– No va por ahí la cosa. Vos me conoces. Este hombre estaba en un apuro y pensó que yo podía ayudarlo. Y yo no entendí o no supe cómo hacerlo…
– ¿En qué clase de apuro estaba?
– Guita, supongo. Aunque hay algo más.
Macías hizo un gesto de vago fastidio. Se calló. De pronto dijo:
– A mí también me gustaba oírlo cantar, Etchenique. Pero no por eso voy a negar las evidencias: estaba metido en la droga, debía mucho, se quiso pasar de vivo y lo limpiaron. Lo demás, llénalo con radioteatro y discos viejos…
– No es tan fácil. Hubo otro asesinato…
– Peor, una variante más grave. Él y otros quieren copar un sector. Pierden y los revientan. Es muy común. En Lanús, en enero, pasó algo así; en Ramos Mejía, hace unos meses, igual…
Etchenaik lo silenció con un gesto, apartando la mano del volante.
– Oíme bien. Te propongo un trato. ¿Estás dispuesto a seguir la investigación hasta el fondo y hay garantías de que el loquito ese de Bertoldi no se va a cruzar?
Macías se tomó tiempo en contestar.
38. El trato
El colorado asintió con gravedad.
– Hay garantías, todas las que me quieras -dijo.
– Bueno. El trato es éste: yo te doy información importante a cambio de no divulgar lo de Marcial hasta que se aclare algo y sepamos de qué jugaba en este asunto.
Macías volvió la cara a la ventanilla. El aire todavía fresco de la avenida le hizo chicotear los cabellos enrulados. Al cabo de un momento se volvió y lo miró a los ojos.
– De acuerdo. Nada de difusión.
– No habrá noticias.
– Eso no puedo promet…
– Tres días sin noticias.
Macías buscó otra vez consejo en el aire que bailaba alrededor del auto.
– Está bien. Pero dos días: no se murió en dos días, si la información vale la pena.
Doblaron por Huergo hacia Pedro de Mendoza como si el Plymouth tuviera un riel invisible. El patrullero cabeceaba allá adelante, sobre el empedrado. Eran las ocho de la mañana pero ya empezaba a hacer calor. Etchenaik tironeó el cuello, se aflojó la corbata.
– Dos nombres para que busques: un tal Loureiro, que Tony lo juna, y la mina que cantaba en el For Export. Se hace llamar Hilda Sanders pero es Itala Sandretti. Me la mandaron a aceitarme ayer, a ver si picaba… Los gansos que mandaste vos seguro que la perdieron. Ah… al pelado lo agarraron, ¿no?
Macías sonrió, le escarbó las costillas con el índice.
– No jodas, Etchenique. Dame algo serio, que sirva para algo.
El veterano lo miró de reojo.
– La dirección de Marcial.
– ¿Estuviste ahí?
– ¿Vale o no vale?
– Vale.
Etchenaik le detalló el lugar, la casilla. No mencionó al señor Brotto.
– ¿Cuándo estuviste?
– No dije que haya estado.
– Vamos…
– Te di la información ¿no?
– También quedamos en que no podés ocultar datos a la policía. Habíamos quedado en eso…
– ¿A qué policía no le tengo que ocultar información? ¿A tipos como Bertoldi? O me vas a decir que ése anda solo…
– No te puedo cubrir siempre.
– Yo no te pedí un carajo.
Los barcos parecían apoyados sobre papel celofán tenso. El reflejo de agua provocaba una luminosidad que les hizo entrecerrar los ojos.
– De acuerdo: dos días sin noticias. Pero no puedo garantizar totalmente que alguno no levante la perdiz -dijo Macías con la cara fruncida.
– Está bien… ¿Dónde es?
– Seguí un poco más.
Estaban en la Vuelta de Rocha. Pasaron junto al lugar donde dos noches atrás el Peugeot se clavara contra el busto del almirante Brown.
– ¿Qué pasa con la chica? -dijo Etchenaik volviendo la mirada hacia Caminito, una escenografía desolada.
– Están las huellas en el revólver que mató a la dinamarquesa, el testimonio de los que la vieron escabullirse con Marcial… La idea es que intentaron copar y les salió mal. Primero lo cazaron a Marcial, después a ella. La teoría de Cittadini es que a ustedes la mina los usó contra los otros.
Etchenaik meneó la cabeza.
– En cualquier momento voy a hacer un desastre -dijo.
39. Barro
El Plymouth hizo crujir los cantos rodados sobre el empedrado y se detuvo frente a un edificio viejo y pintado de colores, el Almacén El Triunfo. Había un policía en la puerta y otros conversaban con la gente. Media cuadra más allá había un pequeño amarradero con su bote para cruzar a la Isla Maciel y un puente del viejo ferrocarril de trocha angosta, levantado. Los hombres que hablaban con el policía señalaban alternativamente el agua, el puente, se abrían de brazos.
Un poco más lejos, el Riachuelo doblaba a la derecha. Grandes montañas de canto rodado y grúas para cargar los camiones que no estaban. Nadie trabajaba esa mañana.
– Vení, vamos al almacén -dijo Macías.
A ambos lados de la puerta había viejos carteles esmaltados de Ginebra Bols, amarillos y rojos. Los yuyos crecían libremente en el techo, entre los ladrillos descubiertos de las paredes. Los hombres sentados en los bancos de madera, en la puerta, tenían cara de haberlos visto crecer desde allí.
Macías se entretuvo un momento conversando con el oficial a cargo del procedimiento. Después se acercaron al mostrador y pidieron dos cafés.
Los tomaron en silencio. Los policías entraban y salían del almacén a cada rato. Etchenaik pidió una ginebra con hielo y se sentó en la única mesa del lugar.
– ¿Me mostrás dónde fue?
Macías también pidió un trago y con el vaso en la mano le hizo un gesto para que lo acompañara.
Caminaron hasta la orilla y el inspector hizo tintinear el hielo al señalar.
– De ahí, del puente lo tiraron. Llegaron en un auto con Marcial muerto ya. Plafff… Hicieron mucho ruido y alguien los oyó.
– ¿Y la pesca?
– Aquel carguero de canto rodado, al desamarrar esta madrugada lo enganchó.
– Es un lugar medio boludo para tirarlo, ¿no?
Macías no contestó.
– ¿Hay forma de precisar cuándo murió?
– El forense le calcula más de sesenta horas… Coincide con los testigos, que oyeron los ruidos anteanoche. Además, la ropa es la misma que tenía en el For Export.
– Todo en la misma noche.
Macías asintió como si las piezas encajaran demasiado bien y eso no fuera bueno.
– Huyen juntos con la mina. Se separan. A él lo cazan y liquidan. Ella, a la mañana, recurre a ustedes para algún trabajo sucio y los embalurda. Algo había en el conventillo ese donde los cita. Ustedes van y cuando aparecen los otros se arma el quilombo… No me podés negar que es coherente. Ella tiene tu tarjeta, inclusive.
Etchenaik se agachó, agarró un puñado de piedras y las tiró al agua.
– Es un podrido asunto éste… ¿Hay algo más que ver?
– Nada más.
– ¿Y para esto me trajiste?
– Y para que te dejes de joder. No hay nada que hacer.
Etchenaik no dijo nada y comenzó a caminar por la orilla. Subió al puentecito y se acodó a la baranda. Miró el agua turbia, espesa como un caldo barato. Macías lo observaba, quieto en el mismo lugar. El veterano volvió lentamente y le puso el vaso en la mano.
– No te olvides de lo que arreglamos -dijo.
– Anda tranquilo, pero es al pedo.
Etchenaik se acercó al auto. Antes de subir se miró los pies; tenía los zapatos llenos de barro. El mismo barro que había visto pegado al cuerpo muerto de Marcial Díaz.