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– ¿Y usted qué hizo?

El peluquero movió las manos, que parecieron casi obscenas sin guantes.

– Yo esperé. Tenía miedo. Pensé que lo mejor era que fuera el mismo Díaz el que hiciera la denuncia, cuando volviera a la madrugada.

– Claro… -acompañó Etchenaik, casi amistoso-. Porque Marcial no estaba en la casa anoche. No estaba, seguro que no estaba.

El rostro de Brotto se endureció. Fue como un levísimo gesto de tensión. Inmediatamente recuperó la movilidad cautelosa del relato.

– Es muy raro que vuelva antes de las tres o cuatro de la mañana. Díaz no estaba; si no, me hubiera dado cuenta.

– Brotto: usted asegura que Marcial no estaba cuando los tipos llegaron -puntualizó sin asco Etchenaik.

– Sí, claro que sí. No había luz.

– No había luz. Y eso significa…

El peluquero cruzó una mano frente a su cara, sacó alguna telaraña o algo más que le molestaba y no le dejaba ver o pensar claro.

– Está bien, tiene razón: no me alcanza para probar nada. Pero no estaba.

– De otra manera, mejor -dijo Etchenaik con displicencia-. La luz no significa nada, Brotto. Usted piensa… piensa que probablemente Marcial no estaba allí.

Pero ya Brotto no pensaba nada. Se quería ir.

36. Suena el teléfono

Las cosas habían llegado demasiado lejos. Brotto estaba colgado de una ramita, suspendido en el abismo, y Etchenaik lo miraba, sentado en el borde. Podía estirar la mano o no. Podía pegarle un tacazo en los dedos, escuchar el aullido inútil, el ruido sordo, también inútil, de la muerte.

– Supongamos que le creo, mejor… Y ahora siga contando -dijo sentándose sobre la mesa, la rodilla derecha a la altura del pecho del peluquero.

Brotto supo que el otro le concedía una tregua, aflojaba la presión justo cuando él ya no quería más. Aunque no sabía por qué se aferró a esa posibilidad, siguió ciegamente adelante:

– Con mi mujer decidimos que lo mejor era hacer como que no habíamos oído nada y esperar que llegara Díaz -dijo de un tirón-. Nos asustamos un poco cuando pasó toda la noche y después la mañana sin que apareciera. Al mediodía entré a la casilla y vi todo revuelto pero nada raro, así que me tranquilicé. No quise llamar a la policía por miedo a las represalias: no va a ser la primera vez que por menos que esos le meten cuatro tiros a uno. Además, esperábamos que apareciera Díaz, no sabíamos qué buscaban los tipos y por ahí él no quería escándalos… Así que estuve trabajando normalmente toda la tarde y al atardecer me puse a arreglar el jardín. En el momento que volvía del baldío me pareció notar algún movimiento adentro y me animé a entrar. Creí que era Díaz. Era usted.

Etchenaik acomodó las nalgas sobre la fórmica.

– Usted se complica mucho la vida, Brotto. Nadie puede creer que los tipos hayan venido a robar… Le hubieran afanado a usted. Buscaban a Díaz o algo que Díaz tenía y se llevaron. Y eso lo sabe, no se haga el gil. Además, rece porque Marcial aparezca con vida porque la cosa viene muy sucia. Y vaya a la cana, ya. Haga la denuncia y cuénteles lo que me dijo a mí, tal cual. Va a ser bravo pero por ahí le creen y no lo salpican.

– Voy a hacer eso. -Las manos juntas, la cabeza asintiendo, toda la voluntad del mundo en que le creyeran-. Pero yo no entiendo qué pasa, señor… ¿En qué andaba Díaz?

– ¿Cómo «andaba»? -Etchenaik lo miró con desaliento, con asco-. ¿Tanto miedo tiene? Cuanto más se trabuque y mienta va a ser peor.

Brotto dijo que sí repetidamente y quedó derrumbado sobre la silla. Etchenaik le golpeó el hombro, le hizo levantar la cabeza y le puso otra vez el revólver en la nariz.

– Una mentirita más, gusanito… Usted a mí no me conoce. No necesito explicarle por qué le conviene seguir perdiendo la memoria.

Hubo un ruido en la puerta y Etchenaik guardó el arma apresuradamente. Era la nena otra vez. Caminó a pasos cortitos hasta donde estaba su padre, se paró:

– ¿Por qué se sentó en la mesa el señor?

Etchenaik se sintió estúpido, no tuvo ninguna respuesta ingeniosa o trivial. Sólo atinó a levantarse y salir.

Eran las once de la noche cuando terminó la vuelta manzana de reconocimiento y estacionó frente a la oficina. Ni rastros de los muchachos del Falcon, nadie acodado casualmente en el café de la esquina.

Al encender la luz del escritorio el gallego se movió tras la mampara, no llegó a despertarse. Etchenaik se desnudó y se tiró en la cama en la oscuridad, a fumar despaciosamente. No supo cuándo se quedó dormido pero en un momento dado comenzó a sonar el teléfono y sintió que no había podido descansar ni media hora. Se tambaleó hasta el escritorio y levantó el auricular.

– Hola -dijo.

– Etchenique, habla Macías.

– Sí. ¿Qué pasa?

– Tenés que venir a ver a un amigo.

– Espera. ¿Qué hora es?

– Las siete. ¿Venís?

– Las siete… ¿Dónde es? ¿En la Central?

– No, en la morgue.

Segunda

***

37. Frío

El oficial realizó un breve movimiento y descubrió el extremo de la mesada de granito. La tela gruesa y blanca quedó plegada sobre el pecho del hombre que estaba allí tendido boca arriba. La cara deformada y con pequeñas cortaduras y desgarramientos, los ojos semicerrados, los párpados abultados y la boca abierta. Había barro pegado en las patillas borroneadas y también bajo la peluca ladeada, apenas sostenida en un costado de la cabeza. Bajo el mentón, el moñito pendía húmedo y marchito.

Etchenaik se levantó las solapas e hizo un gesto afirmativo. El oficial volvió a cubrir el rostro de Marcial.

– Mira esto -dijo Macías a espaldas de Etchenaik.

Descubrió de un tirón las piernas desnudas. El tobillo derecho estaba rodeado de una cadena gruesa con un candado. La piel de esa zona estaba totalmente desgarrada por el roce de los eslabones. La cadena estaba rota en el extremo libre.

Primero le metieron dos tiros en el pecho a quemarropa. Después le ataron una barra de hierro y lo tiraron al Riachuelo.

Macías lo miró como si esperara algún comentario. Etchenaik no dijo nada. El otro tomó con gesto rápido el brazo del muerto.

– Hay algo más. Fíjate acá.

Desplazó los girones de las mangas del saco y la camisa. Aparecieron las marcas rojas, los puntos que se amontonaban en la parte interna del brazo.

– ¿Sabías algo de eso, vos?

– No.

– ¿Y qué pensás?

Etchenaik clavó los puños en el fondo de los bolsillos:

– Mejor vamos afuera ahora.

– Sí, mejor. Te voy a mostrar dónde lo encontramos.

Subieron al Plymouth. Macías se explayó en detalles. Habló del muelle, del estado del cadáver, de la casualidad, del ancla enganchada. Cuando llegaron al bajo, Etchenaik dijo:

– Te pido una sola cosa: no hagas publicidad con esto.

Macías sacó el brazo e hizo una señal. El patrullero que los seguía aceleró y dobló por Madero. El Plymouth lo dejó ir.

– ¿Qué querés decir?

– Que por ahora Marcial no fue asesinado, no tiene ninguna marca en el brazo, todo eso… Vos sabes.

Etchenaik había hablado sin moverse, la vista fija en el frente.

– ¿Cuánto te pagan? -dijo Macías.

Etchenaik giró la cabeza lentamente. En sus ojos estaban el asombro y la ira mal contenida; una profunda tristeza también.