien que ese chico, porque es un chico, está muy emocionado. Y no tiene más que un miedo: perder a las gentes que ya lo han adoptado. Perder Malevil.

Me pongo de pie.

– Es el momento, Hervé.

Se levanta, me acerco y le vuelvo a poner la venda sobre los ojos. Vamos todos hasta el castillete de entrada, pero de ahí únicamente Meyssonnier y yo lo acompañamos hasta la empalizada. Lo hacemos salir por la gatera a coliza. Por suerte para él, el cuerpo del antiguo ha caído del lado del precipicio y Hervé no se ve obligado a acercarse demasiado a él cuando se agacha y se arrastra sobre las rodillas para pasar del otro lado. Le paso el fusil por la abertura y, al erguirse, nos hace un gran saludo con el brazo al mismo tiempo que una gran sonrisa infantil. Se va a paso largo. Lo miro alejarse por la mirilla.

– Quizás hemos perdido un fusil -dice Meyssonnier a mi oído.

Lo miro.

– Quizá vamos a recuperar dos.

Y lo que es más importante, dos combatientes. Porque fusiles, con el del muerto, tenemos ocho ahora. Con que armar, además de los seis hombres, a Miette y a Cati. No, son hombres lo que más necesitamos. Si Hervé y Mauricio tienen éxito, Vilmain no tendrá más que catorce hombres. Y nosotros, en esa hipótesis, tendremos diez. Ahora bien, el número es muy importante en un combate de mosquetería. Es lo que le explico a la Asamblea que se reúne en el castillete de entrada apenas Hervé ha partido; mientras que Jacquet cava una fosa para el muerto del otro lado de la empalizada y que Peyssou, cien metros más lejos, está escondido en el arcén de de la carretera, con el arma en la mano, para cubrirlo mientras trabaja. Y acuérdate, Peyssou, le ha dicho Meyssonnier, te pones a cubierto. ¡Ver sin ser visto!