Выбрать главу

40. «Rapidísimo»

Puso el paquete sobre el escritorio y no dijo una palabra.

– ¿De dónde venís? -preguntó Tony.

Etchenaik fue directamente al baño y cerró la puerta de un golpe. Después, los ruidos. Los infructuosos ruidos de un hombre doblado sobre el inodoro, vaciándose de nada, de un poco de ginebra helada, de imágenes insoportables, de miedo también.

Volvió blanco, como si se hubiera desangrado, Tony no le preguntó nada ahora. Lo dejó que se rehiciera.

Al rato estaba dormido, tirado en el sillón, largo y desvalido. Un hombre viejo en realidad, qué otra cosa sino un hombre viejo al que le dolía todo.

El gallego tomaba mate, comía medias lunas del paquetito que había traído Etchenaik y esperaba. Esperaba poco ya. Todo venía oscureciéndose. Una tormenta paulatina, segura de sí misma, que los iba tapando, dejando sin salidas.

Tony repasaba los datos que había recogido la tarde anterior en el archivo, en las consultas con Robledo y Rafetto. Ordenaba direcciones, buscaba coincidencias, nombres, confrontaba con los papeles que había recogido Etchenaik en el conventillo.

Pero todo era un gesto mecánico, como reunir los antecedentes de un caso perdido o tan contundente y definitivo como una estadística sobre el hambre o la desgracia en el mundo.

Una semana atrás, pensó Tony, hacía calor pero no había esta humedad espantosa. Cacho venía más temprano y se prendía con Etchenaik en una partida hasta el mediodía; estaban saludablemente acalorados pero al pedo, libres y ociosos para discutir de tango mientras escuchaban «Rapidísimo», para quejarse sin convicción de la falta de laburo sin desearlo verdaderamente.

Ahora, no sólo se había roto su pie. El veterano que dormitaba agitado en el sillón era el vapuleado náufrago de una expedición a la Aventura, un pobre tipo que había sido un loco divertido.

«¿Qué habrá sido de Lucía, tan mía?» preguntaba el taño Marino desde la radio, indiferente y pleno, la voz de oro del tango.

– ¿Qué hora es, Tony?

– Diez menos cuarto.

Etchenaik se incorporó.

– Lo reventaron a Marcial. Dos tiros y al Riachuelo…

– Me imaginaba. Contame.

Y se la hizo larga, prolija, necesariamente llorona.

Cuando terminó el relato, la tangueada de Marino iba por «María» en todo su esplendor.

– A ver, pásame esas anotaciones -dijo Etchenaik mordisqueando una medialuna.

Revisó apellidos, puso en fila las direcciones recogidas, los datos de Robledo y Rafetto. Había que empezar por ahí… A primera vista vio varias coincidentes: Santiago del Estero al 1400, por Constitución; Rincón 17, casi Rivadavia, San Pedrito 1056, eso es… Luna 450, cerca de Patricios…

– Pará -dijo de pronto Tony, como electrizado-. Para, oí, oí…

– Qué carajo querés que oiga, no ves que estoy…

– Oí, animal… Oí… Oí: somos unos boludos… Oí-y le estiraba la palma hacia la radio-. Marcial creyó que trataba con tipos piolas y somos unos imbéciles…

Como dos noches atrás, el taño Marino tiraba el mensaje claro, indudable, el dato preciso que sólo ellos no habían sabido pescar y que le había costado a Marcial dos tiros y una barra de hierro para que se fuera al fondo del Riachuelo:

«Café de los Angelitos / bar de Gabino y Casaux. / Yo te aturdí con mis gritos / en los tiempos de Carlitos / Por Rivadavia y Rincón».

– ¡Rincón 17, casi Rivadavia!… Ahí está escrito, ¿te das cuenta? -gritaba el gallego.

41. El Coya S.R.L.

Antes de bajar del auto se dieron cuenta de que habían llegado tarde.

– El Coya S.R.L. Artesanías salteñas -leyó el gallego dando un portazo, acercándose rengueando.

Cruzaron. El local de Rincón 17 estaba cerrado por una pesada cortina de eslabones que ocultaba una vidriera estrecha, el mostrador vacío, la pequeña mesa con algunos papeles abandonados. Etchenaik se hizo anteojeras con las manos para evitar el reflejo y pegó la nariz a la cortina.

– Cerrado como culo de muñeco.

– Las estanterías peladas.

Por la puerta que se abría detrás de la mesa veían cajones abiertos, paja dispersa por el suelo.

– Fíjate que no hay tierra ni cartas. Acaban de cerrar.

– ¿Dónde estarán?

Tony se apartó de la vidriera y entró en el negocio de al lado.

Etchenaik metió la mano entre los eslabones y tanteó el picaporte. Nada. Dio dos pasos atrás y contempló el local de vidrios hasta el piso, el revoque salpicado para cubrir la vieja pared del edificio de dos plantas, el aire de precaria y apurada instalación que insinuaba la masilla desbordada, los extremos recién aserrados de los estantes, las partículas de pintura dorada que aún estaban pegadas al vidrio junto al logo de El Coya S.R.L.

– Vení, vení…

Tony llamaba desde la puerta de la zapatillería de la esquina.

– Hay que tirarle la lengua a la vieja del negocio -dijo el gallego-. Sabe algo pero no quiere hablar.

Entraron.

Costaba localizar a la mujer entre tantas cosas amontonadas.

– Buenas tardes, señora… Quisiéramos saber si…

– ¿Qué van a llevar?

La vocecita se insinuó desde atrás de una pila de ojotas de goma en un extremo del mostrador.

– No, nada. Es sólo por una consulta…

La mujer apenas sobresalía veinte centímetros por encima del borde de madera gastado. Tenía un rostro ajado y maltratado por los años, pero los ojitos, tras los cristales suspendidos de los anteojos minúsculos, tenían un brillo particular.

– ¿Qué van a llevar?

Y lo dijo por segunda vez sin fingir sordera, con la tranquila resolución de un chico empecinado, ganador.

Se miraron, Etchenaik hizo un gesto de desaliento. El gallego paseó la mirada por las pilas de cajas y bolsones; finalmente señaló arriba, sobre el último estante.

– Aquella sombrilla, por favor… La verde y amarilla.

Una sonrisa fue desplegándose en el rostro de viejita como un gran pájaro que abre lentamente sus alas. Sin una palabra hizo aparecer una escalerita de madera, la apoyó y trepó con la velocidad de un trapecista.

Se miraron otra vez. Tony se encogió de hombros.

Media hora después Etchenaik abría el baúl para meter la sombrilla y dos pares de zapatillas. Cerró de un golpe y volvió junto al volante.

– Pero conseguimos lo que queríamos, ¿no? -dijo el gallego contestando a algo que el otro no había dicho pero que flotaba en el aire con la materialidad de un ladrillo.

– Amancio Alcorta 2800 -dijo el veterano como si no lo oyera-. Es por la cancha de Huracán… ¿Cuándo dijo que vinieron?

– Ayer, a última hora.

E insensiblemente Etchenaik aceleró un poquito más cuando enfiló Rivadavia arriba.

42. Basta de pavadas

Pasaron Plaza Once y doblaron por Deán Funes a la izquierda. Etchenaik tiró el saco en el asiento de atrás y resopló.

– Artesanías salteñas… ¿Me podes decir qué carajo tiene que ver esta gente con la artesanía salteña? Uno se imagina un local en una galería de Charcas y Maipú con una flaca de cara lavada y poncho de colores… Pero esos tipos acá, en Once…

– Una pantalla.

– De acuerdo, una pantalla. ¿Y atrás qué hay? Por qué no ponen una disquería, una veterinaria, un circo…

Tony paseó la mirada displicente por el rostro transpirado del veterano.