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¡Él también! Estoy estupefacto de que lo tome así. Me callo, con los ojos fijos en tierra.

– Pareces decepcionado -dice Thomas escrutando mis rasgos.

– Decepcionado no es la palabra. Asombrado, sí. Un poco.

– Es que mi punto de vista ha cambiado -dice Thomas-, Pero he omitido advertírtelo. ¿Recuerdas la discusión en la Asamblea cuando trajiste a Miette? Un solo marido o varios. Defendí contra ti la monogamia, quedaste en minoría y eso te mortificó mucho.

Hace una media sonrisa y prosigue.

– Resumiendo, mi óptica ha cambiado. Te doy la razón. Nadie puede pretender acaparar a una mujer como de su propiedad exclusiva, cuando hay dos mujeres para seis.

Miro, asombrado, su perfil austero. Lo creía siempre igualmente penetrado de su buen derecho monogámico. Y escucho de su boca mis propias opiniones.

– Además, no soy el propietario de Cati. Ella hace lo que quiere. Es un ser humano. No me ha prometido serme fiel y no tengo por qué saber lo que ha hecho esta tarde.

Concluyó con voz nítida:

– No volveremos a hablar más de esto.

Si no fuera por esa decisión de no hablar más de eso, lo creería del todo impasible. No lo es. Tiene alrededor de sus labios un imperceptible temblor. Lo que quiere decir, estoy convencido, que ha previsto las infidelidades de Cati y que se ha armado contra ellas de antemano acorazándose de razones. Y de razones que me copia. En eso reconozco bien a mi Thomas. Riguroso, pero no insensible. Y ahí, tendido a su lado y con los ojos fijos como los suyos sobre el camino que tenemos el deber de vigilar, siento hacia él un intenso sentimiento de amistad. No porque deplore nada de nada. Pero no hay medida común, me parece, entre lo que he vivido esta tarde y la emoción que siento en este momento.

Como el silencio me parece durar mucho, me levanto sobre mi codo.

– Si quieres, te reemplazo, puedes volver.

– Pero no -dice Thomas- tienen más necesidad de ti que de mí en Malevil. Verás si la pared está tal como la pensabas.

– Sí -digo-, tienes razón. Pero por tu parte, no prolongues tu guardia al anochecer. No sería útil. Para la noche, tenemos la casamata.

– ¿Y quién se va a poner ahí?

– Peyssou y Colin.

– Entendido -dice Thomas-, volveré a la noche.

El único signo de tensión que se podría discernir es que hablamos con voces exageradamente normales, con un tono casi demasiado ficticio.

– ¡Adiós! -digo alejándome con una soltura que me parece falsa. Por otra parte, hasta esa palabra "adiós", no la hubiera dicho, de ordinario. No se es tan cortés entre nosotros.

Apuro el paso. Toco la campana de la empalizada, y Peyssou viene a abrirme la gatera.

– Y bueno -me dice, cuando estoy de pie a su lado-. Terminado. ¿Qué te parece? ¿Ves la pared, tú? Y mira, aunque te pusieras al lado, del lado tumbas o del lado a pique, ni ves siquiera la plancha. ¿Y esto no es un camuflado? No ves una piedra, nada más que bolsas. Se va a pelar la frente, el Vilmain.

Resopla un poco, está con el torso desnudo, todavía está un poco sudoroso a pesar del frescor de la noche y sus gruesos brazos hinchados de músculos están replegados a medias, como si no consiguiera ya extenderlos. Noto sus manos rojas, y a pesar de sus callos, lastimadas. Exulta.

– ¡Y bueno, ves -prosigue-, un día! ¡Un día nos tomó! No lo hubiera creído. Es verdad que los bloques estaban tallados y que éramos seis. En fin, cinco, y las mujeres, cuatro.

Menos las dos meninas y Thomas, todo Malevil está ahí rodeando la pared, y admirándola en la noche que cae. Cati, en lo alto de una de las escaleras, acaba de poner a la vertical la última hilera de bolsas. Nos da la espalda.

– Está bien hecha -dice Peyssou a media voz.

– No tan bien como su hermana.

– De todos modos -dice Peyssou-, se puede decir que Thomas tiene suerte. Y nada orgullosa. Una chica que le da conversación a todo el mundo. Y afectuosa. Siempre abrazándote, tanto que me incomoda.

Lo veo enrojecer en la penumbra. Prosigue:

– Quería decirte, Emanuel. Si estamos en que mañana vamos a pelear y arriesgar el pellejo, quizás habría que tener una comunión esta noche. Te hablo por mí y por Colin.

Sus gruesas manos dan vueltas y vueltas al candado de la gatera. No se le ha ocurrido ponerlo en su lugar.

– Voy a pensarlo.

Pero no tengo tiempo. Suena un tiro. Me inmovilizo.

– Abre -le digo a Peyssou-. Voy. Es Thomas.

– ¿Y si no fuera él?

– ¡Pero abre!

Sube la coliza y en el momento de franquear la gatera, digo con tono breve:

– ¡Nadie detrás de mí!

Corro, con el fusil en la mano. Son largos cien metros. Aminoro en la segunda curva. Me agacho y avanzo en el foso doblado en dos. Parado en medio de la carretera, reconozco a Thomas, inmóvil, con el fusil bajo el brazo. Me da la espalda. Una forma clara está tendida a sus pies.

– ¡Thomas!

Se da vuelta, pero ya es casi de noche, no distingo sus rasgos. Me acerco.

La forma clara tendida en el suelo es una mujer. Distingo una pollera, una camisa blanca, unos largos cabellos rubios. Tiene un agujero negro en el pecho.

– Bebella -dice Thomas.

XVI

– ¿Estás seguro?

Veo en la penumbra que alza los hombros.

– Lo he reconocido en seguida de acuerdo con la descripción de Hervé. Y también por su forma de caminar. Se creía solo, no se tomaba el trabajo de caminar como una mujer.

Se calla, traga saliva.

– ¿Entonces?

– Lo dejé que me pasara, después me levanté, me apoyé contra ese tronco de árbol que ves ahí, y le dije: Bebella, así, nada, para nada fuerte. Se dio vuelta como si un perro le hubiera mordido la pantorrilla, apretó el atado contra su vientre, y metió su mano derecha dentro del atado. Le dije: "Las manos en la nuca, Bebella", y fue entonces cuando lanzó su cuchillo.

– ¿Lo esquivaste?

– No sé. No sé si lo esquivé o si Bebella sintió atraída su mirada por el árbol. Por costumbre, porque es contra un árbol que debió aprender a tirar. En todo caso, fue en el tronco que lo clavó a unos pocos centímetros de mi pecho. E hice fuego. Aquí está el cuchillo, así que no lo soñé.

Sopeso el cuchillo y con la punta del pie levanto la pollera de Bebella hasta el slip. Después me inclino y en la escasa luz diurna que queda, miro la cabeza. Muy lindos rasgos, finos y regulares, encuadrados por largos cabellos rubios. Con esa cara, uno podría equivocarse. Bueno, Bebella, al fin resolviste tus problemas. La muerte ha elegido por ti. Es como a una mujer que vamos a enterrarte.

– Vilmain quiso hacernos la misma jugada que a La Roque -dice Thomas.

Yo sacudo la cabeza.

– No está en estos parajes. Si no estaría ya aquí.

A pesar de todo es mejor no eternizarse. Bebella esperará para su sepultura. Arrastro a Thomas a la carrera hasta Malevil, Y pongo a Jacquet de guardia sobre La muralla.

Nos reencontramos todos en la cocina del castillete de entrada, apretados alrededor de la mesa, muy iluminados por la lámpara de aceite traída por Falvina de la casa. Nos miramos en silencio. Las armas están apoyadas contra la pared detrás de nosotros y las municiones abarrotan los amplios bolsillos de nuestros blue-jeans y de nuestros monos de trabajo. No tenemos más que dos cartucheras y las hemos reservado para Miette y Cati.

Comida sencilla: hogaza, manteca, jamón, y a voluntad, leche o vino.

Thomas recomienza su relato, escuchado por todos con una profunda atención y por Cati con una admiración que me pica. Un colmo, esta reacción. Hago lo mejor que puedo para reprimirla, pero no es tan fácil.

La opinión general, cuando él ha terminado, es que en efecto, Vilmain y su banda no estaban en estos parajes. Porque al escuchar la detonación, sabiendo que Bebella no había llevado fusil, hubieran caído sobre Thomas. La misión de Bebella no era degollar al portero y abrir, como en La Roque, pero sí de informarse. Como los dos de esta mañana.

La conversación cesa y deja lugar a un largo silencio angustioso.

Al finalizar la comida, tomo la palabra:

– Tan pronto como hayan levantado la mesa daré la comunión si todos están de acuerdo.

Aprobación. Thomas y Meyssonnier se callan. Mientras las mujeres la levantan, Peyssou me lleva al patio.

– Y bueno -dice en voz baja-, quisiera confesarme.

– ¿Ahora?

– Y sí.

Levanto los brazos.

– ¡Pero a tus pecados, mi pobre Peyssou, los conozco de memoria!

– Tengo uno nuevo. Uno gordo.

Silencio. Es una lástima que esté tan oscuro como para que distinga bien su cara. Estamos a unos quince metros de la muralla y ni siquiera veo a Jacquet en el camino de ronda.

– ¿Uno gordo? -digo yo.

– En fin -dice Peyssou- bastante.

Silencio. Caminamos a paso corto en la oscuridad, en dirección a La Maternidad.

– ¿Cati?

– Sí.

– ¿Con el pensamiento?

– ¡Y sí! -dice Peyssou con un suspiro.

Sopeso ese suspiro. Llegamos a La Maternidad y Amaranta, que no me ve pero me ha sentido hace con sus ollares un tierno "pfff". Me acerco, y con la mano, tanteando, busco la cabezota de la yegua para acariciarla. Es tibia y suave bajo mis dedos.

– ¿Es muy afectuosa?

– Sí.

– ¿Te abraza?

– Sí, muchas veces.

– ¿Cómo te abraza?

– Y bueno… -dice Peyssou.

– ¿Te echa los brazos al cuello y te da besitos?