El polvo recién estaba terminando de caer cuando cayó, también, el gallego.
– ¿Qué te pasó? No se te puede dejar solo…
Etchenaik parecía el dueño orgulloso de un imperio arrasado por la furia de los elementos. Los peores elementos. Se paró y pateó las maderas rotas del escritorio.
– Se llevaron algunos papeles y dejaron un explosivo, una trampa cazabobos enganchada en el cajón. Sospeché cuando encontré todo en orden y abierto.
Tony agarró la punta de un resorte, lo tensó y lo dejó caer con un tañido prolongado.
– Te quieren reventar en serio.
– Es como si fuera todo demasiado grande, ¿no?
– Raro que se arriesguen así. Debe haber muchas cosas en juego. No sólo guita -aventuró el gallego-. ¿Pero qué buscás?
– El documento del seguro -dijo Etchenaik revolviendo entre los vidrios y los biblioratos rotos.
Encontró un cartón grande, de orlas azuladas y leyó todo detalladamente. Había algo en la letra chica donde por ahí lo curraban. Pero de pronto alejó el documento de sus ojos, quedó como suspenso, la mirada en el aire.
– ¡La profesora! -gritó.
Agarró al gallego por los hombros y lo sacudió.
– ¡La profesora, Tony!… Flora Brizuela, egresada del Conservatorio Nacional. De ahí me sonaba el apellido. El diploma es un cartón como éste, colgado junto al piano.
Tony no entendía ni de qué le hablaba. Tampoco entendió cuando dejaron todo tirado, así, y salieron para Munro.
47. Revolver la tierra
Bajaron y se treparon al Plymouth. El atardecer caía sobre la Avenida, lento e indiferente al vértigo que les comía las horas. El día había sido denso, inconcebible para una rutina de tantos años, abandonada ahora como ropa vieja y demasiado usada.
– Hay que perderlos a éstos -dijo el gallego y señaló el Falcon verde Nilo estacionado media cuadra más allá.
Tomaron por Hipólito Yrigoyen hacia el Bajo, lentos y prolijos, con el auto de la cana pegado a los talones. Al llegar a la Rosada, Etchenaik quiso escaparse en el semáforo pero lo madrugaron y los tuvo encima hasta llegar a Retiro. Al pasar frente al Sheraton se metió entre los colectivos. Dio la vuelta a la plaza, arriesgó los guardabarros para ganar el lugar de los que retoman por Leandro Alem y dejó al Falcon cuatro colectivos atrás. Entonces fue cuando se jugó: aceleró con luz roja por la cuadra de Juncal mientras los canas quedaban entorpecidos por el tránsito de Libertador y los colectivos que doblaban a la izquierda. Cuando el Falcon zafó y encaró la cuesta ya Etchenaik había doblado por Arenales y aceleraba con el semáforo de Esmeralda en rojo. Dobló a la derecha y los perdió.
Eran las ocho menos cuarto cuando llegaron a la casa de Fondo de la Legua.
– Espera un poquito -dijo Etchenaik.
– ¿Qué vas a hacer?
– Una corazonada. Vení, ayúdame a buscar acá, en esta tierra removida.
Se metió en el baldío que había junto a la casa y estuvo observando los escombros amontonados junto al paredón. Levantó algunos de los más grandes y los arrojó nuevamente, con fuerza. Después se puso en cuatro patas, a escarbar.
– ¿Qué pensás encontrar?
– Ojalá supiera.
Al golpear a la puerta, un rato después, Etchenaik tenía las uñas llenas de tierra húmeda.
Abrió ella. Cincuenta años, un rostro leve y descolorido. Los kilos de más puestos parejitos, como cuando un chico engorda un muñeco de arena en la playa.
– ¿Qué desean?
– Hablar con usted, señora.
La mujer se retrajo, parpadeó.
– Disculpe, pero mi marido no está. ¿Es por un terreno?
– No me entiende, señora de Brotto. Es con usted la cosa. También con su marido, pero sobre todo con usted. Yo soy Etchenaik.
Si le hubiera dicho que era Frankenstein o el mismísimo San Puta, el efecto no hubiera sido mayor. Fue como si repentinamente se abriera a una puerta a sus espaldas y entrase una ráfaga de aire helado. Se agitó, apretó los labios.
– ¿Y usted qué quiere?
Ya estaba perdida. Otros diez años cayeron sobre sus ojos que alguna vez habían sido hermosos o brillantes al menos.
– Marcial Díaz murió, señora. Asesinado.
Etchenaik lo dijo lentamente, como en las películas, las malas películas en las que se habla despacio, dejando segundos entre palabra y palabra para que se suponga que los personajes son inteligentes o dicen cosas que merecen recordarse.
Y en seguida el veterano le mostró las manos. Eso: se las mostró casualmente, en un movimiento aparatoso que justificó con una frase debidamente estúpida.
– No somos nada, señora.
Y ella le clavó la mirada en las uñas.
Y las uñas se le clavaron en las defensas finales, las desgarraron.
– Pasen -dijo finalmente derrotada.
48. «Pop – pop»
Ella se hizo a un costado para que pasaran y apenas se repuso:
– En realidad lo siento mucho… Mucho.
Entraron.
El living estaba en penumbras. La mujer encendió la luz de una araña fea, torpemente funcional, y reveló la mesa de planchar, un montón de ropa apilada encima. Había más en una silla. Ella desenchufó la plancha y retiró la frazada que cubría la mesa.
– Disculpen un momento, por favor.
Fue hasta la cocina y desde allí les ofreció algo para beber. Volvió con una jarra de agua fresca y un limón cortado en cuatro. Puso los dos vasos sobre la mesa y finalmente se sentó.
Etchenaik y Tony bebieron en silencio.
– Es bastante complicado el asunto, señora -dijo el veterano con un suspiro-. Pero hay varios puntos oscuros que sólo usted y su marido pueden llegar a clarificar.
– Creía que mi esposo ya había hablado con ustedes.
– Su marido mintió.
– Eso no es verdad.
Etchenaik se metió un pedazo de limón en la boca, frunció la cara y escupió las semillas.
– ¿Cómo fue, señora? ¿Piensan seguir negando que Díaz estaba en la casa cuando llegaron los tipos?
– No estaba. No había llegado.
– ¿Y quién golpeó la ventana pidiendo auxilio? La nena se asustó.
– Oí unos golpes…
– ¿Y dos disparos después? ¿No oyó los disparos?
Etchenaik se paró, adelantó el cuerpo por encima de la mesa. Ella apartó la cara, como si fuera una llama que le buscara los ojos.
– Fueron dos sonidos así: «pop-pop». Un treinta y ocho con silenciador… ¿No los oyó?
– ¡No!
Y fue un grito. La mujer empezó a ponerse de pie, los ojos como loca, toda loca. Ya no quedaba nada de la apacible gordita que había abierto la puerta como quien recibe una noticia buena y previsible.
– ¡No es cierto todo eso!
Y ahí hubo un ruido imperceptible. Sólo el gallego, una oreja sensible al chasquido, al golpecito llamador, se dio vuelta.
– ¡Guarda!
Reventó el disparo casi simultáneamente con el grito de Tony. La descarga del cartucho se estrelló contra el respaldo de la silla del veterano, que saltó a un costado.
La mujer volvió a gritar. El señor Brotto, con la escopeta humeante les apuntaba desde la puerta del pasillo, dispuesto a disparar el segundo cartucho.
– Salí de ahí, Flora -ordenó el martiliero.
Pero no pudo. Etchenaik gateó por debajo de la mesa, tomó a la mujer por los tobillos y la derribó. La señora de Brotto se desparramó entre dos sillas, hubo un revoleo de piernas y la histeria del martiliero: