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– Gómez -dijo el oficial sin prestarle atención-. Vení, mira este documento.

El otro se acercó. Juntaron las cabezas. Se miraron. Sonrieron apenas. Sonrieron definitivamente.

Volvieron a sonreír.

– Un quilombo menos, Bertoldi.

El oficial miró el cadáver casi con agradecimiento. Se restregó las manos.

– Prepare un lindo verso, alcahuetón -le dijo a Etchenaik sin mirarlo-. Tiene diez minutos para preparar algo más o menos creíble. Vamos.

Habían llegado otros dos patrulleros. Algunos policías tomaban declaración a los testigos mientras otros llenaban al Peugeot de marcas de tiza. El pobre Tony estaba sentado en el mástil, junto al busto de Brown. De ahí lo levantaron para meterlo esposado en el asiento trasero de un patrullero con un policía de civil junto a él.

En seguida entró Etchenaik, por la otra puerta, con las mismas esposas y con un guardián parecido. Después subió Bertoldi con un portazo triunfal y se pusieron en marcha.

– Oficial -dijo Etchenaik-. Quiero hablar con el inspector Macías.

– Déjeme de joder.

Y ni se dio vuelta.

21. Inventar algo mejor

Cuando Etchenaik entró a la oficina arriado por el agente que lo dejó frente al escritorio, el comisario Cittadini no levantó la mirada de sus papeles.

El reloj de pared marcaba las seis y media. Por la ventana entraba una claridad sucia pero nítida. Hacía rato que el sol borroneaba las paredes pero el veterano recién veía la luz del día. La celda donde lo habían encerrado no tenía ventanas y tampoco la habitación donde un oficial de modales corteses le embadurnaba los dedos después de hacerle contar por tercera vez su versión de la historia.

Pasaron algunos minutos. El comisario siguió leyendo cuidadosamente los folios que tenía frente a sí. Cuando terminó, observó al hombre parado ahí con aire perplejo y maltratado. Carraspeó levemente y retornó a algunos pasajes de las primeras hojas. Hizo varias marcas con un lápiz rojo de mina gruesa y finalmente dejó todo a un costado con un suspiro. Lo miró.

– Todo esto no sirve para nada, Etchenique. Un chico hubiera inventado algo mejor. Qué le parece si lo rompemos y…

Etchenaik amagó interrumpir pero el comisario se adelantó:

– Ya fuimos a la casa y encontramos lo que teníamos que encontrar: la puerta trasera destrozada y algunas luces encendidas. La gente del conventillo dice que escuchó algunos tiros pero nadie vio nada. Eso es lo de menos… Lo increíble es lo otro: según esta declaración, usted y García estaban en el For Export la noche que balearon a la Ewle Schock… -miró los papeles- Schocklhum o algo así… Pero nadie los vio allí.

Con un gesto, Cittadini acalló el nuevo intento de Etchenaik por contestar.

– Además, además… -y golpeó el escritorio-. Nos quiere hacer creer que alguien lo golpeó justo cuando empezaban los tiros, que se despertó recién esta madrugada, drogado por gente que no conoce ni sabe por qué lo retiene…

Hizo una pausa. Se había ido calentando insensiblemente y estaba al borde de la puteada:

– ¿Pero usted se cree que somos giles acá? -reventó.

Etchenaik conservaba una rara dignidad o acaso era la mezcla del cansancio y la rigidez que se había impuesto como actitud. Por esta vez no dijo nada, no amagó siquiera.

El comisario volvió a los papeles, revisó al voleo:

– Y acá empieza lo lindo… Se escapa, libera a la chica como un cowboy, roba y destruye un auto, hay un muerto que no aparece por ningún lado y todo termina mal, como el carajo más exactamente… Y lo más increíble es que parece no saber que Herminia Benítez, esa Chola que nombra, es la mujer buscada por el asesinato del For Export desde hace dos días.

– ¿Quién dijo que fue ella la que tiró? -saltó Etchenaik.

– No disparó ella.

– ¿Quién tiró, entonces? Fue desde la barra.

Cittadini se paró y dio la vuelta al escritorio. Acercó su cara a la del veterano.

– En el cajón tengo doce declaraciones coincidentes: el que disparó se llama Alfredo Duggan, un cantor de tangos amigo de la Benítez que trabajaba en el local. Si hubiese estado realmente allí esa noche lo sabría.

– No vi quién disparó -dijo Etchenaik con cuidado-. Pero Duggan no fue. Estaba cantando en ese momento, en el escenario y a dos metros de la gorda.

Se hizo una pausa. El veterano prosiguió.

– ¿Hay doce declaraciones no más? ¿Y el resto? Si estaba lleno.

Cittadini dio una vuelta teatral alrededor de Etchenaik. Lo tocó varias veces con el índice en el esternón, las costillas, la espalda. Etchenaik mantuvo la vista al frente, fija en el minutero que barría perezosamente el cuadrante del reloj.

– Es joda esto -dijo el comisario sin énfasis-. ¿Quién hace las preguntas acá?

22. Matar una gorda

El comisario siguió girando en torno a Etchenaik como un obstinado e impaciente carnicero:

– Yo mismo verifiqué, a la media hora del crimen, el operativo de subir a todo el mundo a los celulares -enfatizó empujándose el esternón-. 37 turistas, entre europeos y brasileños, y 12 argentinos, contando al dueño y los mozos…

– En media hora se puede arreglar todo -porfió Etchenaik-. Sacar gente, agregar otra… ¿Qué pasó con los turistas?

– Eran gente de un tour. Se fueron ayer mismo a la mañana. La mujer que murió viajaba sola y estamos estudiando la documentación a través de la embajada… Ahora, muerta la Benítez, sólo nos falta encontrar a Duggan. Y usted puede ayudar mucho.

– Yo sé lo que está ahí escrito. Ojalá pudiera declarar otra cosa.

Cittadini se contuvo una vez más.

– Mire, Etchenique… A usted lo embalurdaron con algún cuento rato. Por ahí no tiene nada que ver, pero deje de hacer un papel que no le cree nadie. ¿Va a seguir diciendo que no conocía a la Benítez?

– Ya le dije: lo que está escrito ahí.

El comisario volvió a su lugar y se sentó. Era un cana reposado, de no más de 45 años, con una dosis de paciencia mayor a la habitual en gente de su oficio. Pero esa mañana estaba desde las cuatro en el baile de un nuevo asesinato, el segundo en 48 horas después de meses de quietud, y cuando parecía tener todas las puntas del asunto aparecía un tozudo imbécil que lo mezclaba todo.

En ese momento entró el sonriente oficial Bertoldi y se acercó al escritorio.

– El informe de Dactiloscopia, señor -puso un sobre encima del cartapacio. – Las huellas coinciden, señor.

– Ah, muy bien, muy bien… -asintió Cittadini-. Ahora tráigame el arma, Bertoldi.

El oficial hizo sonar gratuitamente los talones y partió como si le hubieran llenado el pecho de medallas.

Etchenaik vio que el comisario barajaba los papeles y se desentendía de él. Se sintió cansado, dolorido, con ganas de abrir la puerta y empezar a caminar. Pensó en el gallego. Iba a preguntar algo cuando volvió a entrar Bertoldi. Dejó otro sobre y salió. Cittadini sólo le dedicó un movimiento de cabeza.

– Ya está todo claro -dijo-. Apenas faltan detalles, cabos sueltos que vamos a atar ahora, entre los dos. Tenemos el arma -abrió el sobre y la sacó, tomándola por el extremo del caño-. Las huellas dactilares coinciden con las de la Benítez y hay otras que deben ser de Duggan, sin duda. Están los antecedentes de ella en cuestiones de drogas…

– ¿Y por qué iban a matar a esa gorda? Una turista en pedo que lo único que sabía era pedir «Adiós muchachos»…

– No sé lo que sabría de castellano, pero en un bolsillo interno de la cartera había droga como para hacer volar a una manada de elefantes.