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– Vamos… No joda, que yo vi la biblioteca de ahí atrás y no falta nada: los cien primeros números del Séptimo Círculo, dos estantes de Rastros, la Serie Naranja, el Club del Misterio. Hasta Míster Reeder está, Etchenique… No joda.

El gallego paró la oreja. Había ciertos temas que nunca había podido conversar con el ex jubilado, que andaban por ahí abajo como un mar de fondo lleno de pulpos o grandes peces.

– Hay una cosa, pibe -dijo Etchenaik sobrando sin que le sobrara-. Marlowe no existe… Yo sí.

El otro vaciló un momento. Pudo haber dicho algo definitivo pero no dijo nada.

– Ahora hay que localizar a Marcial -dijo Etchenaik tirando la pelota afuera, volviendo a su territorio.

Tony reaccionó, recordó algo que le molestaba además del pie.

¿Dónde vas a ir?

– A Munro, a hablar con el del club. ¿El auto está en la Boca todavía?

– No. En el estacionamiento de al lado.

Hubo una pausa en la que Etchenaik debía preguntar si Tony había averiguado algo sobre Chola, si había llamado a Robledo y a Willy Rafetto, o que Tony utilizaría en enterarse del episodio de Congreso. Pero no. El gallego había concentrado su melancolía en el pie cachuzo y permanecía enculado y silencioso como ante las peores tormentas.

– Me voy a bañar -dijo Etchenaik poniéndose de pie.

– Oíme -lo paró Tony cuando tenía la mano en el picaporte del baño-. Mira lo que estás haciendo. Te metiste en el caso de puro caliente nomás y ahora hay tres muertos. Tres. Ya estamos en orsay con la cana y esos tipos nos pueden amasijar en serio… Yo no me puedo mover.

El veterano no dijo nada. Lo miró un momento, después entró al baño.

Se duchó y afeitó con agua fría, con la voz chillona del sobrino en las orejas, con las baldosas blancas y negras empapadas. Pasó el secador, se vistió sintiendo el cuerpo saludablemente castigado y salió conciliador.

– Tata, la bendición -dijo arrodillándose junto al sillón.

El gallego sonrió, forcejeando con sus propias ganas de enojarse, y le puso la mano sobre el pelo mojado todavía.

– Hijo, ve al carajo y que el diablo te lleve por ser tan animal.

– Gracias, tata.

Giangreco no entendía nada pero seguía anotando en su block. Etchenaik se paró.

– Averiguame algo de la Chola y llama a esa gente, no seas amargado… -dijo amistoso-. Te prometo que mañana charlamos todo esto.

Tony no le creyó, claro que no. Pero cuando el veterano se fue le pidió a Giangreco que se fijara si estaba todavía el Falcon abajo.

– Se fue, tío. Creo que él se lo llevó pegado.

30. Del '40

Pocholo, el cantinero del club Defensores de Munro, estaba tras el mostrador masajeando el mármol con la rejilla. El trapo dibujaba un círculo de la registradora a la máquina de café. Ya no quedaba nada por limpiar pero igualmente el brazo iba y venía. Etchenaik repitió por tercera vez la pregunta:

– ¿Dónde puedo encontrarlo a Marcial?

El hombre siguió moviendo el trapo, mirándolo fijamente en un lugar de la cara que no eran las cejas ni la nariz sino algún otro, equidistante de los ojos y la boca, pero más atrás. Una manera de mirar capaz de poner nervioso a cualquiera. A Etchenaik también.

– Pare -dijo poniéndole la mano sobre el brazo-. Se gasta, el mármol.

El hombre siguió con su tarea, arrastrando ahora el brazo del otro.

– Usted estaba la otra vez.

– Sí, estaba.

– Marcial no vino más.

– Pero hace dos meses de eso.

– No vino más.

– ¿Y venía siempre?

El cantinero detuvo el movimiento en medio de un giro, se mojó los labios y lo miró, ahora sí, a los ojos.

– En el año cuarenta -dijo enfáticamente-. Fíjese lo que le digo: en el año cuarenta yo era mozo en el Marzoto. Quince guitas el café. Usted se pasaba dos, tres horas escuchando las mejores orquestas.

El enterriano se volvió hacia la estantería que estaba a sus espaldas y bajó la botella semillena de ginebra. Arrimó dos copitas.

– El calor no existe -dijo tajante y sirvió generosamente. Se formó un laguito al pie de las copas.

– Marcial cantaba ahí, en el Marzoto… -apuró Etchenaik.

– No. Todavía no le daba el cuero, como se dice. Cantaba en una orquestita de barrio, en los cafés de Villa Crespo: Armando Berreta y su Conjunto. Sí, Berreta, tal cual… En ese momento no se llamaba Marcial Díaz sino Juan Carlos Drago o Robles, uno de esos nombres cajetilla…

– Y usted lo conoce desde entonces…

– Va a ver… -el hombre se empinó la ginebra de un viaje y luego quedó pestañeando un momento-. Una noche, me acuerdo que estaba Pugliese actuando, y me toca atender una mesa del fondo. Era una pareja; ella me llamó la atención. No era una mujer hermosa pero tenía eso que hace que uno se dé vuelta cuando entra una mina como ella en un lugar. Estaba sentada como una estatua en un pedestal, en pose, apenas el culo apoyado en la punta de la silla. Él no la miraba. Tenía los ojos clavados en el escenario, movía las manos siguiendo la letra. Me acuerdo que terminó el tango y aplaudió apenas, sobrador y recién se dirigió a ella para codearla: «Mira si estuviera yo ahí arriba… Lo deshago al tango ése… Creo que era "Cafetín"… O no, ahora que me acuerdo no podía ser "Cafetín" porque el cantor era Chanel… Era "Rondando tu esquina". Eso es.»

Etchenaik apuró la ginebra ya desalentado, apoyó la cara en la palma y asintió gravemente.

– Es que en aquel entonces en cada muchacho había un cantor. Por eso no me extrañó lo que decía el pibe, y volví con la bandeja al mostrador. Pero cuando regresé con los cafés estaban discutiendo a los gritos. La mujer parecía que lo quería retener y hasta sospeché de algo preparado, un poco de aparato para que lo conocieran de prepo. Pero no. Yo no lo junaba todavía a Marcial y menos a la Loba.

– ¿La Loba?

– La Loba. Así le decían o al menos así le dijeron después. Uno de esos apodos que no necesitan explicación, ¿no?

– Claro, claro… ¿Y cantó esa noche Marcial?

– Ahora va a ver.

31. La Loba

El entrerriano sonrió levemente. Inclinó otra vez el porrón y llenó las copitas. Tomó un sorbo y volvió a sonreír.

– ¿Usted dice si esa noche Marcial cantó?

Otro sorbito de ginebra. Era un narrador insoportable…

– Cantó en el baño, después de la batahola y con un ojo negro, pero con el mayor sentimiento que le escuché nunca.

– ¿Qué pasó?

– Muy simple. La discusión con la Loba siguió. Entró a cantar Chanel y la gente se daba vuelta para hacer callar a los revoltosos. Uno le tiró una cucharita; otro, el terroncito de azúcar. A los cinco minutos estaban a los tortazos. En una de ésas, Marcial va a parar debajo de una mesa. Cuando se levanta, ve que los de la orquesta han parado de tocar y se cagan de risa. Chanel se agarraba del micrófono para no caerse. Entonces Marcial se para y le grita: «Reíte vos, afónico, que cuando entre a cantar yo vos te quedás sin laburo». Dio media vuelta y se metió en el baño. El patrón me mandó a convencerlo de que se fuera. Fui. La escena que me esperaba ahí adentro no me la voy a olvidar nunca. Estaba apoyado en el lavatorio, sucio, lagrimeando de dolor y de bronca… y cantaba. Cantaba frente al espejo, con toda la voz, «Rondando tu esquina». Nunca nadie lo cantó mejor. Le juro, amigo. Nadie.

– ¿Y entonces?

– No me animé a interrumpirlo. Él no me veía y siguió, siguió… Entonces fue como en las novelas o en las películas. Siento que alguien entra al baño y se queda oyendo, detrás mío. Cuando el pibe termina se adelanta y dice: «Amigo, lo felicito. Usted canta muy bien. ¿Quiere venir conmigo?» Era Tanturi. A los quince días debutaba en el Marabú con él. ¿Qué me cuenta?