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– Soltala, hijo de puta, que te mato… ¡Soltala te digo!

Etchenaik se acuclilló tras la mujer reteniéndola con el brazo en la garganta. Tony aprovechó para parapetarse detrás del perfil del piano, fuera de la línea de fuego.

– Párese, Brotto, está loco -dijo el veterano ganando tiempo-. En un minuto va a venir la policía si sigue a los chumbos… Párese ahora, espere un momento.

– No espero nada. Los voy a reventar a los dos.

– A uno y con suerte… Mi viejo… -dijo el gallego casi dulcemente-. Esa porquería tiene un solo tiro más y me vas a chumbiar a mí. Mientras, el flaco te acogota la mujer. No perdés mucho pero…

– ¡Basta!

Y el señor Brotto se abrió un poquito buscando ángulo.

49. Un elefante blanco

Cuando el gallego se quedó sin argumentos para demorar la ejecución sumaria que se disponía a realizar el peluquero, nada había para hacer. Etchenaik apretó el cuello de la señora, la hizo gemir tratando de demostrar aunque más no fuera un precario poderío. Pero no alcanzó.

– Tírales, Rogelio -dijo la dama, toda resolución.

– Eso voy a hacer.

En la punta del piano, sobre una carpetita de crochet, había un elefante blanco decorado con pinceladas doradas. Cuando Brotto dio un paso al frente levemente inclinado para dispararle a Etchenaik, el elefante voló. Arrojado por Tony, le dio exactamente sobre la sien con terrible violencia y lo hizo trastabillar.

– ¡Hijos de puta! -gritó Brotto, y disparó al voleo contra el gallego.

El piano, tomado de lleno, retembló haciendo sonar todas sus cuerdas bajo la lluvia de plomo. Era lo que Tony quería.

Salió del escondite y se abalanzó sobre el peluquero que revoleaba el arma ahora inútil. Hubo un golpe pleno sobre el hombro que Tony aguantó a pie firme y después un derechazo en gancho que agarró al señor Brotto en medio del pecho. Cuando se fue contra la pared se encontró con una rodilla ascendente entre las piernas que lo dobló en dos hasta deslizarlo al piso. Allí quedó.

El gallego levantó el arma y la puso sobre la mesa. Etchenaik se incorporó con la mujer que sollozaba. La soltó.

– Cállese ahora -dijo Tony y sacó su revólver-. Abra la puerta y explíqueles a sus vecinos que no fue nada, que su marido estaba limpiando el arma y se escaparon los dos tiros. Vaya, que el martiliero no se le va a ir.

La mujer vacilaba, miraba a su marido caído, el arma que ahora le apuntaba.

– Vaya -dijo Etchenaik y le puso el índice entre las flores del batón en el medio de la espalda.

Fue. Luego de un instante la oyeron hablar bajo el cobertizo con voz vacilante pero que pretendía firmeza.

El señor Rogelio Brotto reaccionaba lentamente. Un hilo de sangre se deslizaba desde la sien para ensuciar el cuello del piyama abierto sobre el pecho desnudo. Había perdido una de las chinelas y toda la compostura que alguna vez lo caracterizara.

– Arriba -dijo Etchenaik tironeándole de las axilas.

Lo acomodó en una de las sillas, fláccido como un títere, la cabeza ladeada. En eso llegó la mujer con los ojos llenos de lágrimas.

– Ocúpese de despertarlo. Lávele un poco la cara -dijo el gallego sin dejar de mover el revólver.

La mujer fue y vino con una toalla mojada hasta que el señor Brotto pudo mantener la cabeza sobre los hombros.

– Arrímese -ordenó el veterano.

El gallego se ubicó detrás del matrimonio y empujó los respaldos hasta apretarles el pecho con el filo de la mesa.

– Las manos encima, ahora.

Tony permaneció atrás, acodado, haciendo espaldas a la cómoda. Etchenaik se sentó del otro lado de la mesa, frente a los ojos azorados del matrimonio.

– No vamos a perder tiempo. Queremos saber todo, en una sola versión y sin correcciones.

La mujer abrió la boca. Salió un ruidito extraño y después nada. Volvió los ojos a su marido pero el martiliero estaba ocupadísimo en la tarea de mantenerse despierto.

– ¡Vamos!

El violento golpe de Tony con la culata de la escopeta sobre la mesa los sobresaltó.

– ¿Qué pasó esa noche, señora? ¿Recuerda los «pop-pop»?

50. Ahí

La mujer parecía dispuesta a hablar. Extendió las palmas sobre la mesa, acható las arrugas del mantel.

– Serían las dos cuando golpearon la puerta -dijo al cabo de un momento-. Eran tres. Dos hombres y uno más bajo y joven.

– ¿Qué querían?

La mujer volvió otra vez los ojos a su marido pero Brotto se había derrumbado definitivamente y tenía el rostro oculto entre los brazos.

– Querían la llave de la casa de Díaz. Les dijimos que no la teníamos, que no había otra. Entonces se fueron dos y quedó uno amenazándonos…

– No es así, señora -dijo Etchenaik con calma-. Ellos suponían que Marcial estaría armado y no se quisieron arriesgar a un tiroteo. La verdad es que ustedes les dieron la llave y después fraguaron lo del piedrazo contra la cerradura. Lo que pasó fue que el imbécil de su marido, por prolijo y temiendo dejar huellas, no encontró nada mejor que traer un pedazo de escombro del baldío, golpear la puerta y volver a llevarlo a su lugar. ¿Me equivoco?

Etchenaik cerró el puño y golpeó con fuerza sobre los dedos de Brotto contra la mesa. El hombre se conmovió y asintió sin levantar la cabeza.

– No me equivoco, claro que no. Ahora sigamos, señora.

– No sabemos qué pasó después… -retomó la mujer-. Escuchamos ruidos y media hora después los golpes contra la ventana, las amenazas…

– ¿Quién golpeó?

– No sé.

– ¿Quién golpeó, carajo?

La mujer sollozó.

– Díaz golpeó.

– ¿Y qué decía?

Nuevos sollozos. Brotto levantó la cabeza.

– Déjela, ¿quiere? Voy a hablar yo.

– Hable.

– Díaz pidió ayuda: «Me van a matar» decía.

– ¿Y después?

– Se lo llevaron. Oímos el ruido del auto que se iba.

Etchenaik metió la mano en el bolsillo.

– Mire esto.

Abrió el puño y dejó caer sobre la mesa dos cápsulas de 38. Estaban llenas de tierra negra y húmeda.

Brotto las siguió con la mirada. De pronto dio un manotón y pretendió metérselas en la boca.

– ¡Basta! -gritó Tony dándole un golpe en el brazo que hizo saltar las cápsulas por el aire.

– Yo les voy a decir lo que pasó… -comenzó Etchenaik-. Ya se lo llevaban cuando él consiguió zafarse y golpeó, pidió auxilio y entonces… lo mataron.

Los otros lo miraban como si estuviera contando un cuento apasionante y ajeno, un espectáculo.

– Lo mataron… -repitió y se puso de pie, abrió la puerta-, Ahí.

Y señalaba el suelo a dos metros de la puerta de la cocina, sobre las piedras del camino.

– ¿Ahí? ¿No es cierto que fue ahí?

Brotto asintió mirando para otro lado. Etchenaik se sentó frente a él.

– Entonces sí, amenazaron y se fueron. Pero no lo dejaron a Marcial tirado porque no querían un muerto acá. Claro, quedaron las cápsulas. Y no era cuestión de dejarlas ahí, ¿no es así?

– Nos amenazaron, señor. Usted debe conocer a esa gente.

Ella habló como si pidiera rebaja en la feria, un tono plañidero insoportable, capaz de reventar el hígado más curtido.

– Estoy empezando a conocerlos a ustedes.

La señora de Brotto desvió la mirada pero Etchenaik no la dejó:

– Hábleme de Ariel Brizuela -dijo.

Nadie contestó.