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– ¿Cómo sabes eso? -dice Peyssou con terrible estupefacción.

– ¿Y al mismo tiempo se pega contra ti?

– Y, vamos, vamos -dice Peyssou-, hace más que pegarse. ¡Se retuerce!

En ese momento, tengo una idea muy clara de lo que haría Fulbert si se encontrara en mi pellejo. Buena idea, pensar lo que haría Fulbert en una circunstancia dada y hacer a la inversa. He aquí lo que resulta:

– No eres el único, sabes.

– ¿Qué -dice Peyssou-, tú también.

– Yo también.

Todavía un pequeño esfuerzo. Vayamos hasta el final del anti-fulbertismo.

– Y conmigo, mucho peor.

– ¿Mucho peor? -dice Peyssou como un eco.

Le cuento lo que pasó durante mi siesta. Para hablarle, apoyo mi espalda contra el medio-tabique del box y Amaranta posa su cabeza sobre mi hombro. Con la mano derecha, mientras hablo, le acaricio la barbada. Sin morderme, ella, que tiene sin embargo la manía de mordisquear, me atrapa un poco por el cuello con sus labios.

– Y bueno ya ves, has venido a confesarte y soy yo el que me confieso.

– Pero yo -dice Peyssou- no puedo darte la absolución.

Digo vivamente:

– No es eso lo que importa. Lo que importa es decir lo que te preocupa a un camarada y aceptar que el amigote te juzgue.

Silencio.

– No te juzgo -dice Peyssou-. En tu lugar yo hubiera hecho lo mismo.

– Y bueno -dije yo-, ya estás confesado. Y yo también.

No le digo que en "mi lugar", como él dice, se va a encontrar muy pronto. Esta idea me hace sentir celoso. Y bueno, estaré celoso, ya está, y dominaré mis celos, como Thomas. Habrá que superar un día u otro esta posesividad, si queremos vivir en paz en Malevil.

– Y bueno -dijo Peyssou-, Cati y tú, no lo hubiera pensado, más bien creí que la única era Evelina.

Y como me callo, prosigue:

– No es que yo insinúe nada.

– Y haces bien.

– No, no -dice Peyssou-, a mi modo de ver sería más bien papá-hijita.

– Tampoco -digo yo con un tono seco.

Se calla horrorizado, él tan cortés, por haberse arriesgado en terreno tan poco seguro. Lo agarro del brazo al que al punto infla para hacerme sentir sus bíceps. Este viejo Peyssou. Es un hábito que le ha quedado desde los tiempos del Círculo.

– Entremos -digo-. Deben estar esperándonos.

Sé muy bien que Peyssou preferiría una absolución en buena y debida forma. Lo hago lo menos posible. Cada vez que la Menou, por ejemplo, me la exige, me siento molesto Pero ya me he explayado sobre este tema.

La mesa está levantada, limpia de migas y bien repasada. Su lindo nogal oscuro reluce. Delante de mí, un vaso grande lleno de vino. Y sobre un plato, pedacitos de pan que Menou acaba de cortar. Maquinalmente los cuento. Hay doce. Lo contó a Momo.

La mesa del castillete de entrada es mucho más chica que la de la casa. Nadie dice palabra. Estamos muy apretados, los codos se tocan. Todos nos hemos dado cuenta del error de la Menou, y a cada uno de nosotros nos recuerda que quizá mañana los compañeros, para la comida de la noche, deberán quitar su cubierto. Este pensamiento pesa sobre nosotros. No es tanto la idea de morir como la idea de que no se estará más con los demás.

Antes de dar la comunión, digo algunas palabras de las cuales toda retórica y con mayor razón, toda unción, están desterradas. Me tomo el cuidado, al contrario, de pronunciarlas con el tono uniforme. No busco la elocuencia. Busco casi su contrario: traducir sin que surta efecto alguno lo que tengo en la mente.

– En mi opinión -dije-, el sentido de lo que hacemos en Malevil es que tratamos de sobrevivir sacando nuestro alimento de la tierra y de los animales. A la inversa, las gentes como Vilmain y Bebella tienen de la existencia una concepción enteramente negativa. No tratan de construir. Matan, roban, incendian. Para Vilmain conquistar Malevil quiere decir tener una base para sus rapiñas. Si la especie humana debe continuar, lo deberá a núcleos de gente como nosotros que tratan de reorganizar un embrión de sociedad. Los individuos como Vilmain y Bebella son unos parásitos y unos animales de presa. Deben ser eliminados.

Prosigo:

– Sin embargo, no es porque nuestra causa sea buena que necesariamente vamos a ganar. No es tampoco porque yo diga "rezo a Dios para que nos dé la victoria" que obtendremos la victoria.

Esta declaración, en boca del abate de Malevil, asombra a algunos de los nuestros Pero sé muy bien por qué lo digo y continúo:

– Para vencer, hace falta una enorme suma de vigilancia. Hace falta también mucha imaginación. Ustedes han hecho de mí su jefe en caso de peligro; esto no los dispensa a ustedes mismos de hacer un esfuerzo de invención. Si se les ocurren ardides, estratagemas, tácticas o trampas en las que no hayamos pensado hasta ahora, díganmelo. Y si el adversario nos da tiempo, lo discutiremos.

Me hubiera querido quedar en ese tono objetivo. Pero cambio de opinión. De pie, con las dos manos apoyadas sobre la mesa, miro a mis compañeros, sentados bajo la lámpara. Están tan juntos que parecen soldados el uno al otro. Se diría un solo cuerpo. Los rostros están tensos y un poco angustiados, pero la felicidad que sentimos por estar todos juntos me impresiona y quiero también expresarla:

– Ustedes conocen el refrán de nuestra tierra: los unos hacen los otros. (Lo digo primero en dialecto y lo repito luego en francés para Thomas.) Resulta que en Malevil, desde ese punto de vista, tenemos mucha suerte. No creo equivocarme diciendo que el afecto entre nosotros es tal que nadie aquí querría sobrevivir si tuviera que encontrarse sin los demás. Y esto es lo que le pido a Dios: que una vez la victoria conquistada, nos encontremos todos sanos y salvos en Malevil.

Consagro el pan y el vino. El vaso donde he bebido circula, lo mismo que el plato. Todo se hace en un profundo silencio. En mi interior, mido toda la distancia entre las palabras que acabo de pronunciar y la intensa emoción que siento. Me parece sin embargo que esta emoción, de una manera u otra, ha conseguido propagarse. Lo veo en la pesadez de las miradas, en la lentitud de los gestos. En mi alocución he puesto el acento sobre el futuro del hombre, a fin de que los ateos tan resueltos como Meyssonnier y Thomas puedan participar en la esperanza común. Después de todo, no es necesario creer en Dios para tener el sentimiento de lo divino. Este puede definirse también por los lazos de hombre a hombre en Malevil. Meyssonnier parpadea cuando bebe su parte de vino y como me inclino hacia él para preguntarle qué es lo que piensa de todo esto, me dice con su seriedad acostumbrada: "Es nuestra velada de armas".

Yo no hubiera empleado esta expresión, por encontrarla demasiado dramática, pero en el fondo, es exacta. Un sacerdote de oficio hablaría de recogimiento. A pesar de que el machaqueo lo haya deslucido, es una linda palabra. Casi se puede ver lo que describe: después de haberse dispersado se entra en sí mismo y se concentra. Cati, por ejemplo, en general tan petulante, no piensa por el momento en todas las ventajas que puede obtener de su cuerpo y del de los otros. Piensa. Punto. Y como no tiene costumbre de hacerlo, tiene aspecto bastante cansado.

Existe alrededor de esta mesa seriedad y preocupación por los demás. También valor. Y primeramente el de callarnos y el de mirar de frente a nuestra invitada de esta noche. Nadie tiene ganas de nombrarla, pero ahí está.

Thomas, que tenía todos sus colores cuando nos hizo su relato, está ahora un poco pálido. El matar a Bebella lo ha sacudido. Quizá piense que por unos centímetros más o menos, la punta del cuchillo hubiera podido alejarlo también de esta mesa en derredor de la cual estamos sentados, tan frágiles y tan mortales, y sin contar con otra fuerza que nuestra amistad.

Apenas la Menou ha comulgado, la mando a buscar a Jacquet a la muralla. Está muy sorprendida porque no es asunto de ella el relevarlo. Sin embargo, consiente, y apenas se va le pido a Thomas, que en ese momento tiene el plato en sus manos, que tome un pedazo de pan de más. Le pido también que en cuanto llegue Jacquet, lo reemplace.

Cuando todo ha terminado, decidimos que fuera de los no-combatientes -Falvina, Evelina y la Menou-, que se irán a dormir esta noche al primer piso, esta noche nos quedaremos todos en el castillete de entrada. Hay cinco camas: no necesitamos más, porque Colin y Peyssou se van -en la oscuridad de la noche- otra vez a ocupar su puesto en la casamata y no me parece necesario tener más de un centinela en la muralla. Evelina encuentra muy amargo el estar separada de mí, pero obedece sin una palabra.

Esta doble partida: de los dos hombres hacia la casamata y de los tres no-combatientes hacia la casa, se efectúa rápido, en orden, con un mínimo de ruido. Cuando nos quedamos los cinco: Miette, Cati, Jacquet, Meyssonnier y yo; Thomas ya en la muralla, confío el orden de los relevos a un pedazo de papel que coloco bajo el pie de la lámpara después de haber bajado la llama. Me he reservado la guardia de las cuatro de la mañana y he exigido también que en cada relevo, el que regresa me despierte. Esta obligación me será penosa, pero cuento con que mantendrá despierto al centinela. Le pedí a Jacquet que me bajara un colchón y me tiendo en un rincón de la cocina. Los otros cuatro se distribuyen en los dos pisos del castillete, cada cual con su arma en la cabecera de la cama y durmiendo vestido.

En cuanto a mí, duermo poco esa noche o creo dormir poco, lo que viene a ser lo mismo. Tengo sueños tipo Bebella. Me defiendo contra individuos que me acosan y una y otra vez la culata de mi fusil pasa a través de sus cráneos sin herirlos. En mis momentos de insomnio, en los que por lo menos al principio tengo la impresión de descansar mejor, me doy cuenta que he cometido graves omisiones: en caso de zafarrancho de combate no he asignado a cada uno su puesto en las murallas o en el castillete. Ni definido los objetivos.