– Hija, ¡qué gusto me da verte! -dijo, al mismo tiempo que extendía su mano para tocarla, para acariciarle el rostro. Malinalli, evitando el contacto, le respondió:
– Yo no soy tu hija ni te considero mi madre. Ni una caricia ni una palabra amorosa ni un gesto de bondad ni un mundo de protección me brindaste el día que con una crueldad tan exacta y puntual me regalaste. El día que decidiste que fuera esclava y me quitaste la libertad del corazón y la imaginación del pensamiento.
La madre de Malinalli no pudo más y sus ojos derramaron grandes cantidades de lágrimas. Sus labios secos pronunciaron palabras cuyo sonido podría conmover a las piedras, a los corazones más duros.
– Hija mía, Malinalli, por toda la extensión de los mares, por el poder de las estrellas, por la lluvia que todo lo limpia y lo renueva, perdóname. Fui guiada por el deseo, cegada por la vida, atraída hacia lo que respiraba. No podía seguir casada con la muerte. Tu padre murió, estaba inerte, no salía palabra de su lengua, no había brillo en sus ojos. No podía permanecer atada a su inmovilidad, yo era una joven mujer que quería vivir, quería sentir. Perdóname, ignoré lo que tu corazón de niña podía sufrir. Pensé que siendo tan pequeña no tendrías recuerdo de mí, que no sabrías que yo te regalaba y supuse que tu abuela te haría fuerte, que te abriría los ojos, que le daría mirada a tu corazón y a tu pensamiento. Renuncié a ti para ser yo. Perdóname.
Malinalli, conmovida, con el corazón trastocado, estuvo a punto de abrazarla y de curar sus heridas pero se contuvo. Su rencor, el dolor por el abandono, era mucho más fuerte que la súplica de su madre y, conteniendo sus emociones y haciendo alarde de crueldad, le contestó con una frialdad más filosa que el hielo:
– No tengo nada que perdonarte. No puedo perdonar lo que hizo que mi destino fuera mejor que el tuyo. Tú me regalaste pero la fortuna me regaló el poder y la riqueza. Soy mujer del hombre más principal, soy mujer del hombre del nuevo mundo. Tú te quedaste en lo viejo, en el polvo, en lo que ya no existe. Yo, en cambio, soy la nueva ciudad, la nueva creencia, la nueva cultura; yo inventé el mundo en el que ahora estás parada. No te preocupes. Tú no existes en mis códices, hace mucho que te borré.
La madre suplicó de nuevo:
– Es poco castigo el que me otorgas. Acepto que mi abandono fue más violento que tus palabras, pero, por el momento en que tú y yo fuimos una sola vida, por el momento en el que dentro de mi vientre respirabas, por el momento en que mis ojos eran tus ojos y mis manos tu tacto, me atrevo a suplicarte que tengas piedad de nosotros, que no haya violencia para nuestros cuerpos, que nos perdones la vida, que nos regales la vida, señora del Nuevo Mundo.
– Tu miedo me sorprende. Veo que ignoras que morir no es terminar, es continuar, es evolucionar. ¡Mírame! Sobreviví a la muerte que decidiste para mí. Y quiero decirte que no me abandonaste, fuiste tú la que se abandonó a sí misma. Fuiste tú la que se inventó todos los castigos que ahora sufres. Fuiste tú la que hizo la cárcel en la que ahora vives, pero sosiégate, apacíguate, todo rencor ha sido expulsado de mí en el momento en que te volví a ver. No tengo deseo de dañarte. Puedes estar en paz. No te lastimaré, ni a ti, ni a mi hermano. Olvidaré todo y dejaré mi resentimiento tirado para siempre en la nada.
Con furia y con belleza, Malinalli arrancó los ojos de la mirada de su madre y los volvió de nuevo a los de su hermano: su rostro se endulzó y sus ojos, llenos de ternura, volvieron a besar el rostro del hermano perdido. Con amabilidad volvió a sonreírle y luego siguió de largo.
Todo camino nos transforma. Después de un rato de caminar, Malinalli pudo deshacer la imagen de su madre que por años había guardado en su corazón. A cada paso, la certeza del abandono se fue desvaneciendo y, al poco rato, pudo sentir amor por su madre. Lejos de ella fue que pudo amarla y verla con un rostro diferente.
Se apenó de la arrogancia, el desprecio y la soberbia con la que se había dirigido a su progenitora. Ahora sentía ternura. La perdonó en su corazón y en ese instante recordó con angustia que ella también había abandonado a su hijo, que lo había dejado sin su calor, sin sus pechos, sin sus labios, sin su mirada. Recordó la cara de su hijo de apenas un año de edad abrazado a su pierna, suplicándole sin palabras que no lo abandonara, suplicándole con sonrisas que se mantuviera cerca de él. Recordó su llanto cuando lo separó de su regazo. Recordó lo que fue la vida de su hijo dentro de ella y sus labios en su pezón. Los recuerdos se hicieron uno con las lágrimas y tuvo compasión de su madre. ¡Con qué derecho había acusado si ella también había sido capaz del abandono!
Se culpó a sí misma por ir en contra de sus deseos con tal de permanecer al lado de ese hombre que despertaba en ella la más grande de las lujurias: el anhelo del poder, el deseo de ser diferente, única y especial. Sintió vergüenza y un dolor profundo que le recorría toda la columna vertebral. El frío del sufrimiento se interiorizaba en sus huesos, haciéndolo insufrible. No se perdonó, no se contentó, no se apiadó de ella misma.
Desde ese instante, ni un solo momento el recuerdo de su hijo se separó de ella. El recuerdo del abandono sería una pesadilla en su mente, un infierno en la palma de su mano, un delirio en su mirada. Sintió odio por sí misma, desprecio en su corazón, y odio, un infinito odio por Cortés. Asco, vacío, ansiedad, amargura. Una obsesión incontrolable de apedrear el rostro de Cortés, de destruir su imagen, de incendiar su pensamiento, de deshacerlo, de desbaratarlo, verlo hecho pedazos en el viento.
Corrió a su encuentro y le pidió que por favor la siguiera, que tenia algo importante que decirle. Cortés así lo hizo, convencido de que le iba a transmitir algún plan secreto o alguna intriga en su contra. La siguió en silencio hasta lo alto de un monte. Desde allí las selvas tropicales, infinitamente verdes, se podían mirar y se podía entender la belleza de todas las cosas. Cortés se enfrentó a Malinalli y le dijo:
– Ya estamos aquí, ahora sí, dime, ¿qué es lo que quieres?
– Lo que quiero no puedo tocarlo. Está lejos de mí. Lo que quiero es sentir la piel de nuestro hijo. Lo que quiero es llenar de palabras hermosas su pensamiento. Lo que quiero es cuidar su sueño. Hacerlo sentir que el mundo es un lugar seguro, que la muerte estará lejos de él, que él y yo somos uno, que estamos unidos por una fuerza mayor que nuestras voluntades. Lo que quiero no puedo tenerlo porque me arrastras en el camino de tus obsesiones. Tú me prometiste libertad y no me la has dado. Para ti, yo no tengo alma ni corazón, soy un objeto parlante que usas sin sentimiento alguno para tus conquistas. Soy la bestia de carga de tus deseos, de tus caprichos, de tus locuras. Lo que quiero es que detengas tu mente y mires un instante que estás en medio de la vida. Y que los que estamos junto a ti también respiramos y nos corre sangre por las venas y nos sentimos amados o heridos, que no somos de piedra ni pedazos de madera, ni utensilios de hierro. Somos carne, sensibilidad y pensamiento. Somos como tú mismo dices: verbo encarnado, palabra en la carne. Lo que quiero es que despiertes y que aceptes la oportunidad que te ofrezco de ser felices, de ser una familia, de ser un solo ser. Te ofrezco el beso de los astros, el abrazo del sol y de la luna. Olvídate de esta idea absurda de ir a conquistar las Hibueras, por favor, Hernán, destierra de tu mente esa locura. Detén el delirio interminable de tu corazón y bebe de la paz para que cese tu ambición y tu delirio. Eso es lo que quiero y está en tus manos entregármelo.