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Etchenaik no le contó nada. Sólo lo miró.

– ¿Y en los treinta años restantes…?

– ¿Qué treinta años?

– Estamos en el cuarenta, según me dijo. Y lo que yo quiero saber es dónde vive Marcial ahora.

El tipo volvió a sonreír. Retomó el trapo.

– Ahora… Usted dice ahora… Yo quisiera saber qué hace ahora la Loba.

– ¿No está con él?

– Mire amigo, de Entre Ríos sale toda clase de gente: cantores, gente de río, algún poeta finito… Lo que no hay allá son alcahuetes y botones. Usted ha tomado dos ginebritas, tiene una anécdota para contar…

Etchenaik dio media vuelta.

– ¿Qué le pasa ahora?

– Es una lástima que Pugliese no haya tocado jamás en el Marzoto sino en el Nacional -dijo, volviéndose-. Pero una anécdota falsa más no le hace nada al tango. Tal vez sea cierto que no hay entrerrianos botones y me parece bien. Pero mentirosos, sí. Gracias por la ginebra.

– Espere. -Pocholo levantó la botella-. Queda bastante todavía y quién le dice que no me den ganas de hablar de los últimos treinta años.

– De los últimos meses… y te aviso que no hay un mango. Yo con esto no gano nada. Lo siento por Marcial y ojalá no te duela esta roñería.

El cantinero salió de atrás del mostrador y se vino entre las mesas haciendo sonar las alpargatas.

– Perdona -dijo poniéndole la mano en el hombro-. No es la guita. Tuve miedo por él. Sé que anda mal, que está jodido. Hace un mes que no lo veo y me tiene preocupado. ¿Qué pasa?

– No sé.

El otro suspiró.

– Es un buen muchacho. Otro día hablaremos de la Loba.

– Otro día.

El cantinero puso la palma en la espalda de Etchenaik, lo acompañó a la vereda.

– Alguna vez me tocó llevarlo, en pedo. No es demasiado cerca. ¿Conoces Fondo de la Legua?

Y el dedo fue dibujando el aire.

32. ¿Estás ahí?

Había mucho cielo de todos los colores sobre las casitas dispersas. Etchenaik fue aminorando la marcha del Plymouth y se tiró a la derecha andando los últimos metros por la banquina. Dobló al llegar a la huella transversal y metió el auto por la calle que se perdía tres cuadras más allá. Estacionó cerca de la esquina.

Atardecía muy lentamente. El pasto crecido llenaba el aire de olores fuertes y ruido de bichos. Las vereditas estrechas se interrumpían cada tanto y los baldíos alternaban con los pequeños negocios, un bar, un kiosco, la farmacia en la esquina.

A mitad de cuadra estaba la casa, una construcción vulgar y recta en medio de un terreno largo y estrecho. Al frente, el jardín no omitía los enanos de cemento y la manguera que humedecía un césped prolijo y bien peinado. Contra la pared había un cartel blanco con letras azules de reborde rojo: Rogelio Brotto. Lotes, Casas, Propiedades, Hipotecas. Estaba sostenido por unos ganchos fuertes clavados en la pared y que ya tenían sus años. En la base de los clavos corría el óxido. Aunque las persianas estaban bajas, se notaba que la parte delantera de la casa estaba dedicada a la oficina inmobiliaria mientras atrás viviría la familia.

La casa dejaba un espacio de entrada para un auto que no estaba. El doble senderito de piedra terminaba en un cobertizo lateral. Y al fondo se veía la prefabricada que le había señalado Pocholo: ésa era la casa de Marcial Díaz.

Etchenaik pasó sobre la puertita de hierro y avanzó sobre las piedras irregulares hasta llegar al cobertizo. Sólo se veía luz en la ventana pequeña de la cocina. Escuchó el zumbido apagado del televisor y algunas voces de chicos pero nadie lo vio ni lo oyó a él. Siguió hacia el fondo.

Detrás de la casa había un amplio patio abandonado donde estaban los tubos de gas, una parrilla sucia de grasa, una pileta de plástico con el agua turbia y un patito, una bicicleta tirada. Al fondo, la prefabricada. Circundada por tres hileras de baldosas, sin un árbol ni señales de vida alguna, la casilla de madera tenía un aspecto desolado. La puerta de metal estaba flanqueada por una ventana enrejada. Tras los vidrios, el descolorido estampado de una colcha hacía de cortina.

Etchenaik se acercó a la puerta pero no llegó a golpear. Bajo la cerradura había un profundo abollón provocado por el impacto de algo pesado que había hecho saltar la cerradura. El picaporte también había sido arrancado y colgaba lacio en su agujero. Etchenaik apoyó la palma en el medio de la puerta y empujó.

La claridad de una débil luz que pendía del techo no alcanzaba a desnudar todo el desorden. Era como si la habitación hubiera sido sacudida como una caja cerrada que se agita para saber su contenido. Etchenaik caminó dos pasos y se detuvo.

– Marcial… -dijo-. ¿Estás ahí?

Quedó un momento en silencio, a la espera de algo. Paseó la mirada por las paredes grises y vacías, la mesa, las dos sillas, la cama. No había otra cosa allí excepto una valija vacía y descalabrada bajo la ventana. Todas las puertas del ropero y los cajones de una vieja cómoda estaban abiertos. Había ropa dispersa por el suelo y sobre la cama deshecha.

Una corbata, un par de medias y un bollo informe de sábanas habían rodado sobre la mesa junto a un plato con restos de comida. Las cáscaras de una manzana ennegrecida pendían del borde de la mesa como un signo de interrogación. Algunas moscas levantaron vuelo cuando se acercó.

Etchenaik se pasó el brazo por la cara húmeda.

– Marcial -dijo despacio.

Y no se dio cuenta desde cuándo pero advirtió que tenía el revólver en la mano y lo empuñaba como para exprimirlo.

33. Graffiti

Etchenaik giró lentamente, recorrió todo con la mirada y se volvió hacia la puerta. Tomó una de las sillas y apoyó el respaldo bajo el picaporte. Con el pañuelo restregó levemente lo que había tocado. Sacó una birome y revolvió entre el desorden levantando las camisas sucias, un pantalón arrugado. Lo hacía con infinito cuidado y con algo de miedo o ternura, como si fuera la ropa de un leproso o un enfermo querido. Se arrodilló en el suelo y recogió algunos papeles que guardó casi sin mirarlos. Buscó bajo la cama. Sólo pelusa, toda la pelusa y la tierra del mundo.

La habitación tenía dos puertas. La que daba al fondo estaba abierta. Era una cocina en que apenas cabían dos hornallas y la pileta sucia con manchas de café. Había una olla sobre la cocina. Etchenaik levantó la tapa con la birome: papas hervidas, un pedazo de zanahoria, un hueso con más grasa que carne. Tocó con el dedo: frío.

La otra puerta estaba cerrada. La abrió. Daba a un breve pasillo con dos puertas más. Una estaba abierta. Etchenaik pensó en ese momento que un detective era un hombre que camina por un pasillo hacia una puerta entreabierta con un revólver en la mano. Eso era él.

La habitación estaba vacía y con una ventana que daba al fondo. Se veía un tapial de ladrillos descubiertos, telarañas. Un gato pasó parsimoniosamente de derecha a izquierda caminando por el borde.

Etchenaik se volvió a la otra puerta. ¿Sería el baño? Tomó el picaporte con el pañuelo… El baño. Un botiquín con la puerta entreabierta, vacío. Lo cerró empujando el espejo con los nudillos.

Se sentó en el inodoro y cerró la puerta con el pie. Había una toalla colgada de un clavo detrás de la puerta. La palpó. Estaba seca, casi áspera. La toalla se deslizó suavemente al suelo. Quedó descubierta la puerta llena de marcas. El baño era tan estrecho que el que estaba sentado en el inodoro podía tocar la puerta sin esfuerzo. Tocarla, rayarla, escribir. Precisamente, había muchas inscripciones y tachaduras: números, nombres. Arriba decía Fraile, con birome azul, y por encima una tachadura profunda, reiterada, que se hundía en la madera, hecha con algo que había ido y venido una y otra vez en cruz. Abajo decía Negro. También estaba tachado pero de otra manera. Seguían los nombres hacia abajo, desplegados como la formación de un equipo de fútbol. Al pie, recuadrado, decía La Tía Pocha. Etchenaik copió todos los nombres en su libreta, también los números, las aparentes fechas. Estaba tratando de descifrar algo más cuando el ruido de la silla al correrse violentamente lo sobresaltó.