Malinalli sentía que no merecía ese trato. Nunca antes se había sentido tan humillada. ¿Era ése el digno comportamiento de los dioses? No. Lo peor era que no podía decirle a Moctezuma que había cometido un error. Que los españoles no eran quienes él pensaba, que no se merecían gobernar esa gran ciudad, que no iban a saber qué hacer con ella. Los días siguientes le confirmaron sus sospechas. Cortés se dedicó a robar -porque no se podía decir de otra manera- todo lo que pudo.
Los excelentes trabajos de oro y piedras preciosas fueron en su mayoría desbaratados; los más hermosos tesoros de las artes decorativas fueron destrozados para arrancarles el oro que contenían. Los maravillosos penachos del arte plumario se arrumbaron y, con el tiempo, algunos se deshicieron o fueron comidos por las polillas.
Ante esto, a Malinalli le surgió una necesidad de salvar, de proteger, de evitar una terrible destrucción. No sabía de qué ni cómo hacerlo, pero de pronto le parecía que ella y toda su cultura corrían peligro. Y tal vez por esa misma razón comenzó a valorar cosas que antes le pasaban desapercibidas. Su sensibilidad estaba a flor de piel y la belleza y monumentalidad de la ciudad la mantenían en un estado de enamoramiento. Se despertaba con la ilusión de verla y recorrerla, de atravesarla en canoa o a pie, de estar en ella, con ella y para ella. Constantemente buscaba momentos para estar sola y recorrer la ciudad a su antojo.
El lugar que más le atraía era el mercado de Tlatelolco. Esa enorme plaza y la multitud de personas que en ella había intercambiando productos generaban un rumor similar al de un panal de abejas. El zumbido de las voces resonaba a más de una legua de distancia. Varios de los soldados de Cortés habían estado en muchas partes del mundo, en Constantinopla, en toda Italia y Roma, y dijeron que «plaza tan bien compasada y con tanto concierto y tamaño y llena de tanta gente no habían visto».
La primera vez que Malinalli visitó el mercado de Tlatelolco fue en compañía de Cortés, pero como iba en calidad de «la lengua», no pudo disfrutarlo. Sus pies quisieron detenerse infinidad de veces en alguno de los tantos puestos de frutas para comprar una, para comerla, para saborearla, pero no pudo. Tuvo que seguir el paso de su amo, así que al día siguiente, aprovechando que su señor iba a tener una reunión con sus capitanes, pidió autorización para salir y entonces fue que pudo recorrerla como deseaba: despacito, para así verlo todo, tocarlo todo, saborearlo todo.
No cabía en sí de gusto. Descubrió nuevas aves, nuevas frutas, nuevas plantas. Todo la seducía, todo la alegraba, todo estimulaba su mente y no paraba de imaginar lo que podría hacer con las plumas y los metales preciosos, lo que podría teñir con la grana cochinilla, lo que podría tejer con aquellas madejas de algodón. En uno de los puestos, hizo el trueque de un grano de cacao por un puñado de sus anhelados chapulines y se fue dando rienda suelta a su antojo, mientras caminaba por el mercado del imperio. Agradeció a los dioses haber sobrevivido al frío de los volcanes para ver y gozar de esa gran ciudad, de ese monumental mercado.
Ahí se intercambiaban todo tipo de productos provenientes de los diferentes rumbos de las diferentes regiones do minadas por los mexicas. Los mercaderes que recorrían las rutas comerciales con su pesada carga inevitablemente convergían en el mercado de Tlatelolco.
Malinalli en ese momento era testigo del desarrollo comercial alcanzado en el reinado de Moctezuma. De pronto, Malinalli se detuvo, su boca se secó, su estómago se revolvió y la diversión se acabó momentáneamente. El olor mezclado de las madejas de pelo de conejo y las plumas de quetzal, con el que despedían las hojas de chipilín, de hoja santa, los huevos de tortuga, la yuca, el camote con miel de abeja y la vainilla la hicieron recordar de golpe el momento más triste de su infancia. El del día en que su madre la había regalado a unos mercaderes de Xicalango.
Malinalli había sido puesta a la venta como esclava precisamente en medio de todos esos aromas. Su pequeño cuerpo aterrorizado no se atrevía a moverse. Sus grandes y acuosos ojos fijaron su atención en el puesto donde vendían cuchillos de obsidiana mientras escuchaba lo que ofrecían por su persona unos comerciantes mayas que habían llegado al mercado de Xicalango a vender unos tarros de miel. Le dolió recordar que ofrecieron mucho más por unas plumas de quetzal que por ella. Esa parte de su pasado le molestaba tanto que decidió borrarla de un plumazo. Decidió pintar en su cabeza un nuevo códice en el cual ella aparecía corno compradora y no como un objeto en venta. A pesar de ese desagradable recuerdo, el mercado siguió siendo su lugar preferido para visitar. Sólo evitaba acercarse a los puestos en donde se vendían esclavos o conectarse con el recuerdo y asunto acabado.
Tlatelolco era el corazón del imperio. Sus venas, las rutas comerciales por las que circulaban los más ricos y variados productos y tributos recaudados en todas las provincias sojuzgadas por los mexicas. De cualquier manera, todo fluía hacia el centro, hacia Tenochtitlan, hacia el corazón, hacia el mercado de Tlatelolco. Ese enorme corazón registraba el pulso de los acontecimientos y los reflejaba en todas y cada una de las transacciones que ahí se realizaban.
Ahí supo Malinalli que el precio de las mantas de algodón y de los huipiles había subido porque los tlaxcaltecas, desde que se habían aliado con Cortés, habían roto su pacto de colaboración y habían dejado de dar tributo. Ahí supo de la indignación que provocó en la población el hecho de que Cortés no sólo hubiera sido recibido como gran señor por parte de Moctezuma sino que le permitiera adueñarse de todos los tesoros del palacio de Axayácatl sin mover un solo dedo. Cortés y sus hombres no sólo habían dispuesto de las joyas de los antiguos gobernantes sino de las del mismo Moctezuma. Su tesoro personal, el que había acumulado en sus años de reinado y que incluía los más bellos trabajos en arte plumario y en oro -en forma de penachos, pectorales, ajorcas, narigueras, tobilleras, rodelas, coronas, bandas para las muñecas y cascabeles de oro para los tobillos-, fue objeto de la rapiña.
En el patio del palacio de Axayácatl, los españoles se dedicaban a arrancar el oro de los finos trabajos de pluma y los fundían en lingotes. Al finalizar el día, el patio del palacio parecía un gallinero donde habían desplumado aves preciosas. Volaban plumas por el aire, huérfanas de arte. Volaban por todos lados junto con los sueños de quienes las habían imaginado, quienes las habían elaborado. Algunos sirvientes respetuosamente las recuperaban y al día siguiente las llevaban al mercado para venderlas como las plumas que pertenecieron a uno de los penachos -de Moctezuma, de su padre, Axayácatl, o de cualquier otro rey-; la gente las compraba y las valoraba, pero al hacerlo su indignación crecía y crecía, junto con el precio de los cuchillos y flechas de obsidiana.
Ahí, en el mercado, Malinalli palpó la inconformidad de los orgullosos tenochcas que no entendían, que no se explicaban cómo era posible que el emperador Moctezuma, el gran señor, no pudiera controlar la enfermedad del oro que aquejaba a los extranjeros. Los comentarios, cuchicheos y exclamaciones de enojo subieron de tono dramáticamente el día en que los españoles tomaron como rehén a Moctezuma, a manera de represalia por la muerte que cuatro de sus compañeros sufrieron a manos de Quauhpopocatzin, el señor de Nauhtlan, quien quiso demostrar que los extranjeros no eran dioses, que morían como cualquiera de ellos, pero con menos honor. Ese día, las flechas de obsidiana, las macanas y los escudos se pusieron a la alza. Los tenochcas se preparaban para la guerra.
El mercado, como corazón, como ente viviente, tenía vida propia: dormía, despertaba, hablaba, amaba, odiaba. Si despertaba con ánimos de guerra, se le sentía enfurecido, grosero, violento. Si, por el contrario, despertaba en paz, se le escuchaba alegre, risueño, danzante. Los cambios podían darse de un día para otro, y a partir de que Cortés apresó a Moctezuma, el mercado entró en un juego vertiginoso de acontecimientos. Cuando en una ceremonia Moctezuma juró obediencia al rey Carlos y aceptó su soberanía sobre la nación mexicana, el mercado explotó en injurias, hubo llantos de rabia y dolor. Cuando Cortés prohibió los sacrificios humanos y en un acto de" violencia subió al templo de Huitzilopochtli, se enfrentó con los sacerdotes que lo custodiaban, los venció y luego, con la ayuda de una barra de hierro, golpeó la máscara de oro que cubría la cabeza del ídolo y lo destrozó, colocando en su lugar una imagen de la Virgen María, el mercado mostró todos los rostros de la indignación.
Los puestos donde vendían pellas de copal fueron de los más visitados. Todo el mundo quiso comprar incienso para realizar en sus hogares una ceremonia de desagravio. El mercado respiraba odio, pero a los pocos días recuperó la tranquilidad. Cortés, para calmar los ánimos, autorizó que se llevara a cabo la fiesta de Toxcatl, la celebración mayor que el pueblo mexica realizaba año tras año en honor de su dios Huitzilopochtli. El mercado de inmediato suspiró y se relajó. Los preparativos para la celebración de la fiesta comenzaron. El amaranto, que servía para elaborar las esculturas comibles de dios, subió por los cielos, lo mismo que las plumas de colibrí que se utilizaban para decorarlo. La deidad solar de los mexicas, Huitzilopochtli, había nacido de una pluma que se depositó en el vientre de la señora Coatlicue, su madre, y por esta razón se le representaba con las más bellas plumas.