Выбрать главу

– ¿Qué pasa, Roqueiro? -dijo Macías.

El suboficial llegaba de la calle, apurado. La persecución del camión del Rápido del Norte había sido tardía pero algo había resultado. En su mano traía restos de una vasija, los pedazos informes tal vez de una estatuita de terracota. En la esquina de Amancio Alcorta y la Perito Moreno había más pedazos. Los testigos coincidían en que habían caído de un camión con la puerta de la caja abierta que cordoneó, casi chocó contra el semáforo, se cruzó totalmente y armó un desparramo.

– Ya avisé al radioeléctrico, señor.

– El polvito -dijo Macías sin oírlo-. Mande a analizar el polvito, Roqueiro.

Y señaló la suave harina que impregnaba la parte interna de algunos de los pedazos recogidos.

– Bien, señor.

Volvieron a quedar solos. Etchenaik sintió que ganaba pequeñas batallas inútiles en una guerra digitada.

– Vamos, Tony -dijo-. Cuando llega esta gente nosotros nos vamos.

Era una frase que alguien había dicho alguna vez y servía de remate para situaciones como ésa.

Salieron. El chistido de Macías los alcanzó cuando bajaban la escalera.

– ¿Qué pasa ahora?

– Para que no te hagas el incomprendido -dijo el inspector a través del hueco del vidrio roto-. Había un sótano en el restaurante; una pared falsa al fondo, detrás de una estantería de botellas. Por un pasillo y otra escalera llegas al patio de un negocio del otro lado de la manzana, un local para turistas también.

– ¿Artesanías salteñas?

– No. Hilados jujeños…

El veterano sonrió otra vez, duramente. Empezó a irse.

– Etchenique… -Macías sacó el brazo y le agarró el borde del saco.

– Sigue en pie el acuerdo. Tenés un día y medio. Apurate. -Lo soltó y le señaló el Plymouth que se recalentaba al sol.

Etchenaik se sacudió el saco como si lo hubiera cagado una paloma y se fue. Se fueron.

45. Demasiado limpio

Hicieron el recorrido de vuelta con una extraña resolución; se alejaban de El Rápido del Norte dejándole a Macías un lujoso paquete, un regalo para que lo abriera a solas con su gente. Se piantaban oscuramente ganadores.

Sin embargo, cuando cruzaron Entre Ríos el gallego levantó la mirada de los papeles:

– ¿Adonde vamos?

– No sé, Tony. No tengo la más puta idea -contestó Etchenaik mirando al frente. Inmediatamente aminoró la marcha, se acercó al cordón y detuvo el auto:

– ¿Y si largamos? -se atrevió Tony, conciliador-. Hasta ahora fueron todos problemas: jeringazos de prepo, un día a la sombra.

Etchenaik no lo oía. Agarró de un manotazo los papeles que había dejado el gallego en la guantera y los hojeó distraídamente:

– ¿Sin noticias de la Tía Pocha? -murmuró.

– Nada… -Tony cruzó su dedo entre las hojas manuscritas-. Ahí tenés los datos que recogí de Robledo: los últimos quince años de la droga en el Gran Buenos Aires. Detenciones, redes desbaratadas, muertes de adictos. No encontramos ninguna coincidencia entre los nombres de Marcial y toda esa información dispersa. ¿Le hablaste a Macías de las otras direcciones?

– Sí… -Etchenaik siguió revolviendo-. ¿Y de dónde sacaste esto otro?

– Un amigo de mi sobrino, periodista de Abril. Es la investigación para una nota sobre drogadicción en la Argentina que nunca salió: material afanado de los archivos de la cana.

El veterano deslizó el dedo por una larga lista y de improviso se detuvo:

– Ariel Brizuela. Abril de 1962.

– ¿Qué pasa?

– No sé. Brizuela… ¿quién es Brizuela, Tony? Ese apellido lo he visto hace muy poco o alguien me habló de Brizuela.

El gallego quedó pensativo.

– Yo no. Ningún Brizuela para mí. A ver; léelo todo.

– Ariel Brizuela. Abril de 1962. 17 años. Muerto en circunstancias poco claras durante una redada en Mar del Plata. Baleado por sus cómplices a la llegada de la Policía. Secreto de sumario. Detenidos pero ningún procesado. Marihuana.

– Un chico.

– ¿Pero dónde carajo escuché yo el apellido Brizuela? ¿Quién es?

– Por ahí alguno de los canas…

– Tal vez -asintió Etchenaik sin convicción.

Puso en marcha el motor.

– ¿Adonde vamos?

– A la oficina. Los muchachos del Falcon que nos sigue están aburridos de tomar sol en lata.

Antes de subir, Tony hizo una escala en el bar. Había un amigote de la época de la bandeja que tenía algo que compartir con él.

Cuando Etchenaik salió del ascensor, la mujer de la limpieza lo miró sorprendida.

– Ah… ¿Dónde había ido?

– Acabo de llegar, Sofía… ¿Quién le abrió?

– Estaba abierta… Pensé que usted…

Etchenaik se acercó a la puerta y revisó la cerradura. Había sido sutilmente violentada. Ni siquiera una raspadura en la madera. Pero el mecanismo se había roto: no cerraba.

Adentro todo estaba en orden, ni un papel en el suelo.

– Ya limpió, Sofía.

– Todito. Plumerié y después pasé un trapo húmedo por todas partes.

Etchenaik hizo un gesto de desaliento.

– ¿Qué pasa, hice mal?

– No, Sofía, la próxima vez traiga nafta y un fósforo.

Para la próxima, Etchenaik no lo sabía, esa ironía iba a resultar ridícula.

46. ¡Booom!

La mujer lo miró apoyada en el escobillón, sin comprender; lo siguió extrañada, mientras Etchenaik recorría la oficina, verificaba la prolija limpieza, los cambios imperceptibles que alguien había introducido en los objetos, las ausencias, los excesos.

Finalmente, luego de revisar el baño, el inodoro, el depósito del agua, se sentó en el escritorio y abrió el cajón central.

Todo estaba en el desorden reconocible. Llevó después la mano al cajón de la derecha y tiró. Hubo una leve resistencia y se detuvo. Lo soltó como si quemara y empezó a temblar.

– Sofía -dijo parándose como si temiera despertar a un tigre-. Abra la ventana y la puerta; quédese en el pasillo.

– ¿Qué pasa?

– Hágame caso y deme el secador.

Etchenaik sacó la máquina de escribir y el teléfono. Concentró todo en el otro extremo de la habitación y se parapetó detrás de un sillón. Desde allí esgrimió el secador hasta hacerle calzar una punta en la manija del cajón.

– Fíjese, Sofía -dijo dándose vuelta.

Y empujó fuerte.

Todo reventó con un estruendo descomunal. Cuando se disipó el polvo, lo que quedaba del escritorio estaba en el centro de la oficina, el sillón chico había saltado por el aire para caer contra la pared opuesta con los resortes a la vista. Sofía estaba sentada en el suelo y Etchenaik había quedado con un pedazo de secador en la mano, blanco como la pared ahora descascarada.

– ¿Qué fue eso? -dijo Sofía sin atinar a levantarse mientras en el pasillo se sumaban las voces, las corridas y los gritos.

– Creo que va a tener que limpiar otra vez -dijo Etchenaik dándose golpecitos sobradores en el saco lleno de polvo.

Cinco minutos después, tras aplacar las iras del administrador y mentir oscuramente sobre el origen del estruendo. Etchenaik dejó a los curiosos en el pasillo y no quiso ni mirar el estado general de su oficina, el vidrio de la puerta rajado, el armario que se había ido de boca como si tropezara. Dejó todo así y agarró el teléfono. Llamó primero a la aseguradora y después a Macías. El inspector no había llegado y en la compañía dejó el mensaje y colgó.